Su andar deformado atraía la atención de inmediato. Las prominentes
curvaturas de sus muslos, llanos y flacos, desataba la estruendosa hilaridad de
cuanto curioso se cruzara en su camino. Hará cosa de tres años conocí a una
mujer con grupa de caballa, pero sus furiosos relinchos llamaban a cautela. En
cambio, con la anciana jefa de enseñanza el morbo y la curiosidad se externaban
procazmente. No podía imaginarla desbocada por las desérticas estepas del la
hospital, vociferando tras los residentes: sus elevados tacones, falsa y
grotesca continuación de sus tobillos, se habrían dislocado al primer intento
de galope, mientras su esquelética figura se iría desmoronando. Y eso sin tomar
en cuenta los contratiempos que conllevan las fuertes corrientes de viento recorren
los pasillos de este lugar.
La primera vez que la vi venir sobre sus
zancos ancestrales no pude reprimir una carcajada y mi grito, abusivo y
despiadado, fue a cloquearle sobre las arrugadas orejas, dándome tiempo apenas para
buscar un escondite en la invisibilidad de mi ignorancia. Sin embargo, su
miopía extrema me dio a entender —con una carcajada no menos burlona— que con
la doctora X toda precaución tomada era innecesaria.
Ahora, también dueño de la situación, me
apresté a darle el saludo.
—Buenos días —maldije con toda intención. Su
mirada parda me buscó denodadamente en un radio de unos treinta centímetros,
hasta que la sombra nebulosa de mi presencia se ancló en la maraña profunda de
su retina desgajada.
—¿Qué vientos te traen por aquí, jovencito? —musitó, carraspeó,
con su chillona y cacofónica voz.
—Los del sur —parodié a un viejo cantante
español, sin comprender si ella tenía puta idea de mi sarcasmo barato.
— Ah... —y se puso a hurgar en su archivero,
al que diariamente entraban revistas de propaganda médica, muestras de
medicamentos y el polvo interminable que, a cada contoneo, desgranaba de su
cuerpo, como si se tratara de la ofrenda que nuestros antepasados aztecas
depositaban al interior de una tumba.
Seguramente, pensé, siente que el tiempo se
le niega, que su vida, al igual que su jefatura, amenaza con infartarse de un
momento a otro, dejando en paz a esta infeliz vida. Diariamente, al realizar
esta rutina, quizá prepara su equipaje; el ritual de sus libros empolvados, las
muestras médicas que jamás usará pues la práctica médica privada se encuentra
lejos y en el olvido; y ya hace mucho tiempo que su útero se secó, quedando
como una cáscara de naranja exprimida por el sol del trópico. Su pelambre
decolorada por la senectud gobernante, en mechones ralos y ajados caía a
momentos sobre su rostro, envolviéndola en un mayor silencio. Desde lejos,
puede verse brillar su desierto casco y algunos cráteres dejados por el paso de
los aerolitos accidentales. No se ve un solo piojo. Alguna vez, recuerdo,
debieron venir hasta ella fantásticos excursionistas, los buscadores de
animales prehistóricos, los buscadores del Lago Ness. Pero está jodida, pienso,
de esa cabeza de piedra no nace ni un animalito de Walt Disney.
Me siento agotado, la guardia
estuvo fatal y ya no puedo esperar a que venga un viento fuerte y la derrumbe: inflo
los cachetes y soplo sobre el frágil cuerpo que no tarda en caer sin hacer nada
de ruido. Al cabo mañana ya estaré en otro servicio.