jueves, 26 de noviembre de 2015

La residencia (XXVII): Parte de guardia





Su andar deformado atraía la atención de inmediato. Las prominentes curvaturas de sus muslos, llanos y flacos, desataba la estruendosa hilaridad de cuanto curioso se cruzara en su camino. Hará cosa de tres años conocí a una mujer con grupa de caballa, pero sus furiosos relinchos llamaban a cautela. En cambio, con la anciana jefa de enseñanza el morbo y la curiosidad se externaban procazmente. No podía imaginarla desbocada por las desérticas estepas del la hospital, vociferando tras los residentes: sus elevados tacones, falsa y grotesca continuación de sus tobillos, se habrían dislocado al primer intento de galope, mientras su esquelética figura se iría desmoronando. Y eso sin tomar en cuenta los contratiempos que conllevan las fuertes corrientes de viento recorren los pasillos de este lugar.
La primera vez que la vi venir sobre sus zancos ancestrales no pude reprimir una carcajada y mi grito, abusivo y despiadado, fue a cloquearle sobre las arrugadas orejas, dándome tiempo apenas para buscar un escondite en la invisibilidad de mi ignorancia. Sin embargo, su miopía extrema me dio a entender —con una carcajada no menos burlona— que con la doctora X toda precaución tomada era innecesaria.
Ahora, también dueño de la situación, me apresté a darle el saludo.
—Buenos días —maldije con toda intención. Su mirada parda me buscó denodadamente en un radio de unos treinta centímetros, hasta que la sombra nebulosa de mi presencia se ancló en la maraña profunda de su retina desgajada.
—¿Qué vientos te traen por aquí, jovencito? —musitó, carraspeó, con su chillona y cacofónica voz.
—Los del sur —parodié a un viejo cantante español, sin comprender si ella tenía puta idea de mi sarcasmo barato.
— Ah... —y se puso a hurgar en su archivero, al que diariamente entraban revistas de propaganda médica, muestras de medicamentos y el polvo interminable que, a cada contoneo, desgranaba de su cuerpo, como si se tratara de la ofrenda que nuestros antepasados aztecas depositaban al interior de una tumba.
Seguramente, pensé, siente que el tiempo se le niega, que su vida, al igual que su jefatura, amenaza con infartarse de un momento a otro, dejando en paz a esta infeliz vida. Diariamente, al realizar esta rutina, quizá prepara su equipaje; el ritual de sus libros empolvados, las muestras médicas que jamás usará pues la práctica médica privada se encuentra lejos y en el olvido; y ya hace mucho tiempo que su útero se secó, quedando como una cáscara de naranja exprimida por el sol del trópico. Su pelambre decolorada por la senectud gobernante, en mechones ralos y ajados caía a momentos sobre su rostro, envolviéndola en un mayor silencio. Desde lejos, puede verse brillar su desierto casco y algunos cráteres dejados por el paso de los aerolitos accidentales. No se ve un solo piojo. Alguna vez, recuerdo, debieron venir hasta ella fantásticos excursionistas, los buscadores de animales prehistóricos, los buscadores del Lago Ness. Pero está jodida, pienso, de esa cabeza de piedra no nace ni un animalito de Walt Disney.
Me siento agotado, la guardia estuvo fatal y ya no puedo esperar a que venga un viento fuerte y la derrumbe: inflo los cachetes y soplo sobre el frágil cuerpo que no tarda en caer sin hacer nada de ruido. Al cabo mañana ya estaré en otro servicio.