Doña Carlotita. Fotografía Oscar Mtz. Molina. Berriozabal 2011
De
la memoria de doña Carlotita, mi madre.
“Entre la memoria y el olvido,
el hombre escoge el olvido, y se da a la tarea de cerrar de vez en cuando las
puertas y ventanas de la conciencia, un poco de silencio, un poco de tabula
rasa (tabla rasa) de la conciencia, a fin de que de nuevo haya sitio para lo
nuevo y sobre todo para las funciones más nobles, este es el beneficio de la activa capacidad de olvido, una guardiana de la puerta, una
mantenedora del orden anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta; con lo cual
resulta visible enseguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna
felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún
presente. Criar un animal que se debate entre la memoria y el olvido y que gira
hacia el olvido, es criar un animal al que le sea licito hacer promesas”. Nietzsche. Segundo
tratado, culpa, mala conciencia y
similares. Genealogía de la moral.
La contraparte a la memoria, el olvido.
Mi madre nos ha platicado desde la coquetería
de sus pequeños ojos y desde la picardía de su risa, las andanzas por las frías tierras de Tenejapa Chiapas. Su infancia casi siempre se ha visto
reflejada en su memoria por eventos tragicómicos. Amén de algunos francamente trágicos
que, fueron sin duda alguna, cubiertos por la magnificencia del olvido. Si por
un lado los recuerdos buenos, brotan cual fuente de aguas cristalinas a manos
llenas, aquellos malos, se han perdido en esa laguna inmensa que es la no
memoria. Mi madre recuerda siempre, con un innegable dejo de alegría, las
travesuras con la tía Blanquita. Recorrer la plaza del pequeño pueblo, hablando
de los años cuarenta, comer los dulces tradicionales y la algarabía en las
fiestas populares. La mezcla pagano religiosa de las celebraciones en la
iglesia. La impensable convivencia entre ladinos e indios. “Estaban para servirnos y servían. Tratarlos bien o mal, era tan sólo tema de la
conciencia de cada uno. Tenejapa al caer las tardes, melancolía encajonada
entre montañas, la tierra a flor de piso. ¡Por allí! aisladas banquetas. Tiendas
y tendejones para joder a los indios, para enriquecerse a costa de ellos. Para comprar
sus cosechas, y embrutecerlos con aguardiente de caña, trago de los demonios,
trago de alambiques prohibidos. Mamá y la tía Blanquita recorriendo las
solitarias callejuelas, molestando a la vecina tocando sus puertas y a un sólo grito,
emprender la huida, salir corriendo a refugiarse entre las enaguas y los
faldones de la abuela. Corretear gallinas y encaramarse al lomo de las enormes
puercas. El abuelo y su negocio de hacer jabones de legía. El abuelo y su presencia
gallarda y su sombrero y su entonada voz y su mirada al futuro. El abuelo y mi
madre que se quedó un día sin su presencia. Y la tristeza reflejada ahora en
estos pequeños y vivaces ojos que parecen agrandarse con cada gesto de su cara,
y con cada nota que sale de su voz bien modulada de cantante lírica.
Viajar
a San Cristóbal representaba siempre una odisea. Recuerda mi madre. Una larga jornada
de camino entre barrancas y bosques de frondosas cubiertas. ¡Lodo y lodazales! La
carga en las bestias, las sillas y andaderas para que los indios a mecapal
subieran la pendiente con los niños pequeños a cuestas ¡En volandas! Los adultos
con pisada firme sorteando charcas. La niebla de los bosques, la humedad y la
pertinaz llovizna. El alto en algún claro del camino, la cesta de la comida,
pushitos de frijol con huevo, tasajo y cecina preparadas por el abuelo, frutos
del huerto, verduras cocinadas, huevo duro. Pozol en jícaras para los indios. San
Cristóbal de las Casas, era el mundo de los sueños, era la gran ciudad sin
angustias o por lo menos con angustias distintas. San Cristóbal era los dulces
y el pan frescos, recién hechos. Y eran las grandes Iglesias y las
peregrinaciones en familia. Y eran los tíos y primos alrededor del Justo Juez o
de Santo Domingo. Y era la locura del día de plaza en los mercados, el regateo de
los productos de los indios, hasta casi conseguirlos regalados, y era particularmente
en estos casos, el orgullo de las victorias de las amas de casa y de los
caballeros coletos para surtir y resurtir sus tiendas para volver a vender los
mismos productos semi transformados a los indios, pero a precios mucho más
altos y sin regateo alguno. Nos vendían la cera de abejas silvestres y les devolvíamos
las velas. Parafina, cera de abejas, pabilos y rueda. El calor derritiendo la
cera y la parafina, los pabilos pendiendo de la enrome rueda, el baño cuidadoso
y sutil para ir engordando el hilo hasta volverse vela. La abuela Cuca y su
enérgica presencia en el recuerdo de mi madre, la primera nieta. La comunicación
silenciosa entre ellas. Esa mirada inquieta y a la vez profunda y tranquila. El
trago en un pequeño vaso de veladoras sostenido entre sus dedos pulgar y anular
y meñique y el cigarro entre el índice y el dedo medio. Alas azules o alas extra.
Y al rememorar todo esto y contarlo, mi madre suspira profundamente, como si
estuviese aspirando desde la lejanía y el pasado, las volutas de humo que se desprendían
de aquellas tardes, de aquellas soledades, de aquellos cigarros.
El problema de la memoria y el olvido
puede ser inferido a partir de las reflexiones, sobre los diferentes modos de
apropiarse del pasado.
“Para que algo permanezca en la memoria
se lo graba a fuego; sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria” Nietzsche
Pero el olvido, y me quedo con esto, es
el guardián favorito de las puertas y ventanas de la conciencia. Sin el olvido
activo, mi madre seguiría llorando a sus muertos, y en vez de contarnos anécdotas
y juegos, presencias y ausencias gratas o no tanto, estaría envuelta en el
mundo trágico de su camino. Tiempos infaustos y dolidos. De once hermanos que
fueron, tan sólo vivieron tres, los otros ocho fueron cerrando sus ojos al
mismo tiempo que a mi madre, le fueron cerrando puertas y ventanas de su
conciencia. ¡Ríe y llora al mismo tiempo! se asombra mi hija y mi mujer. Canta
y cuenta historias que, a la lejanía parecen chuscas, pero que le cambiaron
vida y destino en su momento. Se asombra de minucias y lo celebra todo. Arropa por
igual a los hijos y a los nietos y bisnietos. Atiende al hombre con el que
decidió compartir la vida desde hace sesenta y tres años; planta y riega sus
flores y sus verduras y sus hierbas. Camina siempre con la prisa de quien estuviera
huyendo de algo. Canturrea y reza en murmullos. Dormita en pequeños tiempos
durante el día y es como si con esa breve pausa, cargara de nuevo de energía,
sus pilas. Nietzsche dice que sin la
capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad,
ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente.
Durante la noche del domingo veintisiete
de septiembre del dos mil quince y parte de la madrugada del día veintiocho, en
México como en muchas partes del mundo, el cielo nocturno se vio invadido por
una espectacular luna roja ¡Luna de sangre! Mi madre rondaba los ochenta años,
tengo que decirlo a pesar de que insista que digamos que ronda los sesenta y
cinco. Permaneció en vela atenta al espectáculo. Desde las ventanas de la casa,
y en la soledad más esplendida, la maravillosa soledad de estar acompañado de
uno mismo, siguió paso a paso el encanto del paseo de la luna por nuestro
cielo. El asombro y la alegría de haberlo presenciado. ¡Jamás me podía perder lo de la luna de sangre! Exclamaba
mi madre al día siguiente, cuando me platicaba de su desvelo. Era la manera de
decirme y de mostrarme su felicidad por continuar su sino, por dar cara buena a
la memoria de las cosas gratas, las buenas diría Nietzsche. Y era también de algún
modo, la manera de echarle un cerrojo más a las puertas de la conciencia,
olvidando recuerdos no gratos. ¡Los malos recuerdos! diría también el filósofo alemán
de los grandes bigotes.
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