domingo, 20 de noviembre de 2011

El Internado: (IX) Segunda carta de internado (o petición de uniformes)


MI MUY QUERIDO, respetado y agraciado Sr. Dr. Jefe de Enseñanza:
Antes de pasar al motivo de mi carta, reciba usted mis más sinceras y cordiales felicitaciones por el ejemplar servicio postal con que contamos internamente en esta Institución de Salud. Si en un momento de mi vida me atrae la fuerza irremediable de la política, y está en mis manos brindarle apoyo en su candidatura a la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, tenga la certeza de que tendrá incondicionalmente mi voto ¾y el de todos aquellos que se encuentren a mi alcance. ¡Seré uno de sus más fanáticos y férreos seguidores! ¡Cuánto ganarían el país y los enamorados y los estudiantes de provincia y las madres con hijos y esposo indocumentados en los Estados Unidos...
Hoy a primera hora ¾antes siquiera de echar fuera de mis ojos las lagañas y arrancar el sueño añejo (el de hoy, el de ayer, el de mañana)¾, sin ser importunado por los angustiosos ladridos de los perros o por insulsos silbatos, o mentadas de madre de esposos celosos, su leal emisario depositó en mis manos la misiva que minutos antes usted redactara. ¡Qué loable ejemplo de presteza y velocidad! ¡Qué servicio! ¡Qué puntualidad! Señor mío: no hacía falta leer la carta para considerarme desde un principio... culpable.
¾¡SOY CULPABLE! ¡ME CONSIDERO DIGNO MERECEDOR DEL FALLO QUE SU NOBLE JUSTICIA DECRETE! ¡SOY UN CERDO IRREMEDIABLEMENTE CULPABLE!
Porque ser médico interno de pregrado es un honor que no todos los estudiantes de medicina alcanzan; no existe justificación para faltar a una guardia; no existe poder humano que te exima por no llegar al Servicio durante tres días consecutivos... Lo hecho no tiene nombre ni adjetivo pronunciables. Este caso no es lamentable, es abominable. No es desagradable, es repugnante. No es mal visto, es censurable. El solo pensar en el tumulto de expresiones musitadas en dadáico lenguaje por el centenar de recién nacidos que en vano esperaron a que un médico les diese la bienvenida oficial a este mundo pasajero, a este motel de paso, sucio y placentero. ¡Ay! ¡Yo que siempre pretendí huir de sistemas burocráticos, resulto ser un enano gruñón y barrigón; un cancerbero indecente a las puertas del infierno!
¿Fue a caso el demonio quien con maléfica intención, cuernos puntiagudos, patas de carnero y azufroso olor, quien me llevó a actuar irresponsablemente? ¿Fue acaso el tedio ¾C’est l’Ennuit! Baudeleriano¾, corruptor de buenas costumbres, hermano sanguinario de la apatía y el vicio, quien me condujo por caminos ominosos? ¿Fueron acaso el Pingüino y el Guazón, paladines del mal, encarnizados enemigos de Batman y el joven maravilla, o acaso Simón Barciniestro, o los nefastos Mutantes o el Ecoloco… quienes me sedujeron al mal?
¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¾dolor de cabeza, ya me volviste a dar...
Perdón, Señor, si me he dejado llevar por el sentimentalismo. A pesar de todo, sigo siendo humano. Un humano que ¾como todos¾ teme el agua fría de la madrugada. Un seudohumano que no logra subsistir con dos rebanadas de jamón y una cucharada de papas fritas. Un microhumano al que le crecen las uñas y se le hinchan los pies; y que tiene sentimientos de culpa por esa multitud de desdichados entes que se amontonaron fuera del cunero fisiológico, en espera de ser atendidos... porque falté a una sagrada guardia... porque falté a mi sagrado Servicio...
De nueva cuenta, señor, le pido perdón y reconozco que soy un truhán vestido de médico que... (¡Perdón de nueva cuenta! Y corrijo:) Soy un truhán desvestido de médico. Leyó usted bien, Señor Director, Señor Jefe de Enseñanza: soy un truhán desvestido de médico que hace tres días se encuentra imposibilitado para abandonar el dormitorio de internos de este hospital, porque no tiene un solo pantalón blanco en que enfundarse. El último desistió cuando el cloro no pudo blanquearlo: abrió tremenda boca y mostró al público expectante unos dientes peludos en forma de pierna... Para mi desgracia, el terremoto que esperaba me tragara en ese instante había llegado tres años antes, perdonándome entonces la vida, pero nunca la vergüenza. El zapato derecho, haciendo gala de un pudor inusitado, al sentirse desnudo y ridículo, tomó el primer objeto punzo cortante que halló a su alcance y como el mejor samurai occidental (sic) se hizo el harakiri: la asquerosidad sanguinolenta de su muerte provocó en él un acceso de vómito molar, mientras mi pie izquierdo ¾conocido radical, y dirigente obrero después¾ cayó en un desmayo del que, 75 h después, no ha despertado. La camisa blanca, fiel compañera, amante de mis últimos tres años, en una crisis de histeria comprensible, se desgarró el cuello y se arrancó los botones, arrojándomelos a la cara. La bata, regalo de tío Antonio, médico general (y que en su momento la recibiera como parte de su primera dotación de uniformes en el ’83, en su época de interno), resultó estar hecha de mejor tela: simplemente calló, como callan los hombres en los corridos populares; pero el gris del sufrimiento se dejaba traslucir, y fue inútil la melosa caricia de Hoover, Cloralex, El chinito o de su fresa amiga Suavitel. El resto de mi indumentaria forma parte de la intimidad de cada individuo y quizá sea de mal gusto mencionarla, por pudor.
Magnánimo señor: ¡En tan deplorables condiciones me es imposible presentarme ante usted! Mi acto, por más temerario que sea, no se debe a mi fallida vocación revolucionaria ni mucho menos a un snobismo seudointelectual; es el resultado de un prejuicio convencional. ¡Las buenas costumbres! ¾que ni la miseria ni el subempleo, que ni los tres años de teatro callejero han podido superar. Porque tengo la mala costumbre de acudir a mi sitio de trabajo no digamos bien vestido, sino solo presentable; simple y  llanamente vestido. Por tal motivo, sin desmerecer en nada la justicia imperiosa que vuestra merced imparte, aprovecho la oportunidad que se me brinda para pedir (léase si se quiere suplicar, mendigar) un uniforme... dos si es posible, como se menciona en el contrato de trabajo de los médicos internos. Y para hacer patente que mi petición no tiene mala fe, y como consejo de mi cuerpo que a final de cuentas será quien se cubra y haga el ridículo espantapajarezco, la filipina puede ser del número 36 al 44, el pantalón del 28 al 36 y los zapatos desde un 26 apretado hasta un 28 desparramado, que ya encontraré forma de sujetarlos...
De esta manera, Don Quien Corresponda, solícito, los ojos bañados en lágrimas y el corazón palpitante y adolorido por la culpa, no dudaré un instante de la seriedad de la justicia con que seré gobernado. Y sea cual sea el veredicto, estoy seguro que mi alma, habiendo recibido en un tiempo justo y pertinente el perdón divino, recorrerá día tras día, noche tras noche, madrugada tras madrugada los largos y oscuros corredores de este hospital; entrará un sin número de veces en los ardientes cubículos del primero y tercer pisos; subirá y bajará escaleras; se llenará las manos y las bolsas de muestras de laboratorio, y en un acto de sumisión resignada, doblegará la cabeza al cruzarse en su diario andar con un médico de base o un residente. ¡Tal es el pago que un alma de ultratumba puede ofrecer a los mortales!
Me despido de usted con el más cálido de los saludos que me es posible brindar, dadas las deplorables condiciones en que me encuentro, esperando que en este momento, mientras lee con atención esta misiva, disfrute de un amargo café y un oloroso tabaco veracruzano.

José Manuel Ortiz Soto
Médico Interno de Pregrado.
México, D.F., 17 febrero 1988. Periódico de Internos.

Imagen tomada de la red.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Del amor V: Sin interés


EL REGALO DE LA MUERTE.

Lucio, Luchito como le decíamos sus amigos, a los 40 años de su exitosa vida; dueño de numerosos negocios que le permitían una vida más que holgada a él y a su numerosa familia; sufrió un infarto repentino. Su duro corazón, indiferente al sufrimiento ajeno y ávido de atesoramientos, también atiborró grasa en sus arterias hasta colapsar. Angustiado se resistía a acompañar a la flaca al viaje final, no podía, no debía morir. La buena muerte le había concedido la gracia de ver su tiempo perdido. Y se recuperó...

El primer día que pudo salir de casa por su propio pié, al abrir la puerta, a punto estuvo de pisar unos "segundos" y unos "minutos" yaciendo a raíz de suelo, maravillado los levantó, los inspeccionó y se los echó al bolsillo. Con paso lento, cuidando ese amiguito que aún latía en su pecho echo a andar hacia el consultorio de su cardiólogo distante unas pocas cuadras. Unos impacientes "minutos" posados en la banca de la parada del autobús fueron el siguiente hallazgo, con lo cual llenó todos sus bolsillos. Pasar frente a la barbería y saludar a Figueres fue la causa de encontrar unas peludas "medias horas" entre las revistas y espejos del local, llenó una bolsa con ellas y feliz llegó a la sala de espera del doctor. Ya intencionalmente buscó y encontró unos angustiados "momentos" ocultos bajo el escritorio de la recepcionista los cuales abarrotaron el portafolio que llevaba. Al entrar con el médico se sentía realmente bien y cuando sorprendido el galeno le confirmó su buen estado de salud comprendió el alcance del regalo que había recibido en trance de muerte.

Así fue que a la obsesión de atesorar dinero, Luchito dio por atesorar su tiempo perdido. Empezó a buscar en cuanto lugar podía haberlo: en el aeropuerto unas "emperifolladas horas", angustiadísimos "momentos" en la sala del dentista y hasta unos juguetones "ratos" en la puerta de la tortillería.

Al bienestar físico siguió el rejuvenecimiento. Cuando logró llenar un gran cuarto con todos esos tesoros, Luchito volvió a ser un niño de 7 o 6 años. Fue entonces que el niño jugando en el parque tropezó con un viejo pordiosero y como en los bolsillos no encontró monedas le regaló unos cuantos "minutos" que llevaba en la bolsa. Después de esto se le vio en hospitales y asilos convidando a enfermos y ancianos y no paró hasta que, poco tiempo después al ir a buscarlo a su lujosa mansión, lo encontré completamente solo, envejecido, agónico y feliz.

martes, 1 de noviembre de 2011

Guardia

Para Alicia Cruzblanca y Sergio Reyes, Ale Zugarazo y Sigfrido Huerta,
amigos y médicos que ya descansan.

Cada vez que te acercas a mi,
estoy consciente de lo frágil que soy.
Diana RHM





Has venido a despedirte de mí: recibo el abrazo fuerte que nos condenará a la ausencia. Estoy allí detrás de la multitud. Tu esposa, inconsolable al pie del féretro, con la mirada perdida, trata de encontrarte. Tus hijas, no menos perturbadas, distraen a la niña que llora por haber perdido al compañero de juegos. Entristecido, el perro echa a correr al infinito. No tengo el valor de acercarme: soy una desconocida que soporta el dolor en el silencio. Sueño tu muerte.

Imagen: Funeral, tomada de la red