Llueve intensamente. Atraído por el rítmico golpeteo del
agua contra las ventanas de la clínica, atravieso la sala de espera y contemplo
a través del cristal la presa de Santiago Mexquititlán. La envuelve una bruma
grisácea, meditabunda. Me tranquiliza saber que no dejará de llover hasta
entrada la noche y, en tales condiciones, difícilmente alguien se atreverá a acercarse
hasta la clínica, si no es porque trae a la muerte pisándole los talones. Las
cervezas han hecho el viaje de su escondite bajo mi cama hasta el refrigerador
de biológicos. Quizás en media hora ya estén en condiciones de poder beberse y
embriagarme. Pero ¿quién carajos se empeda con cuatro caguamas… cuando apenas
son las cuatro de la tarde?, pienso un poco decepcionado, sin saber qué haré
con tanto tiempo. Estoy aburrido y no sé qué escribir; como único estímulo
creativo me queda un cigarrillo de marihuana. El humo espeso asciende
culebreando ante mí y rápidamente impregna la habitación de su aroma a petate
quemado, luego el consultorio, el pasillo, la cocina... Afuera arrecia la
lluvia, ahogando por momentos la voz rasposa de Mark knopfler.
El cigarro se consume antes de que las
cervezas terminen de enfriarse. Debo pensar en algo interesante o terminaré por
salir desnudo a correr bajo la lluvia. ¿Por qué no acordarme de Helena? ¿Por
qué no traerla hasta acá y tenderme junto a ella en la cama? ¿Por qué no buscar
bajo mis sábanas el último residuo que dejó su cuerpo desnudo? No sé por qué siempre
emerge su presencia de la lluvia. Si pongo un poco de atención escucho su
nombre rebotando contra los cristales. Como aquel lunes lluvioso que Helena abordó
el autobús mientras yo dormía. Al despertar, estaba sentada a mi lado y leía un
libro cuyo título no recuerdo. Abrió su bolso y extrajo un cigarro mentolado.
—¿Puedo fumar? —sonrió: ya lo hacía.
Su voz de contralto era suave y con
aroma a violetas y jacarandas, a pesar del tabaco. Rechacé cortésmente el
cigarro que me ofrecía, pero no perdí la oportunidad de aferrarme a su
conversación, indagando acerca de su lectura; mientras observaba el movimiento
de sus labios delgados. Le gustaba la literatura mexicana: Gustavo Sainz, José
Agustín, Jorge Ibargüengoitia…
¾A mi me gusta la poesía... en especial
los simbolistas franceses.
Y para demostrarle que no se trataba de
una pose enuncié a Baudelaire, Rimbaud, Verlaine y Malarmé.
Luego saltamos de la literatura a la
música, a la pintura y el cine. Cuando las palabras amenazaban con terminarse, no
tuve más opción que preguntarle lo que desde hacía rato deseaba:
¾¿Cómo te llamas? ¾escuché mi voz súbita, temblorosa,
emocionada.
¾Me llamo V. Pero puedes llamarme
como quieras.
—Helena con H. Como la Helena de Troya.
—Me parece bien, porque soy casada; pero L jamás iniciará una guerra.
Se me hizo un vacío en el estómago,
pero saboree sus letras: Helena.
¾Yo me llamo X ¾le sonreí, le regalé mi nombre, le
mentí¾. Para que sepas con
quién estuviste hablando, soy soltero y estoy enamorado de ti.
¾Siempre es bueno saberlo ¾repuso y amenazó con volver a su libro
de cuentos mexicanos.
¾¿Me regalas un cigarro?
¾Pensé que no fumabas.
¾No fumo, pero por ti soy capaz de echarme
al vicio.
Sonrisas. Bromas.
Cuando las palabras se acabaron, volvió
la lluvia. El autobús disminuyó la velocidad y las ventanas se empañaron.
¾Me gusta la lluvia ¾me confió con una seriedad
incomprensible y comenzamos una disertación sobre la vida, la lluvia y el amor
compartido; sobre los cinco años que había de diferencia entre nosotros, sobre las
cartas, los dos libros de poemas y la obra de teatro que le escribiría…
A mí me gustas tú y te amaré diez años, pienso ahora, mientras destapo la primera cerveza.
1 comentario:
¡Tremendo este cuento!
Misterio y un aire a casi tragedia futura.
beso
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