martes, 31 de mayo de 2011

Una historia psiquiátrica (VII)


―Nunca quise a mi abuela paterna, a pesar de que yo era su nieto preferido. No me pregunten por qué, porque ni yo mismo lo sé. Era buena onda la vieja y me consentía demasiado. Me gustaba ir a su casa porque ahí yo era libre de hacer lo que me diera la gana; no porque ella me lo permitiera, sino porque no tenía control sobre mí. Recuerdo que un día me compró un rifle de diábolos para que fuera con mi papá a cazar palomas. Demás está decir que no pude esperar a las vacaciones de mi padre. Esa misma tarde tomé el rifle y subí a la azotea. Durante un rato les estuve disparando a los pájaros pero sin resultados… (Invadido por un acceso de risa, Alberto hace una pausa.) Fue entonces que se me ocurrió que era más fácil dispararle a la gente. ¡Sí! ¡Hubieran visto las caras que ponían! Era divertido porque los veía venir a lo lejos. Decía: al de la camisa azul. Entonces prestaba toda mi atención al de la camisa azul, lo seguía con la vista cuando pasaba por aquí y cuando ya estaba lejos, sacaba el rifle por un agujerito, apuntaba a su espalda y ¡zas!, disparaba. (Un nuevo acceso de risa invade a Alberto). Los pobres se volteaban, tiraban manotazos al vacío, seguramente pensaban que les había picado algo; otros se rascaban, unos más echaban a correr temerosos de otro ataque. Mi juego terminó el día que un güey paró una patrulla y trajo a los policías derechito a la casa de la abuela. De puro milagro me salvé de la correccional (porque le dieron una buena lana), pero me quitaron el rifle y dijeron que debían llevarme al sicólogo. La abuela apechugó: nunca les dijo nada a mi papá, que nomás estaba esperando un pretéxto para meterme a una escuela militarizada.

Imagen tomada de la red.

lunes, 30 de mayo de 2011

Una historia psiquiátrica (VI)


El closet era una casa más de las típicas de la zona, sin anuncios ni señalamientos que hicieran pensar en el giro negro que era. Sólo el valet parking que recibió el coche y la fama que precedía al lugar levantaban suspicacias entre los vecinos.
            ―Tenemos cita ―anunció Alberto.
            ―Déjalos pasar, son los doctores ―dijo una voz de mujer desde adentro.
            Pasamos a una sala de estar amplia y acogedora; nada que ver con la idea que teníamos de un prostíbulo de película mexicana. Quizás la pequeña cantina en un costado y el barman que la atendía eran lo más cercano. La mujer de la voz, materializada en la escalera, vino al encuentro de Alberto, que la recibió con un abrazo y un beso en la mejilla.
―Como te había dicho, son los doctores que vienen de la Secretaría ―comenzó Alberto en ese tono circunspecto que le conocíamos también; uno a unos nos fue presentando por nuestro nombre y grado médico recientemente adquirido.
            ―Tomen asiento y pidan una copa, doctores, ahoritita bajan las muchachas.

Tras el éxito médico obtenido en El closet, no cabíamos de admiración por Alberto. Como especialistas, cada quien realizó el interrogatorio y exploración de su área. Cardiólogo prematuro, puse en práctica las enseñanzas del doctor Ventrículo: semiología inquisitiva, exploración visual y táctil indagatoria, percusión precisa del área ―marcando externamente la silueta cardiaca con la ayuda de un plumín azul― y auscultación a fondo de los ruidos cardiacos de la hermosa y sonriente joven, a quien mis dedos causaban cosquillas. Jesús, otorrinolaringólogo-oftalmólogo, se abocó a la cabeza y el cuello; Alejandro, gastroenterólogo, hizo del abdomen su vasto campo de estudio; Eric, ortopedista, realizó un análisis concienzudo de las cuatro extremidades, haciendo hincapié en la perfección de las dos inferiores; y finalmente Alberto, que había sido el cerebro detrás de aquel fraudulento montaje, desempeñó digna y profesionalmente su papel de ginecólogo, pidiendo intimidad para su paciente.

Imagen tomada de la red.

sábado, 28 de mayo de 2011

Una historia psiquiátrica (V)


Alberto nos presentó a su mamá y a su hermana. Su papá, un prominente cirujano, hacía tiempo que vivía en Guadalajara. Subimos a su Crown Victoria y salimos a la tarde tibia de la colonia Roma.
            ―¿Qué plan, Alberto? ―preguntó Eric, comenzando nuestro habitual interrogatorio.
            ―Todo está en orden. Dije que somos de la Secretaría de Salud. La dueña se asustó al principio, pero se acordó que soy cliente distinguido y se tranquilizó ―a continuación nos repartió a cada quien su especialidad―. Yo soy el ginecólogo ―se agandalló.
            Tenía mis dudas sobre ser especialista al vapor; dejar el uniforme blanco de estudiante por bata y ropa de vestir no agregaba años a nuestra apariencia. Seguíamos siendo los mismos chamacos de tercero de medicina, pero disfrazados.
―¿Ven aquella muchacha con la niña? ―mis cavilaciones fueron interrumpidas por la voz de Alberto, que señalaba a una mujer al otro lado del crucero―. Vamos a divertirnos.
            El chirrido de las llantas al frenar hizo que la gente buscara instintivamente de dónde provenía. Antes de que la mujer con la niña se diera cuenta de que el motivo de aquel alboroto ella, Alberto le había cerrado el paso con el choche, subiéndolo a la banqueta.
            ―¡Ella fue la que se robó a la niña, señor agente! ¡Ella fue! ¡Deténgala! ¡Deténgala! ¡Llévesela a la cárcel!― gritaba  Alberto a un imaginario policía que debía estar entre nosotros. La joven mujer, llorosa y sin comprender qué sucedía, negaba ser secuestradora e imploraba que se trataba de un error: ella sólo era la sirvienta y llevaba a la niña del parque a su casa. Cuando la gente comenzaba a acercarse para ver que sucedía, Alberto, que no había soltado el volante, metió el acelerador y desaparecimos del lugar.
            ―¡Pinche Alberto, estás bien loco! ―exclamó Jesús. Le dimos la razón. Alberto reía como orate.

Imagen tomada de la red.

viernes, 27 de mayo de 2011

Una historia psiquiátrica (IV)



Cuando la doctora X nos dejó realizar un historial clínico psicológico, inmediatamente pensamos en Alberto como era el sujeto idóneo. Aprovechando la amistad que nos unía, entramos intencionalmente en su vida y conocimos pasajes que, por desgracia, al ser obtenidos como parte una relación médico-paciente encubierta, no pueden ni deben ser develados aquí.  Sin embargo, debió hacerse con el mayor tacto para que no sospechara que él era nuestro sujeto de estudio. Mientras buscábamos la manera de hacerlo, Por esas ironías de la vida, fue Alberto quien ofreció la solución.
―Conozco a la dueña de El closet, si quieren le puedo decir que nos preste una de sus putas.
El closet era una “estética” que se anunciaba en los clasificados de casi todos los periódicos y revistas de la ciudad; dicho en lenguaje llano, se trataba del prostíbulo de moda entre los capitalinos.
―¿Y qué le vamos a decir a Magda y a Vero? ―inquirí.
―Que les toca mecanografiar el trabajo ―resolvió Jesús.
―¡Ustedes traman algo! ―protestó indignada Verónica.
Magdalena me miró con su habitual desconfianza, pero no hizo comentarios. Su silencio me dijo que acababa de perder el poco terreno ganado en su conquista.
―Está bien, ustedes ganan ―me apresuré a recuperar lo perdido―. Alberto es el paciente, pero no lo sabe.
―¡Qué! ―dijo Magda, entre risueña y asustada―. Si los descubre no va a cooperar y adiós calificación. ¡Ustedes están más locos que él!
―Por eso necesitamos pasar tiempo con él, acompañarlo a los sitios que acostumbra, tomarnos unas copas… Todo estará bien ―explicó Alejandro.
―Pues no sé. Para no arriesgarle, nosotras tomaremos un paciente del pabellón. Si las cosas salen mal con Alberto no quiero andar corriendo.
―Excelente idea. Así estamos cubiertos para cualquier contratiempo ―agregué, esquivando la mirada fría de Magda. Para su cumpleaños debía pensar darle algo más que felicitaciones. Tal vez unas flores.

Imagen tomada de la red.

El baile del payaso

 

Me habían dicho que Lillo era quien bailaba vestido de payaso. No imaginé que aquel viejo aserrador, diestro en trepar a los árboles, fuese el danzante. De cara terrosa, cuarteada y con ojillos que simulan persianas entrecerradas. Llegaba a la falda de la montaña al clarear la mañana para aserrar la caoba, el cedro o el carboncillo. Es el oficio que aprendió y sabe del quehacer, pues una tabla serruchada por él mide una pulgada por cualquier lado. Lo hacía a escondidas de los militares, por encargo de los ricos. -Es un trabajo duro que lo contrapone con sus emociones-, por lo que murmuraba en totonaco un rezo de perdón. -Tirar el árbol, derramarlo, trozarlo y, con rústicas poleas, subirlo a una tarima, exige destreza. Trabajaba en silencio. El único ruido que se oía era el roer de los dientes de acero. -Era una sierra manual, que requería un ojo aritmético y un pulso fino para mantener la dirección del corte. Su oído tenía que ignorar el dolor de la madera y concentrarse en pisadas de caballos o voces humanas y adquirió con los años un oído de centinela-.
Por las tardes deambulaba por el parque, la iglesia o el palacio municipal y al saludarlo, sabías que su mano era una pinza revestida por piel gruesa. Traía cabello corto, que lo cubría con su sombrero de palma; la frente, surcada por hondos canales, servía de marco para unos ojillos que ven mejor cuando los entrecierra, pero que no adivinas qué hay detrás; sólo una gran carnosidad, que amenaza con saltar.
Las fiestas del pueblo estaban por terminar. En la plaza había ruido de tambores, violines. Sobre la gente arremolinada pude atisbar entre la cerca de hombros y sombreros, el baile del payaso
En medio del cuadrado estaba él, vestido de payaso; en cada ángulo un bailador. Movía hombros y piernas con la gracia y elasticidad; se acercaba a cada uno de los danzantes y, bajo el influjo de la música, estremecía su cuerpo, lo hacía temblar durante unos minutos y, con vertiginosa armonía, saltaba de una esquina a otra. Tal parecía un reto, que finalizaba consigo mismo. Bailaba solo; sus acompañantes habían desaparecido y entre el silencio y la risa destacaba más su profunda soledad: se hacía irreal, sin tiempo, y era un espíritu libre, lejos de la pobreza y la miseria diaria. Poco a poco doblaba su cuerpo con finos estertores, llegaban las convulsiones y, la muerte que coincidía con la nota aguda y lastimera del violín. El público le miraba con tristeza, como viendo parte de su vida en la muerte del payaso. Poco después cada quién seguía su camino.
Jamás me hubiese imaginado que aquel aserrador con ojillos de camaleón y manos de madera fuese un bailador que tuviese la gracia de un colibrí.
Un mes después supe que estaba en el penal; su hijo, Nemesio, me contó que los militares supieron donde estaba aserrando, porque quien lo había contratado, se encargó de decirles, para evitarse el pago de su trabajo.
Le dejé unos centavos, y la promesa de estar pendiente de su familia. Salió un año después. Volvió a aserrar; sólo que ahora lo hacía por encargo de la autoridad; nadie como él para sacar la tabla: tan recta, tan limpia. Cuando llegaron de nuevo las fiestas, aquel payaso con cuerpo de potro y alas de colibrí, ya no daría más saltos de felino.

jueves, 26 de mayo de 2011

Una historia psiquiátrica (III)


Alberto dio al cigarro una larga fumada, luego lo ofreció al grupo.
¾No mames, pinche Alberto. Este churrito apenas alcanza para ti ¾se excusó Jesús.
―Mejor apúrale porque ya es hora de clases ―urgió Alejandro, conteniendo apenas la risa.
La anciana profesora de psicología médica reprochó en silencio la interrupción de la clase. Esperó a que se restableciera el orden y prosiguió con la cátedra.
¾¿Quién quiere pasar al pizarrón? ¾invitó después de hablar un rato sobre manías.
Mientras el resto del grupo nos mirábamos cediendo la participación al compañero de al lado, en un hecho insólito, Alberto se puso de pie y pasó el frente. En el tiempo que llevábamos de conocerlo nunca antes hizo algo parecido. Sin embargo, la sorpresa mayor fue cuando lo escuchamos arrastrar las palabras y con dificultades para coordinar las ideas. Por enésima vez deslizó el minúsculo gis sobre la superficie verde del pizarrón, remarcando todavía más el gordo y tembloroso círculo.
            ¾¿Qué haces, Alberto? ¾preguntó la doctora X, entre sorprendida y preocupada.
            ¾Todo es un círculo, maestra ¾y continuaba su circundar infinito.
            Creyendo ser víctima de una tomadura de pelo ¾lo que a su edad era por demás lamentable¾, la doctora X pidió encarecidamente a su alumno que se sentara.
            ¾Ante la naturaleza inusitada de tu exposición, Alberto, me siento confundida e imposibilitada para calificarte. Pero haciendo uso del derecho que me da ser profesora, tienes un ocho. Ve a sentarte.
            Un murmullo de falsa resignación envolvió al salón.
Cuando Alberto llegó hasta nosotros, no podíamos evitar mirar sus ojos desorbitados y rojos; su cara cubierta por una sonrisa extática, casi estúpida. No quisimos interrumpirlo, sabíamos que al menos en este momento era plenamente feliz. Psicología médica sería la primera materia que aprobara por méritos propios.
―¿Qué fue lo que le dieron a fumar? ―quise saber.
―¡Pasto y hojas secas! ―respondieron divertidos Eric y Alejandro.
            Al terminar la clase, todos corrimos a las jardineras y nos llenamos los bolsillos de hojarasca.

Imagen tomada de la red.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Una historia psiquiátrica (II)


El primer contacto con la patología de Alberto lo tuvimos una tarde en la zona de aulas del Hospital General de México. Mientras algunos nos sumergíamos en una plática de drogas y rock and roll, Alberto nos observaba como quien contempla a un grupo de principiantes estúpidos. Finalmente se decidió a hablar.
            ¾Un día en Acapulco me encontré medio kilo de marihuana. Me alcanzó para varios días. ¡Fueron los más pachecos de mi vida!
            El comentario no sorprendió a nadie. A estas alturas del siglo el hallazgo de una virgen o de un joven no adicto, eran hechos publicables. Ser pacheco era algo que a nadie le importaba; sí te arponeabas, eras chemo o le entraras al ácido, podías considerarte la persona más normal de la creación. El comentario habría pasado desapercibido si no hubiera sido porque Alberto se empeñó en volver a la historia. Así fue que ante nosotros desfilaron personajes de telenovela y judiciales de carne y hueso; narcotraficantes insospechados y cachondas prostitutas. Refirió también un gusto inusitado por la piromanía, la caza mayor de sirvientas desnudas con rifles de diábolos. Ejemplificó su narración xenofóbica con insultos a un anciano enfermo, al que acusó de ser un abuelo desnaturalizado y debió dar ejemplar castigo arrancando el último mechón de pelo de su calva.
            ¾¡Para que se purifique el hijo de la chingada! ¾y arrojó al piso el ficticio crespón de pelo inerte.
            Compadecidos por su mitomanía, decidimos jugarle una broma.
¾Ya que estamos en confianza ¾comentó Alejandro, bajando la voz¾. ¿Por qué no nos damos un toque? En el coche traigo un cigarro. Acapulco Golden; pelirroja pura, cabrón.
            Alberto sonrió complacido ante la invitación.
¾Lástima que no traes un guato ¾Agregó, Eric ¾. Un churro apenas alcanza para él.
Eric y Alejandro se dirigieron al estacionamiento del Hospital.
¾Nos vemos en el baño de las aulas ¾propusieron―. Para hacerlo con más discreción.


Imagen de Raquela: En lo alto.

Maestro de ceremonias



--Y ahora con ustedes... ¡El ciudadano Fulanito! ¡Voten por Él!

Imagen: Lala Dra en la feria de la salud en Álvaro Obregón, Mayo 2011

martes, 24 de mayo de 2011

Una historia psiquiátrica (I)


Su nombre importa, pero se llamaba Alberto. Sus apellidos me los guardo porque aún vive, y no sea que se ofenda y me demande. Llegó al grupo a comienzos del tercer semestre y pronto su presencia bonachona nos fue familiar. Su apariencia era la de un joven estudioso y de buena familia; sociable y caballeroso, inteligente y honesto. Nadie entre sus nuevos compañeros se hubiera atrevido a poner en duda que se trataba de un alumno ejemplar, por lo que no tardó en ser disputado por todos los equipos. “Si se queda con nosotros, de menos tendremos coche para transportarnos”, pensábamos los jodidos. Con el apoyo de su dinero y de sus conocimientos el año sería menos pesado, y la vida más agradable.
Cuando Alberto reprobó el primer examen todos nos sorprendimos, pero aceptamos que cualquiera puede tener un tropiezo. “Sólo el que no camina no se cae”, filosofó Rodolfo Hau, padrote de la colonia Morelos y experto en este tipo de tropiezos. Cuando los exámenes reprobados se acumularon, la preocupación se apoderó de nuestro equipo, y lo que en un principio había sido admirada consideración conmutó en odio y desesperación: ya no era una sino cuatro las materias en las que el equipo naufragaba. El consenso general fue qué demonios hacer para que Alberto se largara de una vez y nos dejara a los demás estudiar para salvar con las uñas el año.
            A todo esto, Alberto sólo sonreía y prometía estudiar y trabajar con ahínco. Sin embargo, su cinismo pronto fue substituido por la mediocridad y de la noche a la mañana ¾así como había llegado¾ a nadie le importó su desempeño académico y se le permitió seguir tal cual era (hasta se llegó a pensar en qué habría sido del grupo si él hubiera fallecido en el terremoto del 85).
            ¾¡Una pérdida irreparable! ¾musitaba Tenopala, los ojos anegados en lágrimas―. ¡Es ya el personaje más sobresaliente del grupo!


Imagen tomada de la red.

lunes, 16 de mayo de 2011

Murmullos


Para no desconocerla diré que… "Tengo miedo", murmura, y mi mano toma la tuya. La acepta sin reparo. Es la necesidad que tenemos de aferrarnos a algo ―a lo que sea― para conservar el equilibrio y no derrumbarnos en el último momento; necesidad que también, cual arma de doble filo, nos vuelve vulnerables. Como ahora que su temblor recorre mi brazo y su miedo me hace pensar si no soy yo quien pende frágilmente, luchando por no precipitarse al vacío…
―¡Sólo cumplo órdenes! ―se aparta de la mujer amordazada y dispara a  quemarropa, frío, sin saña.
―Por un momento lo desconocí, Santitos ―dice a su espalda el Capitán, poniendo el seguro a su arma―. Pensé que se había acobardado.

Imagen tomada de la red.

lunes, 9 de mayo de 2011

El souvenir de Antonieta


Una brizna fría y grisácea salpica la tarde parisina. Al otro lado del río, tras un manto de bruma, el contorno de la catedral de Notre Dame con sus gárgolas y quimeras al acecho. Antonieta apresura el paso; falta poco para que comience la celebración vespertina y el lugar se llene de visitantes que, sin  la convicción del verdadero creyente, anden por ahí al acecho del mejor souvenir. Lejos de su patria, de su hijo y de aquellos que la quieren, no puede arrancar de su pecho el sentimiento de vacío que la invade. Como siempre le sucede con los hombres de quienes se enamora, otra vez será ella la que cargue con un amor que la desborde. Pero no más, no más, murmura.

Arrodillada en el reclinatorio, Antonieta acaricia el revólver propiedad de su amante. Incapaz de sentir nada por nadie que no sea él mismo, esta noche, cuando el comisario de Policía se presente en su casa, José Vasconcelos echará de menos el arma,  y pensará en ella.
Imagen tomada de la red: Antonieta Rivas Mercado.

lunes, 2 de mayo de 2011

Una consulta en la noche

Cuando de un salto caí a horcajadas sobre el ataúd, una docena de lámparas alumbraron mi nuca. El viento frío arreaba un aguacero menudo al que no se le veía fin.
El inspector gritó:
            —¡Doctor, agarre este candil para que se ilumine! ¡Le paso la barreta para que pueda despegar las tablas y vea bien si la difunta es difunta!
Miré hacia arriba: un numeroso grupo de indígenas me observaba en profundo silencio. Sus vestidos blancos le conferían un aspecto albino a la  noche y, sus  rostros, cruzados por  luces y sombras, mostraban una imagen de luto ancestral. Dejé la bombilla a un lado. Tomé la herramienta, golpeé con fuerza para despegar un tirante del cajón y luego hacer palanca. Poco a poco fue cediendo, dejando ver parte del interior. Nadie hablaba. Ni un murmullo. Arriba, entre algunos destellos, se veía un enorme cedro azotado por el viento cuyas ramas, al chocar entre sí, hacían que su cuerpo tronara y gimiera.
La lluvia helada corría por mi cara, proporcionándome el aliento para seguir con la tarea de desprender la tapa del rústico féretro. Un olor a humo, barro y esperanza se abatía, mientras el calor del farol me quemaba la curvatura de los párpados. Había quitado el primer madero y ya se podía vislumbrar el velo blanco que cubría la mayor parte de la cabeza. Fragmentos de tierra caían a mi lado; pesados, llorosos, como empujados por el agua o el silbido de los pájaros.
Pude ver el cabello negro recogido hacia atrás, dejando tan sólo un rulo que reposaba, fláccido, sobre su frente. Las cejas pobladas, largas como un camino que se entrega a la noche.
Poco tiempo tenía yo en el pueblo. Había llegado por esos días en que las gaviotas se pierden en la neblina y cuando los pies piden una frazada de lana. Me había instalado en casa de doña Licha. Esa noche me encontraba en la cocina esperando que saliera la otra tanda de café, cuando llegó aquel nativo; habló en su dialecto y, por los gestos, deduje que se trataba de una urgencia. Supe por doña Licha que su esposa, muerta de parto, fue enterrada a la mitad del día. Un familiar llegó tarde al sepelio y quiso despedirse de ella, y al estar rezando en la fosa, escuchó ruidos que le hicieron sospechar que tal vez estuviera viva.
Camino al cementerio y subiendo la loma, las espadas del zacate me golpeaban y el lodo se adhería a mis zapatos, haciéndome resbalar. Alargué la mirada al arribar a la cima; la visión de la oscuridad me dejó sorprendido, pero mi perplejidad fue mayor aún cuando vi una multitud que se arremolinaba llevando una vela, o una tea hecha con trapos; eran múltiples luces que se unían alrededor del sepulcro, su resplandor iba y venía según los caprichos del viento y por momentos parecía verse una gigantesca radiografía del enorme árbol. Por fin arranqué la tapa: adentro había una niña. Todos tiraron la luz hacia su cara y emergió un rostro pequeño que hacía contraste con la largura de sus cejas. La nariz chica, su boca mediana teñida de rojo, con los ojos cerrados y sus pestañas negras dobladas, me hicieron pensar que estaba dormida.
El viento cargaba con los ladridos de los perros, para regresar después, sin saber si eran los mismos o bien de otros que a la lejanía contestaban. Las mujeres hacían la señal de la santa cruz y ellos rezaban, con los labios apretados, quitándose el sombrero y situándolo a mitad del pecho.
            —¿Quiere más luz, médico? —era la voz del comandante.
Le grité que sí y me bajaron dos linternas. Saqué del maletín una lámpara de punto fino y el estetoscopio. Sabía que era observado. Cuando abrí su párpado, no pude contener una profunda tristeza al encontrarme con la opacidad del cristal y la ausencia de cualquier reflejo en su ojo. Moví la cabeza de un lado a otro y poco después irrumpió el sollozo de las mujeres. A un lado, cerca de sus muslos y envuelto en descoloridos trapos de algodón, estaba el crío. Seguramente lo sacaron como un brote desgajado. No llegaron a conocerse, tal vez murieron al mismo tiempo, ¡pero cuántas cosas los unirían cuando se internaban por los maizales y compartían los granos tiernos del elote* y el gorjeo de las aves!
No se escuchaba ni un susurro, sólo un grito lejano que venía de afuera, no sé de qué parte. Con respeto cerré sus párpados y contemplé la suavidad de las líneas de su semblante, que la muerte aún no había desencajado. Al incorporarme vi a sus hermanos que tomando el sombrero con la mano izquierda se persignaban, dándose cuenta de que la esperanza se había desvanecido.
Salí de la sepultura con su ayuda; después, poco a poco, la fosa volvió a ser llenada con un barro frío, chicloso, calentado si acaso por el ansia de que estuviera con vida. Y caminamos despacio, haciendo una fila; ellos con su vestimenta blanca, yo, con la imagen de ella, de sus largas y oscuras cejas. Los relámpagos se sucedían, y el cedro era un enorme molino que, al moverse, hacía gritar a los pájaros cada vez que sus ramas se atropellaban.