viernes, 26 de julio de 2013

Servicio social (12): Helena


Llueve intensamente. Atraído por el rítmico golpeteo del agua contra las ventanas de la clínica, atravieso la sala de espera y contemplo a través del cristal la presa de Santiago Mexquititlán. La envuelve una bruma grisácea, meditabunda. Me tranquiliza saber que no dejará de llover hasta entrada la noche y, en tales condiciones, difícilmente alguien se atreverá a acercarse hasta la clínica, si no es porque trae a la muerte pisándole los talones. Las cervezas han hecho el viaje de su escondite bajo mi cama hasta el refrigerador de biológicos. Quizás en media hora ya estén en condiciones de poder beberse y embriagarme. Pero ¿quién carajos se empeda con cuatro caguamas… cuando apenas son las cuatro de la tarde?, pienso un poco decepcionado, sin saber qué haré con tanto tiempo. Estoy aburrido y no sé qué escribir; como único estímulo creativo me queda un cigarrillo de marihuana. El humo espeso asciende culebreando ante mí y rápidamente impregna la habitación de su aroma a petate quemado, luego el consultorio, el pasillo, la cocina... Afuera arrecia la lluvia, ahogando por momentos la voz rasposa de Mark knopfler.
El cigarro se consume antes de que las cervezas terminen de enfriarse. Debo pensar en algo interesante o terminaré por salir desnudo a correr bajo la lluvia. ¿Por qué no acordarme de Helena? ¿Por qué no traerla hasta acá y tenderme junto a ella en la cama? ¿Por qué no buscar bajo mis sábanas el último residuo que dejó su cuerpo desnudo? No sé por qué siempre emerge su presencia de la lluvia. Si pongo un poco de atención escucho su nombre rebotando contra los cristales. Como aquel lunes lluvioso que Helena abordó el autobús mientras yo dormía. Al despertar, estaba sentada a mi lado y leía un libro cuyo título no recuerdo. Abrió su bolso y extrajo un cigarro mentolado.
¿Puedo fumar? sonrió: ya lo hacía.
Su voz de contralto era suave y con aroma a violetas y jacarandas, a pesar del tabaco. Rechacé cortésmente el cigarro que me ofrecía, pero no perdí la oportunidad de aferrarme a su conversación, indagando acerca de su lectura; mientras observaba el movimiento de sus labios delgados. Le gustaba la literatura mexicana: Gustavo Sainz, José Agustín, Jorge Ibargüengoitia…
¾A mi me gusta la poesía... en especial los simbolistas franceses.
Y para demostrarle que no se trataba de una pose enuncié a Baudelaire, Rimbaud, Verlaine y Malarmé.
Luego saltamos de la literatura a la música, a la pintura y el cine. Cuando las palabras amenazaban con terminarse, no tuve más opción que preguntarle lo que desde hacía rato deseaba:
¾¿Cómo te llamas? ¾escuché mi voz súbita, temblorosa, emocionada.
¾Me llamo V. Pero puedes llamarme como quieras.
Helena con H. Como la Helena de Troya.
Me parece bien, porque soy casada; pero L jamás iniciará una guerra.
Se me hizo un vacío en el estómago, pero saboree sus letras: Helena.
¾Yo me llamo X ¾le sonreí, le regalé mi nombre, le mentí¾. Para que sepas con quién estuviste hablando, soy soltero y estoy enamorado de ti.
¾Siempre es bueno saberlo ¾repuso y amenazó con volver a su libro de cuentos mexicanos.
¾¿Me regalas un cigarro?
¾Pensé que no fumabas.
¾No fumo, pero por ti soy capaz de echarme al vicio.
Sonrisas. Bromas.
Cuando las palabras se acabaron, volvió la lluvia. El autobús disminuyó la velocidad y las ventanas se empañaron.
¾Me gusta la lluvia ¾me confió con una seriedad incomprensible y comenzamos una disertación sobre la vida, la lluvia y el amor compartido; sobre los cinco años que había de diferencia entre nosotros, sobre las cartas, los dos libros de poemas y la obra de teatro que le escribiría…

A mí me gustas tú y te amaré diez años, pienso ahora, mientras destapo la primera cerveza.

domingo, 14 de julio de 2013

Servicio social (11): El último autobús a la ciudad


Esperé a Eva en el paradero hasta que pasó el camión de las seis y media de la tarde, el último. Cuando vi que no se encontraba entre los pasajeros que descendieron, decidí volver a la clínica a comer y tomarme una cerveza para tranquilizar el mal momento; mañana a primera hora abordaría el autobús que me llevara a la ciudad.
Aunque no hayamos tenido una disputa en los siete meses que llevamos de novios, las cosas entre Eva y yo no están del todo bien, y un fin de semana juntos nos habría permitido orientar de nueva cuenta nuestros sentimientos y responder a nuestras dudas. Quizá nada hubiéramos resuelto, pero esa habría sido otra historia. Lo intentamos, en fin….
Mientras tomo el camino de regreso al centro de salud, trato de imaginar qué pudo haber sucedido para que Eva, tan cuadrada en su forma de pensar y de ser, de última hora —y sin avisarme— haya cambiado el plan que teníamos para el fin de semana juntos. No encuentro ninguna razón, válida o no, que satisfaga mi curiosidad y mi malestar. He tenido de pareja a mujeres de una inestabilidad emocional tal que nada de lo que hagan me sorprende, por más descabellado que parezca. Pero no Eva, precisa de sentimientos y buen control sobre sus emociones, negada a los divagues del pensamiento o el alma. No pocas veces me he preguntado qué necesito hacer para romper ese equilibrio y, al menos una vez en la vida, verla estallar. Su carácter, dulce y terso, le permite sonreír y espantar de su cabeza cualquier sombra que pretenda inquietarla y, simplemente, no pasa nada. Quizás sea eso lo que me mantenga junto a ella —sin olvidar su cuerpo bien delineado, su cintura breve y cadera llamativa, pero sin exageraciones—. Además, no olvido que siempre estuvo ahí en los estira y afloja con Judith, su amiga. Por todo eso, si esta tarde Eva no estaba conmigo era sin duda porque algo de suma importancia interfirió con nuestros planes: quizá un parto o un herido de última hora, quizá algún inconveniente con sus padres en la ciudad de México, quizá cualquier cosa que yo no puedo imaginar en este momento, pero que no ayuda a tranquilizarme en este viernes por la tarde, varado en la pequeña comunidad de Donicá. A la gente del lugar le debe pasar lo mismo que a mí, porque pasan a mi lado sin mirarme, como si yo fuera un fantasma que por decreto no debía estar ahí. Tienen razón, no los culpo: desde que llegué hace cuatro meses, es la primera vez que en viernes a esta hora no estoy llegando a la ciudad de México o visitando a mi familia en el estado vecino.

No sé en qué estaba pensando cuando acordé con Eva encontrarnos aquí y no Amealco o San Juan del Río, como hemos hecho en otras ocasiones. Tal vez porque ella aún no conoce mi comunidad y yo sí conozco la suya; tal vez porque somos novios desde hace siete meses y a veces parece que llevamos juntos  menos de un mes. Cierto: desde que vinimos al servicio social nos hemos visto cuatro o cinco veces, no más. Aunque Eva no me ha dicho nada, tengo la sensación de que sospecha que veo a otra mujer, que sabe que las constantes cancelaciones para vernos los fines de semana solo son pretextos. Y tiene razón. Por eso es que hoy estaba dispuesto a contarle todo, a decirle que desde hace tres meses me veo con Helena, que no sé si debo llamarla novia o amante, porque está casada y es algunos años mayor que yo; que es médico pasante como nosotros, pero es tal su cultura que las horas a su lado pasan de prisa, aunque, dice con sencillez, que su único defecto es que le gusta la música de Los Bukis; que Helena es alguien de quien te enamoras no más la ves. Y eso fue lo que pasó… No sé cómo habría tomado Eva mi confesión, posiblemente con la serenidad que acostumbra me habría dicho que entonces no hay nada más de qué hablar, Manuel, que sean felices, con o sin mi bendición. Sí, no hay mucho qué puedas hacer cuando ves a una desconocida que te salta de inmediato al corazón. 

sábado, 6 de julio de 2013

El sol

Minutos antes de que abra la noche hay un catálogo de sepias. Las nubes obesas y lentas procuran inminencia. El sol aún hierve, tiembla y deja en el aire una respiración comatosa. A los lados del río hay un mantel de piedras. El perfil de los montes se oculta y es que el añil de la tierra se amontona cubriendo sus ramas.

El río corre dando golpes y revuelca remolinos. Bajo el chapoteo del agua, anima el canto intermitente de las ranas. La noche se da por instantes al silencio y al sopor le crecen olores de flores trituradas. Nada perturba, los gusanos dejan de roer y el sopor, el silencio y las sepias se tensan cuando el monte pare el silbido profundo de la serpiente. El sol ha muerto.