martes, 25 de abril de 2017

Infancia ingrata (de los tiernos y terribles infantes)


Los abuelitos Gil y Consuelito. Compartida del álbum familiar. 


A la memoria de los abues Gil y Consuelito

I
A las seis de la tarde la oscuridad invadía San Antonio el rancho del abuelo.
En penumbra y casi siempre bajo una llovizna pertinaz, ¡chipi chipi interminable! Escuchábamos desde el corredor de la casa los gritos de algún indio arreando hacia el corral el hato de vacas y becerros. A sus gritos le acompañaba el tintineo del cencerro colgando del pescuezo de alguna de las vacas. A esas horas el penetrante aroma de café invadía los espacios de la casa. El abuelo en total silencio se daba a la tarea de ir encendiendo los quinqués de petróleo, uno en la cocina, otro en el pasillo interno, y otro más en el comedor. Para la sala y el pequeño vestíbulo reservaba siempre la luminosa luz blanca de la lámpara de gasolina. Los nietos nos arremolinábamos junto a él y atentos seguíamos sus maniobras. Limpiaba la lámpara, revisaba la llave de paso, quitaba el seguro y comenzaba a bombear los gases con una cadenciosa calma, ajustaba el dispositivo de bombeo, encendía un fósforo, abría  la llave de paso y entonces acercaba el fósforo al capuchón de mantilla.
-¡Hágase la luz! Y la luz se hacía.
Blanca y transparente luz en medio del cafetal y los platanares. En medio de naranjos y guayabas. El abuelo se mecía en su mecedora. Repasaba por enésima vez las revistas ajadas y escuchaba la radio. La XEW ponía entonces la música de Agustín Lara y a las ocho en punto la radionovela de Chucho el Roto. Nosotros, nietos de otra época jugábamos serpientes y escaleras o damas chinas.
¡Atentos! Siempre atentos. Con un ojo al gato y otro al garabato.
Teníamos prohibido el café a esas altas horas de la tarde, solamente veíamos cómo iba y venía la taza desde la mano a la boca del abuelo.
El olor del café se evaporaba entonces entre las mecidas del abuelo y entre sorbo y sorbo. Nuestra atención daba paso después a lo que ocurría en la cocina. ¡Dios! El penetrante olor a panes recién salidos del horno. La magia de la abuela y su maravillosa presencia. Blanca y delgada, cabello levemente ensortijado. Ojos claros. El canturreo eterno en los labios. El calor del fogón de leños. En el caldero la enorme olla con la avena en pleno borboteo.
-panes y atole de avena. Magia de la abuela, con mermelada de guayaba, otra obra maestra del abuelo.
La cena era una algarabía de recuentos de nuestras aventuras en el día. El que se subió al árbol de naranjas y por nada se viene abajo. Al que le picó una abeja en el afán de robarse un cacho de panal rebosante de miel. El que resbaló entre el lodazal. El que tomó agua del arroyo y se tragó las larvas de caracol. El que siguió el canto de las peas hasta perderse en el platanar. Justo aquí la abuela hacía un alto en la tarea de servirnos la cena, se santiguaba y decía.
-Dios los proteja, ¡jamás! Sigan a las peas. ¡Aves de mal agüero que delataron a Cristo nuestro Señor y por ellas lo atraparon!
-¿Ya viste dónde andaban, viejo? Preguntaba entonces al abuelo.
Para esas horas el abuelo estaba más atento de Chucho el Roto y de Matilde de Frizac, que de nosotros.
A las nueve el abuelo hacía el camino de regreso, apagaba primero la lámpara de gasolina y se seguía en orden inverso con todos los quinqués de petróleo.
-hora de dormir. ¡Ordenaba! No sugería ni pedía ¡Ordenaba!
La noche se iba entre risas y murmullos. Entre adivinanzas y juegos a oscuras. Entre asomos por la ventana para descubrir en aquella negrura de la noche las titilantes luces de luciérnagas y cocuyos. Entre la música y los chirridos de grillos y chicharras. Entre los lastimeros cantos de búhos y el aleteo ciego de murciélagos.
¡Invariablemente! Alguno de nosotros o todos a la vez, teníamos hambre a las once o doce de la noche y en penumbras y en medio del silencio, tentando en el pasillo, tomábamos a bordo la cocina y desde algún canasto, a hurtadillas nos hacíamos llegar galletas y panes que, la abuela, dejaba estratégicamente dispuestos para los pequeños ladronzuelos.
El sueño nos invadía después hasta dar de nuevo la vida con nosotros alrededor de las cinco y media de la mañana. El intenso aroma de las cerezas de cafetos y el azahar de los naranjos. La ordeña de las vacas. Los gritos del abuelo dando órdenes a los trabajadores. Los bostezos y las cobijas de unos. El suéter y las chamarras de franela. La orinada al fondo del patio. La lavada de la cara y las manos en las frías aguas de la pileta. Pasar al gallinero y recoger los huevos entre el cacareo enardecido de las gallinas. Sacar las bacinicas de los abuelos y tirar los orines en el retrete de la fosa séptica.  
De nuevo la magia de la abuela en la cocina. Los huevos rancheros con frijoles refritos. Queso fresco hecho en el rancho. Las muchachas haciendo las tortillas. Los imperdibles taquitos de tortilla con sal.
En la radio, a las ocho de la mañana, tres patines y la tremenda corte y en el corredor externo, las risas del abuelo ante las ocurrencias de José Candelario tres patines ante el juez. Las complicidades de Luz Maria Nananina y las penurias de Rudesindo Caldeiro y Escobiña.
A las nueve de la mañana de nuevo la aventura de corretear entre los cafetos jugando a las escondidas. Las resorteras haciendo blanco en zanates y tordos que se apresuraban a picotear los plátanos maduros, o a hurtar los granos de maíz del gallinero. El sol despuntando y abriéndose paso entre las nubes oscuras. La presteza del abuelo para construir con su navaja extraños y complicados barcos de corcho y bambú. Barcos mercantes y de guerra. La locura sin par de echarlos a navegar en las turbulentas aguas del arroyo. ¡Empaparnos hasta la coronilla! Descalzos soportando estoicos las punzadas en los pies al caminar entre guijarros y piedras. Al mediodía los interminables partidos de beisbol en la terraza del beneficio de café, y en punto de la una y media, el silencio, la paciencia y la serenidad en torno de la radio, la maravilla de las ondas hertzianas de la XEW y la voz venida desde la lejanía ¡Kaaalimán!
Al caer la tarde de nuevo el reto de andar en los platanares, el asunto de las peas y sus extraños graznidos nos movían un poco el tapete, aun así nos atrevíamos a seguirlas.

II
Ahora veo a mis propios nietos en sus visitas a casa. Tan felices con sus teléfonos celulares y sus tablets. Cada uno emocionado jugando los juegos digitales. A cual más y en solitario con explosivas y alegres expresiones, celebrando algún gol virtual ¡Inexistente! Disparando en batallas contra bestias y seres intergalácticos. Los mayorcitos riendo de videos chuscos y celebrando ingeniosos memes.
-¡Son muy felices! Le digo a mi mujer, mientras da la propina al repartidor de pizzas, y los llama a la mesa. Yo, atento como lo fuera siempre mi propio abuelo y también un poco, para que me recuerden, les voy sirviendo coca cola en vasos desechables.
Me retiro al rincón de mi estudio, libros y libros que me rodean en un extraño mutis. De algún modo me pongo melancólico y triste al pensar en la ingrata infancia que tuve.


© 2017 By Oscar Mtz. Molina

jueves, 20 de abril de 2017

Los dedos del diablo



La encontraron escondida bajo mi cama. A la luz de las antorchas, las rendijas de sus ojos llorosos nada tenían que ver con guaridas de gatos negros o aquelarres. La niña temblaba de miedo. «Es sólo una huérfana en busca de comida y abrigo», dije tratando de cubrir su desnudez. «¡He aquí la prueba de su brujería!», espetó el primer inquisidor, «la maldita hechizó incluso al señor obispo». No dije más. Ella fue condenada a la hoguera, y yo a buscar a otra alma libre que acompañe mis noches.

sábado, 1 de abril de 2017

El olvido y las puertas y ventanas de la conciencia


Doña Carlotita. Fotografía Oscar Mtz. Molina. Berriozabal 2011


De la memoria de doña Carlotita, mi madre.

“Entre la memoria y el olvido, el hombre escoge el olvido, y se da a la tarea de cerrar de vez en cuando las puertas y ventanas de la conciencia, un poco de silencio, un poco de tabula rasa (tabla rasa) de la conciencia, a fin de que de nuevo haya sitio para lo nuevo y sobre todo para las funciones más nobles, este es el  beneficio de la activa capacidad de  olvido, una guardiana de la puerta, una mantenedora del orden anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta; con lo cual resulta visible enseguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente. Criar un animal que se debate entre la memoria y el olvido y que gira hacia el olvido, es criar un animal al que le sea licito hacer promesas”. Nietzsche. Segundo tratado, culpa, mala conciencia y similares. Genealogía de la moral.

La contraparte a la memoria, el olvido.

Mi madre nos ha platicado desde la coquetería de sus pequeños ojos y desde la picardía de su risa, las andanzas por las  frías tierras de Tenejapa Chiapas. Su infancia casi siempre se ha visto reflejada en su memoria por eventos tragicómicos. Amén de algunos francamente trágicos que, fueron sin duda alguna, cubiertos por la magnificencia del olvido. Si por un lado los recuerdos buenos, brotan cual fuente de aguas cristalinas a manos llenas, aquellos malos, se han perdido en esa laguna inmensa que es la no memoria. Mi madre recuerda siempre, con un innegable dejo de alegría, las travesuras con la tía Blanquita. Recorrer la plaza del pequeño pueblo, hablando de los años cuarenta, comer los dulces tradicionales y la algarabía en las fiestas populares. La mezcla pagano religiosa de las celebraciones en la iglesia. La impensable convivencia entre ladinos e indios. “Estaban para servirnos y servían.  Tratarlos bien o mal, era tan sólo tema de la conciencia de cada uno. Tenejapa al caer las tardes, melancolía encajonada entre montañas, la tierra a flor de piso. ¡Por allí! aisladas banquetas. Tiendas y tendejones para joder a los indios, para enriquecerse a costa de ellos. Para comprar sus cosechas, y embrutecerlos con aguardiente de caña, trago de los demonios, trago de alambiques prohibidos. Mamá y la tía Blanquita recorriendo las solitarias callejuelas, molestando a la vecina tocando sus puertas y a un sólo grito, emprender la huida, salir corriendo a refugiarse entre las enaguas y los faldones de la abuela. Corretear gallinas y encaramarse al lomo de las enormes puercas. El abuelo y su negocio de hacer jabones de legía. El abuelo y su presencia gallarda y su sombrero y su entonada voz y su mirada al futuro. El abuelo y mi madre que se quedó un día sin su presencia. Y la tristeza reflejada ahora en estos pequeños y vivaces ojos que parecen agrandarse con cada gesto de su cara, y con cada nota que sale de su voz bien modulada de cantante lírica.
   
Viajar a San Cristóbal representaba siempre una odisea. Recuerda mi madre. Una larga jornada de camino entre barrancas y bosques de frondosas cubiertas. ¡Lodo y lodazales! La carga en las bestias, las sillas y andaderas para que los indios a mecapal subieran la pendiente con los niños pequeños a cuestas ¡En volandas! Los adultos con pisada firme sorteando charcas. La niebla de los bosques, la humedad y la pertinaz llovizna. El alto en algún claro del camino, la cesta de la comida, pushitos de frijol con huevo, tasajo y cecina preparadas por el abuelo, frutos del huerto, verduras cocinadas, huevo duro. Pozol en jícaras para los indios. San Cristóbal de las Casas, era el mundo de los sueños, era la gran ciudad sin angustias o por lo menos con angustias distintas. San Cristóbal era los dulces y el pan frescos, recién hechos. Y eran las grandes Iglesias y las peregrinaciones en familia. Y eran los tíos y primos alrededor del Justo Juez o de Santo Domingo. Y era la locura del día de plaza en los mercados, el regateo de los productos de los indios, hasta casi conseguirlos regalados, y era particularmente en estos casos, el orgullo de las victorias de las amas de casa y de los caballeros coletos para surtir y resurtir sus tiendas para volver a vender los mismos productos semi transformados a los indios, pero a precios mucho más altos y sin regateo alguno. Nos vendían la cera de abejas silvestres y les devolvíamos las velas. Parafina, cera de abejas, pabilos y rueda. El calor derritiendo la cera y la parafina, los pabilos pendiendo de la enrome rueda, el baño cuidadoso y sutil para ir engordando el hilo hasta volverse vela. La abuela Cuca y su enérgica presencia en el recuerdo de mi madre, la primera nieta. La comunicación silenciosa entre ellas. Esa mirada inquieta y a la vez profunda y tranquila. El trago en un pequeño vaso de veladoras sostenido entre sus dedos pulgar y anular y meñique y el cigarro entre el índice y el dedo medio. Alas azules o alas extra. Y al rememorar todo esto y contarlo, mi madre suspira profundamente, como si estuviese aspirando desde la lejanía y el pasado, las volutas de humo que se desprendían de aquellas tardes, de aquellas soledades, de aquellos cigarros.

El problema de la memoria y el olvido puede ser inferido a partir de las reflexiones, sobre los diferentes modos de apropiarse del pasado.

“Para que algo permanezca en la memoria se lo graba a fuego; sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria” Nietzsche

Pero el olvido, y me quedo con esto, es el guardián favorito de las puertas y ventanas de la conciencia. Sin el olvido activo, mi madre seguiría llorando a sus muertos, y en vez de contarnos anécdotas y juegos, presencias y ausencias gratas o no tanto, estaría envuelta en el mundo trágico de su camino. Tiempos infaustos y dolidos. De once hermanos que fueron, tan sólo vivieron tres, los otros ocho fueron cerrando sus ojos al mismo tiempo que a mi madre, le fueron cerrando puertas y ventanas de su conciencia. ¡Ríe y llora al mismo tiempo! se asombra mi hija y mi mujer. Canta y cuenta historias que, a la lejanía parecen chuscas, pero que le cambiaron vida y destino en su momento. Se asombra de minucias y lo celebra todo. Arropa por igual a los hijos y a los nietos y bisnietos. Atiende al hombre con el que decidió compartir la vida desde hace sesenta y tres años; planta y riega sus flores y sus verduras y sus hierbas. Camina siempre con la prisa de quien estuviera huyendo de algo. Canturrea y reza en murmullos. Dormita en pequeños tiempos durante el día y es como si con esa breve pausa, cargara de nuevo de energía, sus pilas.  Nietzsche dice que sin la capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente.

Durante la noche del domingo veintisiete de septiembre del dos mil quince y parte de la madrugada del día veintiocho, en México como en muchas partes del mundo, el cielo nocturno se vio invadido por una espectacular luna roja ¡Luna de sangre! Mi madre rondaba los ochenta años, tengo que decirlo a pesar de que insista que digamos que ronda los sesenta y cinco. Permaneció en vela atenta al espectáculo. Desde las ventanas de la casa, y en la soledad más esplendida, la maravillosa soledad de estar acompañado de uno mismo, siguió paso a paso el encanto del paseo de la luna por nuestro cielo. El asombro y la alegría de haberlo presenciado. ¡Jamás me podía perder lo de la luna de sangre!   Exclamaba mi madre al día siguiente, cuando me platicaba de su desvelo. Era la manera de decirme y de mostrarme su felicidad por continuar su sino, por dar cara buena a la memoria de las cosas gratas, las buenas diría Nietzsche. Y era también de algún modo, la manera de echarle un cerrojo más a las puertas de la conciencia, olvidando recuerdos no gratos. ¡Los malos recuerdos! diría también el filósofo alemán de los grandes bigotes.


© 2017 By Oscar Mtz. Molina