―Nunca quise a mi abuela paterna, a pesar de que yo era su nieto preferido. No me pregunten por qué, porque ni yo mismo lo sé. Era buena onda la vieja y me consentía demasiado. Me gustaba ir a su casa porque ahí yo era libre de hacer lo que me diera la gana; no porque ella me lo permitiera, sino porque no tenía control sobre mí. Recuerdo que un día me compró un rifle de diábolos para que fuera con mi papá a cazar palomas. Demás está decir que no pude esperar a las vacaciones de mi padre. Esa misma tarde tomé el rifle y subí a la azotea. Durante un rato les estuve disparando a los pájaros pero sin resultados… (Invadido por un acceso de risa, Alberto hace una pausa.) Fue entonces que se me ocurrió que era más fácil dispararle a la gente. ¡Sí! ¡Hubieran visto las caras que ponían! Era divertido porque los veía venir a lo lejos. Decía: al de la camisa azul. Entonces prestaba toda mi atención al de la camisa azul, lo seguía con la vista cuando pasaba por aquí y cuando ya estaba lejos, sacaba el rifle por un agujerito, apuntaba a su espalda y ¡zas!, disparaba. (Un nuevo acceso de risa invade a Alberto). Los pobres se volteaban, tiraban manotazos al vacío, seguramente pensaban que les había picado algo; otros se rascaban, unos más echaban a correr temerosos de otro ataque. Mi juego terminó el día que un güey paró una patrulla y trajo a los policías derechito a la casa de la abuela. De puro milagro me salvé de la correccional (porque le dieron una buena lana), pero me quitaron el rifle y dijeron que debían llevarme al sicólogo. La abuela apechugó: nunca les dijo nada a mi papá, que nomás estaba esperando un pretéxto para meterme a una escuela militarizada.
Imagen tomada de la red.
No hay comentarios:
Publicar un comentario