viernes, 28 de diciembre de 2018

Cena familiar de Navidad


Autorretrato, Altamira, dic. 2018

Los tiempos van cambiando y con ellos las costumbres, así pues, para la cena familiar de navidad recibimos formal invitación por parte de la tía Pepa, -hermana menor de mi padre. La tarjeta específicamente mencionaba la hora de recepción, nueve y treinta de la noche, y que también, la cena sería servida a las once y veinte. Y se describía el menú de cinco tiempos.

Primer tiempo, entrantes calientes, a escoger: gambas al ajillo o almejas a la marinera

Segundo tiempo, crema de calabacín orgánico con pistachos.

Tercer tiempo, arroz con bogavante y salsa de almendras.

Cuarto tiempo, plato fuerte, a escoger: paletilla de cordero al horno, con patatas panaderas o lenguado meunière dorado al horno con patatas.

Quinto tiempo, postre, a escoger: tarta de turrón espolvoreado con semillas de Chía o panettone casero.

Se servirá vino de ocasión para maridaje según tiempo de menú.

-Dónde chingadamente se ha visto tanta deferencia en una cena de familia, le dije a mi mujer, mientras a regañadientes me ponía el traje gris que tanto odio. La tía Pepa, en corto, nos había pedido ir de traje oscuro a los parientes varones y de preferencia, así lo dijo, las mujeres de vestido negro.

-¿Y quiénes vamos? Abrí mi bocota preguntando.

 Tus hermanos, los hijos del tío Manuel, los de la tía Mary y los de la tía Diana. De los demás ninguno.

Seguro por jodidos y desmadrosos, pensé entre mí.

¡Llegamos con la puntualidad de un inglés!

Y justo a las nueve y veintinueve minutos, levanté mi puño y suavemente con los nudillos de los dedos, índice y medio, toque la puerta.

Personalmente salió a recibirnos la tía Pepa. Saludó primero a mi papá, su hermano, y así se siguió con mi madre y mis hermanos. Nos habíamos puesto de acuerdo para llegar juntos.

Enseguida la seriedad de la tía señalando la sala.

-Manuel y su familia están aquí desde las siete y media, les dijo a mis padres.

-Que no leyeron la invitación, agregó.

En cuanto entramos la sonrisa de tío Manuel.

-Ya no aguanto las nalgas, hermano, de tanto estar sentado y la cabeza, con esa música pendeja, le dijo a mi papá, pero a modo de que escucháramos todos.

Es clásica, respondió papá.

-Pero dónde quedaron aquellos sonidos de chico che, la Santanera, Mike laure.

Algarabía a medio pelo en lo que nos fuimos saludando.

Conociendo a la tía Pepa, a las nueve con treinta y siete minutos estábamos ya todos los invitados. Toda la familia. Bueno excepto las familias que no fueron requeridas.

Nos ofreció primero agua fresca y no les miento, una pequeña copa de vino blanco dulce. Después de nuevo agua fresca. Allí fue que uno de los primos, deplanamente preguntó.

-¿puede ser una cuba tía?

Y allí también, fue la primera vez que a la tía Pepa, por poco se le caen los calzones.

-Podemos ofrecer un güisqui o una ginebra, dijo la tía. Sin dar respuesta a lo de la cuba.

Y de nuevo otra prima. -Para mi está bien güisqui con coca de dieta. Segunda vez de la tía y caída de calzones.

A las diez y quince minutos llegó la prima Violeta, hija de tía Pepa, y su galán, motivo de toda esta parafernalia de cena familiar Navideña.

Uno por uno, presentándonos

-El tío Antonio, refiriéndose a mi papá, hermano mayor de mamá, decía Violeta. Y enseguida -el señor licenciado y diputado federal de la República, por el estado libre y soberano de Puebla, Virgilio Eugenio Estrada Quintana. Y casi en un susurro, agregaba, mi novio.

Cuando terminó de presentar al novio ya casi era hora de la cena.

Virgilio Eugenio, el novio, era un viejo que, seguro, rondaba los setenta, olía a loción fuerte, brut o algo así, tenía la mirada medio perdida y a leguas, el buqué de varios tragos dentro.

-¿esto es el novio? Me dijo mi mujer muy discreta.

Así se le dice ahora, respondí.

Todos los que estábamos allí seguramente con las mismas dos preguntas. Qué sigue ahora y, qué chingados hago aquí.

Para la cena, Violeta había relevado a tía Pepa en el papel de anfitriona y lo primero que ordenó fue la manera en que seríamos sentados a la mesa.

Tío Antonio allí, tío Manuel allá, tía Mary acullá y así con cada uno de nosotros. Cuando por fin estuvimos todos sentados a la mesa, eran ya las once de la noche y veinte minutos, tal y como decía en la invitación que sería la hora de servir la cena.

-Señor licenciado usted a la cabeza de la mesa dijo la prima. Y de inmediato corrigió. Perdón tu aquí mi amor, y yo a tu lado. Y ante tal situación todos reímos con soltura. De hecho, ese momento fue el único en que todos reímos con soltura.

La tía Diana propuso un brindis.

-Antonio, le dijo la tía a mi papá, te toca el brindis, como mayor en la mesa. Por la familia, hermano.

Al final, el brindis lo ofreció el señor licenciado y diputado federal de la República, por el estado libre y soberano de Puebla, Virgilio Eugenio Estrada Quintana porque, en una pequeña ecuación de sumas y restas, resultó mayor que mi padre. El angelito tenía la friolera de setenta y seis años. Y seguramente todos hicimos cuentas mentales porque a cual más apuró un trago de agua. Mi mujer, sentada justo al extremo opuesto mío y esta vez indiscreta, abrió desmesuradamente los ojos.

El brindis fue una larga perorata sobre la familia, los valores, la tradición, el cristianismo y aquí, el primo Virgilio, aprovechó también y enlazó una breve introducción a la nueva República y a las bondades de ella.

Levantó su copa y antes de que, a alguno de nosotros se le ocurriera algún aplauso, se escuchó la voz de mi padre.

-¡Salud!

Y salud, dijimos todos.

Lo de la cena fue memorable.

Para empezar ya teníamos un mesero.

-De primer tiempo ¿gambas al ajillo o almejas a la marinera?

Y por allí el murmullo ¿gambas? Ah camarones. Si camarones.

Almejas

Almejas

Camarones

El primer plato y aunque estaba en plural, resultó ser un camarón o una almeja, nada más.

El segundo plato fue la crema de calabacín y enseguida el arroz con bogavante. Al menos en mi plato de arroz, el bogavante puso pies en polvorosa. Nunca lo vi.

Los calzones de la tía Pepa volvieron a verse amenazados de nueva cuenta, con el plato fuerte.

Todos nos íbamos inclinando por la paletilla de cordero. Bien fuera porque no teníamos una idea clara del sabor, o porque no pudiéramos pronunciar lo impronunciable el lenguado meunière fue quedándose relegado.

Lo del postre lo tuvimos también enredado y entre la tarta de turrón espolvoreado con semillas de Chía o panettone casero. Todos nos fuimos por el dulce que tenía Chía, y a cual más pidió, dulce de chía.

La cena familiar de navidad duró, quitando el brindis, treinta y ocho minutos y dieciséis segundos, según yo. Y treinta y siete minutos y cuarenta segundos, según Lau, mi mujer. Tampoco quiero ser tan preciso.

Enseguida todos pasamos a despedirnos. El señor licenciado y diputado federal de la República, por el estado libre y soberano de Puebla, Virgilio Eugenio Estrada Quintana, el único que, durante la cena se reventó cinco cubas al hilo, según yo, y siete según mi mujer (Yo sigo alegando que no consideré las que se tomó al llegar) terminó bien pedo, embrocado sobre la mesa.

-Está tan cansadito el pobre, justificó tía Pepa. Toda la responsabilidad que carga sobre los hombros, agregó.

A las doce con siete minutos nos hallábamos todos en la calle.

-Yo tengo hambre dijo el tío Manuel y de inmediato todos al unísono, haciendo segunda.

Una opción son los tacos de doña Rosa, nunca cierra, la otra caerle al tío Jesús, uno de los no requeridos.

Cabeza de res horneada, tamales colados, pavo relleno, tragos, cervezas, ponche con ron o tequila, cubas como dios manda y mistela de curtidos como el niño dios recomienda.

-Chingona música hermano, dice tío Manuel a tío Jesús. Mientras se contonea con su mujer al mismo tiempo que cantan -de quen chon, esos ojos que miran bonito…

A que tu tía Pepa y tu prima Violeta, me dice el tío Jesús, así que ese cabrón es el novio, ni la burla perdonan, sólo se la anda comiendo.

Y Lau con los ojos que casi se le chispan, y sus precisiones

-por eso no lo invitaron, por pelado. Clarito oí que tu tío dijo, se la anda comiendo.

No mujer cómo crees, lo que tío Jesús dijo, es que, al licenciado y diputado federal de la República, por el estado libre y soberano de Puebla, Virgilio Eugenio Estrada Quintana, lo dejamos en casa de Violeta y la tía Pepa, comiendo.

 

©2018 by Oscar Mtz. Molina

viernes, 21 de diciembre de 2018

Santa Claus, de noche buena


Fotografía tomada de Internet. The dirthiest Santa´s



Bajé los escalones que me separaban de la banqueta y sin prisa, tomé el bolso de lona, echándomelo al hombro. Caminé por aquella solitaria callejuela, soportando el viento helado que, a esas altas horas de la noche, calaba hondo.
La necesidad me había hecho aceptar la tarea. Tenía que ir vestido de Santa Claus, así iba, y debía llevar en el enorme bolso de lona, los juguetes que me entregaron. Así estaba todo, bolso y regalos.
El tren me dejó en la estación y ahora caminaba al caserío. Seis casas en total, perfectamente identificadas, así lo estaban también los regalos en la bolsa.
Casa uno, farol amarillo, tres niños, regalos amarillos. Casa dos, farol azul, dos niñas, regalos azules, y así el resto.
La regla era deslizarse por la ventana, que estaría abierta, una vez dentro de la casa, emitir desde el fondo del pecho, dos o tres risas santaclosteñas ¡Jo jo jo! dejarse entrever fugazmente y enseguida, una vez colocados los regalos a pie de árbol, poner pies en polvorosa.
-yo te voy a pedir nada más un beso Santa. Y allí, en aquella habitación estaba ella.
¿Y los niños?  Pregunté con toda inocencia…
A las diez y media de la mañana dejé al fin, la última casa. De los regalos, ni uno sólo fuera del bolso. Seis casas, seis ventanas abiertas, seis fantasmas a la espera, seis angustias mitigadas.
Una vez llegar a casa con el alma hecha trizas, el cuerpo sacrificado y el corazón estrujado, la voz de mi mujer.
-Cariño otro milagro, ahora te quieren allá mismo, la noche del cinco de enero, de rey mago.

©2018 by Oscar Mtz. Molina

lunes, 10 de diciembre de 2018

Navidad en Salto de agua


Fotografía de Salto de agua, 2014, de Oscar Mtz. Molina



Navidad en Salto de agua

I
Abrí los ojos justo cuando el tren bajó su velocidad. El silbato anunciaba que, en breve, se detendría. Tenosique a las seis o seis y media de la mañana. El chirrido de las llantas de metal, frenando. El penetrante olor a fierro y grasa, a fierro y mugre, a fierro y herrumbre. Los aislados gritos anunciando comida. Empanadas, café, pan, tacos de arroz y de huevo. La modorra apoderada de mí. Aún faltaban tres o cuatro horas para llegar a Salto de agua. Compré cuatro empanadas y un café. Regresé a mi asiento y dispuse en un santiamén de aquella comida. Suspiré pensando en la novia que esperaba por mí. En dos o tres tragos apuré el café. Mi lejanía del pueblo. Las tardes de soledad y hastío. La vida dando dolores de cabeza. Ocho meses fuera. Ocho largos meses fuera. Dormité en el trayecto. Alrededor de las diez de la mañana el tren cruzaba el puente del río Tulijá, algunos minutos después, descendí en la solitaria estación.
Diciembre y la pasmosa sensación de que todo está bien, de que todo está bendecido y que no hay nada que pueda hacer mal. Las casas y sus arreglos navideños, árboles cuajados de adornos. Nacimientos y pesebres. Olores y sabores a ponche y dulces, a pastel de frutos secos. A pavo horneado y a cerdo y a sándwiches salteños. Pan Wonder, pollo, mayonesa hecha en casa. El trago de güisqui que me ofrece mi hermano. El baño inmediato y el meticuloso arreglo, vestido de pantalones de mezclilla, camisa de algodón.
-¿A dónde con tanta prisa, hijo? La vocecita de mi madre.
A darle la sorpresa a la novia. Nunca le dije que vendría este año. Mamacita.
-Coño hijo ni duda cabe que pa’ pendejo no se estudia. Respondió mi mamá.
-La Carmenza, tu novia, se escapó a los dos meses de tu ausencia. Ahorita anda ya esperando cría. Agregó mi mamá.
Así es este asunto de las ausencias y las sorpresas, de los viajes en tren y las fiestas de diciembre, de los sándwiches salteños y los ponches, de los desvelos y los tacos de caviloso, y en particular así son los recuerdos y las nostalgias por el pueblo.

II
-Duerme tranquilo hijo, dice ahora mi mamá, (treinta o cuarenta años después de aquella mi tragedia) me encontré a la Carmenza hijo, bien jodida, enferma y muy vieja.
Hay mamacita, sólo lo dice usted para darme ánimos. Así son todas las madres.
-No hijo, bien que te lo digo ahora, esa no valía la pena.
Agacho la cabeza mientras le doy otra chupada al cigarro.
Y entonces mamacita, dígame usted cómo chingados le hago para dejar de sentir este dolor que, tengo atravesado en el pecho, desde aquel año y desde aquel día.


©2018 by Oscar Mtz. Molina

jueves, 6 de diciembre de 2018

Sirenas de río



Arnaldo, el angelito de doña Chepa, no pidió ser atado a una pequeña caja de madera y menos que lo soltaran río abajo. Sólo queríamos que oyera el canto de las sirenas, dijo el cabecilla de aquel grupo de adolescentes al ver pasar la camilla con el niño ahogado.

Imagen: "Ofrenda", JMOS.

martes, 27 de noviembre de 2018

Respecto de las inconveniencias de escribir un diario (visión de un jubilado)


Autorretrato con sello, Noviembre, 2018. CdMx



El día quince del mes pasado finalmente firmaron mi boleta de jubilación. Agarré una buena borrachera, para celebrar.
Al día siguiente, con la cruda. Dijo mi mujer:
-No era para menos, ya te lo merecías, viejo.
Al paso de los días me fui acomodando a mi nuevo estatus. Prolongaba mi estar en cama hasta las nueve de la mañana, veía tele hasta altas horas de la noche, platicaba con los vecinos, por las noches acompañaba a mi mujer al súper. Tres semanas me duró el gusto, de repente volví a abrir los ojos puntual, a las cinco de la mañana, tal y como lo había hecho toda mi vida. Vueltas y vueltas daba yo, dentro de casa. Para esas horas mi mujer ya se había ido a su trabajo. Después de cinco o seis días con tales angustias, me animé.
-Vieja, por más que quiero, no me hallo.
Era sábado, día de su descanso.
Mi mujer guardó prudente silencio y siguió tomando su café. No dijo nada.
Alrededor de las once de la mañana volvió a casa, le brillaban sus ojos. De entre las bolsas del mandado sacó una gruesa libreta de pasta dura y extendiéndomela dijo.
-Escribe tu diario. Y además de la libreta me dio un par de relucientes bolígrafos.
Pensé en esos momentos, uno escribe un diario cuando está en la primaria, o en la secundaria, pero a estas alturas. Y en diciendo esto me acordé de la vez que mi madre, para evitar tanto encierro en el baño, llegó también con libreta y pluma, y me dijo, - “mejor ocupa tu manita en otra cosa hijo, se te va a secar el cerebro, escribe un diario”
Nunca le hice caso, pero esta vez a mi mujer, sí. Considerando las largas horas del día que pasaba en soledad.

Querido diario… Tachado
Amigo diario… Tachado
Día uno…Desperté a las cinco, acompañé a mi mujer con su café, después salí a caminar por los alrededores… Tachado

6 de agosto
He ido caminando poco a poco más alejado de la casa, hasta ahora sé, por donde viven las personas con las que me topaba todos los días, rumbo a la chamba.

8 de agosto
Desayuné huevos revueltos, jugo de naranja, etc. etc.

11 de agosto
Hoy, y después de muchos años, en mis caminatas reconocí la casa de Otilia, aquella modista con la que, se enemistó mi mujer, por unos malos arreglos.

6 de septiembre
Siete de la mañana, el café con Gumaro, ya se arma la chorcha, el corredero de quienes van al trabajo.

8 de septiembre
Caminata, desayuno, encuentros, conocidos, etc. etc.

13 de octubre
Después del desayuno salí a dar una vuelta por la vecindad, saludé a dos o tres vecinos y platicamos. Andando en esas pasó junto a nosotros la señora Otilia y su hija, la güera. Una vez que se alejaron, murmuramos
-qué guapa la güera. Dijimos en coro
-embarneció con el matrimonio, dijo uno
-mejoró con el divorcio. Dijo otro
¿Divorciada? Pregunté

18 de noviembre.
La señora Otilia y la güera tienen muy bien armada su rutina, son muy puntuales para salir de casa y pasar entre los jardines, por donde casualmente, yo ando. Siempre tan amables. Saludan y enseguida corren para tomar su transporte. Yo sigo pensando que, a la güera, los pantalones le sientan mejor que las faldas.

26 de noviembre.
Dejé muchos días sin escribir nada, vueltas daba mi cabeza. Ya no tan sólo me hago presente por las mañanas para cruzar mi paso con la güera sino que también mis ansias, me llevaron a buscarlas por las tardes. Tan gentil Otilia, tan coqueta, la güera. Pura risa son, madre e hija.

11 de diciembre
Ya deplanamente me ofrecí para acercarlas al metro. Otilia por supuesto que se las huele, pero ni modo. La güera se sienta adelante. Ya trae más faldas que pantalones. Es un suplicio manejar así, con un ojo al gato y otro al garabato.

22 de diciembre
Mi mujer me preguntó que cómo va mi diario.
-Va, le respondí con un dejo de desgano.
Qué chinga si lo lee, pensé entre mí. Justo hasta ese instante me cayó el pinche veinte.

7 de enero
Resultó su cumple de la güera ¡Puta! Y ahora qué haré… Tachado

23 de enero
A Otilia no se lo pude ocultar más, la güera y yo nos hicimos amantes, le dije. El beneficio de la pensión ayudará en algo a sus condiciones. Mi mujer todo el día fuera, trabajando.

14 de febrero
Esta mañana le comenté a mi mujer que había perdido la libreta que me regaló y al decirle eso, agaché triste la cabeza.
-Me dio tanta pena, le dije.
Y procedí a enseñarle lo que iba escribiendo, en una nueva.

Día uno de mi diario (14 de febrero)
En punto de las cinco de la mañana mi gorda y yo nos despertamos dejando luego, luego la cama. Mientras ella se bañaba, yo le preparé su café y su pan tostado con mermelada…y mantequilla.
¡Qué lindo! dijo ella. Escribes con mucha sencillez e inocencia. Poco a poco irás soltando la mano. Agregó. 



©2018 by Oscar Mtz. Molina

sábado, 24 de noviembre de 2018

Eterno circulo, sueño, oscuridad, muerte


Fotografía, Oscar Mtz. Molina. Querétaro Mex. 2018



¡Desperté en la madrugada! sudoroso y con palpitaciones, la angustia atravesada en mi alma. Hacía tanto tiempo que no llegaban esos sueños, tantos años sin recordarla. Seguro, ustedes también habrán pasado por estos sueños, visitas de nuestros muertos. Amigos que partieron dejando dentro de nosotros un inmenso vacío. Vi que el reloj marcaba las tres con veinticuatro y enseguida dispuse que lo mejor, sería preparar un café y lo hice. Leí ligeramente con la intención de alejar aquella imagen de mi cabeza, era inútil, entre uno y otro cambio de página, de nuevo ella. Terminé por darle fin a la lectura y encarar las reminiscencias de aquel sueño. Eran los años de la prepa, el ir y venir en tren de Mérida al pueblo. Caminar bajo el calor tropical a altas horas de la noche. Escuchar la música de Santana. Cómo se llamaba aquel álbum. Abraxas. Qué maravilla de ritmo y guitarra. Las lecturas que llenaban horas y horas ¿Te acuerdas de nuestras disertaciones en torno al hombre y sus voluntades, Nietzsche? Que buenas eran tus peroratas, más aún tus ansias con los cigarrillos. ¡Dios! Qué manera de hilar pitillo tras pitillo. Llegaste muy temprano a la incandescencia de tu cuerpo. ¿Cuántos años tenías? Dieciséis a lo mucho, los mismos que yo en ese entonces. Dieciséis y mira de qué modo fumábamos y con qué ansias devoramos libro tras libro, poema tras poema. Recuerdas aquel verso de Sabines que decía “Tu cuerpo está a mi lado / fácil, dulce, callado. / Tu cabeza en mi pecho se arrepiente / con los ojos cerrados / y yo te miro y fumo / y acaricio tu pelo enamorado”. Siempre terminábamos las lecturas con ese verso mientras nos íbamos desnudando, y mientras ibas hundiéndote en ese silencio que devoraba cualquier otro silencio de la noche. Adoraba verte desnuda, adoraba la blancura de tu espalda y de tus muslos y de tu cara. Para ese momento, Santana había dado paso a los acordes de Chet Baker y su trompeta. ¿Recuerdas la portada del disco? Charlie con camisa negra y el rostro en extremo adelgazado, las ojeras pronunciadas, el efecto de las drogas en aquella mirada. Lo adoro, decías, mientras me abrazabas. Ya sabía bien que en esos breves instantes, tus fantasías marchaban con Baker. Qué manía la nuestra de caminar, después del amor, por las solitarias calles de Mérida. De recaer en los puestos de comida del parque Santa Ana. El solo de Chet Baker aún resonando en nuestras conciencias. Tu sonrisa apenas. La luz desprendiéndose de tus ojos. Tu voz apagada. Toda tú, metida hasta el fondo de mi alma, enredada en mis huesos, hundida en cada milésima de micra de cada una de mis células. Tus manos se cocían de un modo distinto, eran las otras maneras de comunicarte con la vida, exploraban y hablabas con ellas. Sabías golpear con todas tus fuerzas y sabías también acariciar con maestría. Manos que tentaban induciendo al pecado. Manos que enloquecían mi vida.

En éste sueño no vinieron tus manos, ni tus cabellos, ni tu sonrisa, tan sólo vino a mí, tu rostro inerte, tu silenciada boca y tus ojos cerrados. El gran vacío en mi corazón, al saberte muerta. La creencia que todos tenemos es que, soñar con nuestros muertos, son pequeñas alegrías que se dan las almas para dejar el cielo y hacernos una visita. Para mí, son pequeñas torturas por seguir estando vivo ¿Recuerdas cómo viniste a mí? Estábamos comenzando el segundo año de prepa, yo leía y tú sin más quisiste saber qué libro era ¡Madame Bovary! Y venias a mi lado para ir siguiendo mi lectura. Junto a mí, tu cuerpo maravillosamente apretujado, cómo recordé en aquellos años tú barbilla sobre mi hombro, tu respiración acompasada con la mía, tus risas ante algún chispazo en la novela o en alguna ocurrencia mía. Tu abrazo a mi cuello y tus besos en esa cercanía entrambos. Siempre creí que presentías tu muerte y por eso, quisiste beberte de un sorbo, la vida. En aquellas andanzas la ciudad nos acogió escondiéndonos, alejando miradas, nos hizo incógnitos. Y la caminamos cada tarde y cada madrugada, haciendo de nosotros, jóvenes amantes. Nos embriagamos con los libros y con los cigarros y las cervezas, y enloquecimos amándonos. Tu despertar y mi despertar incendiaron cuerpo y alma, rayando en la locura. Vivimos cada instante como si fuera el último. Y repasé tu cuerpo con toda la novatez de la que fui posible, y enredaste mi corazón y mi alma con todas las ansias, que quisiste. Y ahora, después de tantos años, en el ocaso de mi vida, te asomas en este sueño. Aquel día te esperaba como siempre en la prepa, la noticia del accidente, algunos pormenores, el automóvil, tu hermano ileso y tu irremediablemente callada. El silencio y el abismo de la muerte. Una daga partiendo mi corazón en mil pedazos. Por qué tenías que ser tú y no tu hermano. Por qué se ensañó dios, eligiéndote. Por qué. Por qué. 
La escena revivió dentro de mí durante mucho tiempo. El camposanto colorido de flores, decenas de amigos. Los de tu escuela primaria y secundaria, y por supuesto los de la prepa. Yo hasta adelante, siguiendo cada vuelta que daba el féretro. Allí dentro va ella, me repetí muchas veces. Tendrá miedo al encierro, ella tan libre. Tendrá pavor al silencio, ella tan amante de la música. Chet Baker tendría que seguir tocando para ella, su trompeta. Las plegarias y los rezos, el llanto y la tristeza. La última petición de adiós. Yo de pie junto al féretro, y justa la indicación de mostrar tu rostro a través de la ventanilla. Por eso en mi sueño no vi tus manos, ni tus hombros, ni tus pechos, sólo tu rostro. Parecía que estabas dormida, los ojos cerrados, la nariz cuidadosamente arreglada, los labios ligeramente entreabiertos. Parecía que estabas dormida igual que en mi sueño.

Alma eras de mi alma, enredada en cada paso que di, en cada libro y en cada cigarrillo y en cada entrega apasionada, después cadáver que con los años, te volviste ilusión, pesar, dolor, resignación, polvo ¡nada! Tal vez al final de todo esto, soñar con quienes han partido sea justo, como dice la gente, una visita de las ánimas, la alegría que el cielo da a nuestros muertos, un día, una noche, un sueño, un ¿cómo estás? Y un ¿aún me recuerdas?
Y cierro los ojos, y bebo otra taza de café, y doy una aspirada profunda a mi cigarro, y de nuevo veo tu sonrisa y tus labios, y tu cuerpo desnudo y tus manos, y repito tu nombre en silencio.

©2018 by Oscar Mtz. Molina

miércoles, 17 de octubre de 2018

Llantos, gemidos y pujidos


Autorretrato Berriozábal 2018


A las once y media de la noche asumí que, la guardia en aquel pabellón de obstetricia del hospital general, lo único que podía seguir trayendo, serían niños, muchos de ellos, y cansancio, también mucho.  Habíamos recibido la guardia a las ocho de la noche, yo y dos internos más, una residente de medicina familiar y una doctora residente de ginecología, y aquello no sonaba nada halagüeño, en proceso de expulsión tres parturientas, en espera de expulsión en cualquier momento, ocho más y de agregado, todo lo que fuese llegando, de tal modo que a estas horas, el asunto pintaba para muy caótico. Abandoné aquel griterío confuso, de primerizas y primerizos, las unas desgañitadas por los dolores y los otros azuzándolas para expulsar a los niños. Inimaginable e inexplicable el olor a sangre, mezclado con líquido amniótico y salpicado de meconio y orines. Abandoné aquella sala cansado y sudoroso de haber atendido mis dos primeros partos.  Tomé mi taza de café en la que, por lo menos, había tres o cuatro cargas para expresso, y en aquellos gloriosos ayeres, el infaltable cigarro Marlboro, caminé por los pasillos del hospital, jamás lo había negado, ni lo negué después, ese asunto de atender parturientas no era ni lo fue nunca, lo mío. Me senté en cualquier banco que hallé en aquel pasillo, lejos de aquellos gritos y en particular de aquellos olores, ingratos. Daba largas aspiradas al cigarro entre trago y trago de café. Apenas entrecerré los ojos para poder disfrutar la gloria del silencio, y de pronto llegó hasta mi el lamento quedo y el llanto sutil. Recuerdo haber dado una larga aspirada al cigarro, y un largo trago al café, como para aguzar aún más el oído. Entonces llegó a mí con nitidez y claridad el quejido. Venía desde la puerta del baño al público. Empuje la puerta y al hacerlo golpee contra alguien, encendí las luces y allí estaba ella. Una joven primeriza en trabajo de parto, recostada en el suelo. No sé qué se diga en estos casos pero seguro lo que yo exclamé fue un ¡coño que carajos pasa! Lo que pasó enseguida fue una desenfrenada serie de sucesos. Me arrodillé para saber primero cómo iba la cosa, y resultó que la cosa iba de la chingada, los muslos abiertos de aquella mujer me dejaron ver una cabeza prácticamente fuera, un charco de líquido amniótico, mojando mis zapatos. Dejé a un lado el cigarro y a mano limpia trataba de detener la continuación de la expulsión sosteniendo con cuidado la cabeza del niño. La mujer gritaba y pujaba haciendo caso omiso a mi petición de que ya no pujara. Comencé entonces a gritar pidiendo auxilio. ¡Aquí, aquí! ¡Vengan, vengan! ¡Ayuda coño! La soledad entre gritos y pujidos. La mujer siguió haciendo caso omiso a mi pedido. Déjeme hacerlo dije entonces y cogí con una mano la cabeza del niño, y con la otra mano, fui poco a poco sosteniendo y al mismo tiempo jalando hasta lograr la plenitud del alumbramiento. Esperé algunos momentos y obtuve la placenta. Abracé contra mi pecho niño y placenta y como Dios me dio a entender me incorporé, no sin antes decirle a la madre que enseguida volveríamos por ella. Debió haber sido espectacular mi reingreso a la sala de obstetricia porque se detuvo toda actividad habida en esos momentos, las parturientas dejaron de gritar, por suerte, también de pujar. Los médicos y las enfermeras dejaron de hacer lo que estuvieran haciendo. Alguien tomó al niño que tenía yo en brazos y que, para entonces, se convirtió en el único que gritaba y lloraba. Otros más corrieron hacía la puerta por la que había yo entrado. Detrás de ellos alguien con una camilla siguiéndolos.

Volví a la sala alrededor de las dos de la mañana, después de un baño y del obligado cambio de ropa. Me hallé frente al subdirector médico de la noche que había asumido el control de daño, la madre y el niño del evento se hallaban cuidadosamente atendidas en un cubículo aislado. Me ofrecieron una taza de café y rechacé algún bocadillo, en vez de eso acepté gustoso otro cigarro.

-querrás descansar después de todo esto. Dijo el Subdirector.

Igual y rotar mejor por cirugía general o por cardiología. Respondí

Dos o tres días después, en la guardia, me hallaba literalmente, rodeado de fumadores y tomadores de café a las dos de la mañana, haciendo ingresos y descifrando electrocardiogramas.

¡Sólo por no dejar! me asomaba de vez en vez a escuchar llantos, gemidos y pujidos en la sala de obstetricia.

© 2018 By Oscar Mtz. Molina       

domingo, 23 de septiembre de 2018

Jubilación

En quirófano


Jubileo
¡El tiempo es del hombre! Hijo,
de nadie más que del hombre,
justo por eso,
el hombre deberá en cada ciclo,
ir dando vuelta a la página.


Apuré los pasos y subí de dos en dos los escalones, era aún muy ágil en aquellos asuntos de subir escalones de dos en dos, la juventud me apuntaba apenas 27. Me presenté orgulloso ante el jefe de servicio y sin más preámbulo, comenzó mi historia. El jefe de servicio, mi maestro, ordenaba uno y otro asunto y yo, como el resto de mis compañeros acudíamos prestos a resolverlos, o a enredarlos aún más de lo que estaban, según fueran los ánimos. Porque, dicho sea de paso, los asuntos banales o los auténticos problemas en la medicina, y particularmente, en la cirugía, se resuelven o se enredan de acuerdo a los ánimos. Así pues, residente de pelo y medio, cumplí a cabalidad los compromisos y las guardias; los desvelos los viví en cirugías trasnochadas, pero también por allí, en una que otra escapada en pos de miradas fugaces. En aquellas mocedades, los hubo pacientes que, se encargaron, de hacerme ver que la cirugía bien hecha, recompensa y que, el ahí se va, no tiene cabida en las manos y en el bien hacer del cirujano que se precie de serlo. Cada paciente en aquellas épocas de residencia eran libros abiertos que, había que estudiar, pormenorizadamente. Cada paciente era a la vez, un compendio de ética, al que había que tratar con decencia y con total respeto a su pudor y a su independencia.  En aquellos ayeres y en total concordancia con aquel breve cuento de Cortázar, las líneas de la mano, en el que una línea va engarzando eventos varios hasta confluir todos ellos en la línea de la mano del hombre, así yo, aunque a diferencia de la fatalidad en el cuento de Cortázar, fui llevado por acciones y decisiones, para mi buena fortuna, a caminos de bonanza.
El tiempo del hombre es apenas un parpadeo del universo, un brevísimo suspiro, pienso ahora, cuando atisbo en la cercanía, el pronto retiro. De la residencia, el brinco que di, me llevó a la práctica total de la cirugía, a enredarme y desenredarme a tiempo completo en el quirófano donde, dueño de mis sueños, labré con paciencia los surcos de mi andar entre campos quirúrgicos. En este andar se habrá quedado en el camino alguno que otro compañero, otros más habrán visto quebrantarse el ánimo, abandonándolo, ¡muchos! Por fortuna acompañaron mis pasos y ahora, al igual que yo, se dispondrán a bajar un poco el ritmo del paso.  Del hospital me lo llevo todo, la gratitud de haberme formado aquí durante mi residencia médica, la oportunidad de madurar y crecer en mis años de fructífera capacidad quirúrgica y en el último tramo, la historia que, dejaré tras de mí al frente de la jefatura.
Extrañaré sin duda, el saludo matutino de las enfermeras y asistentes, el apretón de mano de los camilleros y el personal de limpieza. El saludo de mi secretaria. La algarabía o la seriedad, según los ánimos, de mis adscritos y residentes. Extrañare el ritual casi religioso de una sala de quirófanos. Extrañaré también el banco de altura en el que, a lo largo de esta vida, solía sentarme, bien fuera antes de la cirugía, repasando paso a paso la técnica, o después de ella, alejándome abstractamente en un mundo paralelo dentro de mi cabeza. Extrañare el tazón de avena que, solía desayunar a las seis y veinte de la mañana, y las ansiedades y desmañanádas de mi mujer. Extrañare mis pasos en pasillos del hospital, pasillos que he recorrido por casi treinta y tres años.
¡Extrañare sobre manera, el silencio de mi oficina y la taza de café, puntual, a las diez de la mañana! 

Hospital Central Sur de Alta Especialidad (Pemex-picacho) 1° de marzo de 1985 / 30 de septiembre de 2018


Y de despedida tres breves Historias de Cirujanos


1.    Algo de la vista
Acomodó las lentillas de aumento y utilizando la punta de una aguja enfocó el objetivo. Inyectó con el mayor de los cuidados el anestésico local. Consideró la distancia adecuada e inclinándose, aproximó su rostro al hermoso rostro de su paciente. El asunto consistía en identificar meticulosamente las micro lesiones en la retina, al fondo del ojo y una vez aisladas, efectuar disparos laser para eliminarlas. Tenía perfectamente dominada la técnica. Se le reconocía como un experto.
El asombro de ayudantes y enfermeras, y los exabruptos e improperios de la paciente, deben haberse dado porque a tan estrecha cercanía, en vez de acercarse al ojo, se acercó prendiéndose a los labios.  


2.    Lola
Lola se recostó sobre la fría mesa, abrió los brazos en cruz y permitió que los sujetaran a las braceras; entornó los ojos, paseó sensualmente la punta de la lengua alrededor de sus labios y comentó al doctor con malicia: “Jovencita de diecisiete primaveras”. Pusieron la mascarilla cubriendo nariz y boca, aspiró cuando le dieron la indicación que lo hiciera; hizo un leve gesto de dolor al recibir la dosis de Pentotal sódico por la vena; después se fue deslizando por el túnel de la inconsciencia.
Lola soñaba con la cirugía estética, con la belleza recuperada, con los labios perfectamente delineados y sensuales, con la nariz perfecta, con los ojos libres de las bolsas y las arrugas espantosas que hacían las patas de gallo, con los pómulos tersos y la barbilla afilada. Soñaba también con senos firmes y voluptuosos, areolas cuidadosamente delimitadas, y pezones inquietos y traviesos. Lola caía irremediablemente en el tobogán del sueño y las ilusiones y se veía de nuevo chiquilla de abdomen plano, glúteos redondos y elevados, muslos firmes sin chaparreras, y piernas sin estrías, ni varices. En una frase suya: jovencita de diecisiete primaveras.
Ni aquella era la sala de quirófanos, ni aquel el cirujano plástico. El veredicto había sido unánime, la sentencia emitida sin contratiempo ni revocaciones ni enmiendas: “Pena de muerte”, dijeron.


3.    En el quirófano 
Todo comenzó de la manera más inocente y trivial que uno pudiera imaginar. Una sala de quirófanos espléndidamente iluminada, las enfermeras y los jóvenes médicos, aplicados en el devenir del procedimiento. Un paciente plácidamente acomodado bocabajo. El abordaje nítido de la columna lumbar. El cirujano en jefe ensimismado en la meticulosa labor de liberar raíces nerviosas. Y entonces, de pronto la exclamación que, ahora a la distancia de este recuento, se tornó en absolutamente inoportuna.
-asómense, y observen, una raíz nerviosa bífida, ¡un hallazgo sumamente raro! Una entre quién sabe cuántos casos- dijo, emocionado.
Y entonces la doctora N. Anestesióloga, excelsamente guapa, 34 años, madre esplendida de dos pequeñajos, esposa modelo del Doctor R, -amigo cercano del cirujano en Jefe-; acercó un banco de altura justo detrás del cirujano, subió a él (al banco, no al cirujano), colocó una mano en el hombro del doctor, aproximó su cuerpo a la espalda y su rostro al del jefe.
–No veo bien- exclamó.
Y repitió todo lo que he mencionado, pero estrechándose los cuerpos hasta hacerse uno solo, hasta volverse una sola unidad. Y se prolongó la explicación abundando en detalles, y la hasta ese instante, firme mano del cirujano, fue invadida por un espantoso temblor, y se estremeció su cuerpo al sentir el aroma de la hermosa doctora, y el roce en las mejillas, y la voz cercana al oído, y los pezones que, como dagas, amenazaban con perforar su espalda.
Y jamás volvió a ser todo como antes.
Hubo excesos al inicio. Cirugías largamente retardadas con amplias y explicitas cátedras demostrativas, y decenas de rarezas que ameritaban la observación minuciosa, hasta el vicio, donde procedimientos verdaderamente comunes, daban pie a extensas divagaciones. Siempre con el velado asombro y con la ansiada cercanía de la doctora, siempre con la proximidad de aquel cuerpo hermoso y joven, siempre con el beneplácito del resto de los concursantes, siempre con la jovialidad del cirujano en jefe, y siempre con la oportunísima presencia de aquel banco de altura que, notablemente, se había convertido en el más ruin de los cómplices.


4.    Y uno de caperucita roja
En aquellas ocasiones en las que él se ponía muy feroz, caperucita corría a ponerse su baby doll rojo, y entonces hacían de cuenta que andaban en el bosque y retozaban sin parar hasta que, la abuelita, los invitaba a tomar chocolate o el leñador, con el ceño fruncido y en tono amenazador, le advertía al que se ponía feroz: mucho cuidado con “comerse” a caperucita. Y cuando dijo, comerse, hizo las señas habituales de entre comillas, que consiste en hacer orejitas de conejos con los dedos índice y medio de ambas manos.


© 2018 By Oscar Mtz. Molina

martes, 17 de julio de 2018

Tiempo de nostalgias


Autorretrato con sombrero. CdMx junio, 2018


Cuando me llamó mi padre, algunas semanas después de la muerte del abuelo, lo primero que pensé fue no acudir. Según el notario había que leer el testamento y había por allí en la primera indicación el que estuviésemos los siete nietos a los que nos había heredado. Ninguno de sus hijos. Sólo los siete nietos, hijos de sus cuatro hijos. Tres parejas de primos, y yo en el centro hijo único. Todos cincuentones más que bien acomodados en la vida y sobre todo a sabiendas de que el abuelo, al que habíamos sabido querer en nuestras juventudes, para ese entonces no tenía ni una sola propiedad.
 -Fue el deseo de tu abuelo, hijo, pero como tú lo veas. Había dicho mi padre con un endiablado dejo de tristeza.
Lo consulté con mi mujer y con mis hijos. Por teléfono les pregunté a mis primos si ellos irían. ¡Considerando tiempos y distancias! Con algunos de ellos teníamos más de veinte años de no vernos. Al final decidimos emprender el viaje a nuestro pueblo.
En mi caso, como en la mayoría de los otros, el tiempo y la lejanía nos había vuelto canosos, gordos o calvos. A todos, sin excepción, nos había vuelto demasiado serios, y a alguno además de serio, huraño. Hasta su muerte, la casa en la que había vivido el abuelo sus últimos veinte años, había sido rentada, pagándosela ceremoniosamente entre hijos y nietos y sin escatimar valga decirlo, ni un sólo centavo para que estuviese bien atendido. Así pues, todos sabíamos que bienes materiales no los había en aquel testamento.
¡Fue la curiosidad! El gusanito de saber qué nos podía haber dejado.
Esa misma tarde fuimos recibidos y acomodados en la casa. La renta seguía corriendo hasta finiquitar los asuntos. Allí fue nuestro primer encuentro. Siete primos hermanos distanciados por la propia vida. Siete hombres y mujeres ajenos pero parientes estrechos. Siete vidas que habían pasado memorables veladas durante nuestra infancia y hasta bien entrada nuestra juventud. La cena y las risas entre grito y grito. Entre copa y copa de vino. Pero, sobre todo, entre recuerdo y recuerdo.
Añoranzas de encuentros y desencuentros de niños traviesos. Asaltos a la alacena de la abuela. Interminables juegos en las vacaciones de diciembre y verano. Lunadas y pijamadas en el patio de la casa. El eterno asomo del abuelo cuando la quietud hacía gala entre nosotros.
-algo traman. Solía decirle a la abuela.
Y con suma cautela hacía discretos rondines para descubrirnos engolosinados con los dulces hurtados, o con los panes de la abuela embadurnados con los tarros de mermelada. O más aún, empeñados en planear alguna aventura que, para esas inquietudes, los siete nos cocinábamos aparte.
A las once de aquella noche y habiendo escanciado con la cena dos o tres botellas de vino, decidimos armar la parranda en el jardín de la casa, la noche era fría y húmeda así que, cada uno de nosotros, nos acurrucamos en derredor de una gran hoguera. Entonamos canciones, y gritamos como críos entre risas y carcajadas hasta bien entrada la madrugada. Por momentos sentíamos en aquel corrillo la presencia del abuelo.
Al día siguiente y muy temprano nos sentamos todos en la sala para escuchar, en voz del abogado, la voluntad vertida en el testamento del abuelo.
Formalidades blablablá…
A mis nietos, y aquí no sólo nuestros nombres sino también el apodo que, él, tenía para cada uno de nosotros, moviéndonos de nuevo al recuerdo y a las risas.
Para esto, a la llegada, el notario había llevado consigo una maleta de cuero que, de inmediato, reconocimos como del abuelo.
En la medida que leía el testamento fue abriendo la maleta.
-Dispongo para cada uno de ellos…
Una moneda de oro, una pluma estilográfica Atlántica, un reloj de pulsera Omega, una bolsita de canicas y un juego de matatenas. Y aquí las carcajadas que, brotaron, confundidas con lágrimas.
La historia de aquella visita a la casa del abuelo se la contamos a nuestros hijos al volver cada uno de nosotros a casa. Nuestros hijos lo hicieron a la vez a sus parejas y con el tiempo a sus hijos, nuestros nietos.
Cada año a partir de aquello, primero los primos y después nuestras familias, nos reunimos en el pueblo. Con el tiempo y en un arrebato de nostalgia, entre muchos compramos la casa y la volvimos a vestir como la tenían los abuelos. En el jardín seguimos haciendo las lunadas en derredor de una hoguera. Las tumbas de los abuelos están siempre bien remozadas y limpias, con rosales y crisantemos.
Nuestros tesoros los llevamos a punto, relojes y estilográficas a la mano.
A veces, ancianos de entre setenta y cinco y ochenta años y ante la mirada de asombro de nietos y bisnietos, hincamos las rodillas y nos atrevemos a las matatenas y a las canicas como en los buenos tiempos. ¡Algo más nos habrá dejado de herencia decimos!


© 2018 By Oscar Mtz. Molina