Hoy se cumplen 30 años del terremoto que cambió el rostro de la ciudad de México y los que la habitamos. Después de aquel jueves por la mañana, nada volvió a ser igual, y dudo que alguna vez lo sea, al menos para los que nos tocó vivir de cerca aquella experiencia. Retomo este relato-crónica publicado aquí hace cuatro años para que aquellos que no lo han leído se den una imagen de lo que sucedió en el Hospital General de México, donde se derrumbaron la residencia de médicos y la torre de Ginecología y Obstetricia.
A Orlando García RI de cirugía general, al Residente Rockero, R1 de patología; al recuerdo siempre olvidado de las "panteritas rosas", estudiantes de enfermería, que cada mañana tomaban clase en las aulas de ginecología; a la memoria de las más de sesenta mil personas fallecidas en el terremoto de 1985 (aunque las cifras oficiales dijeron otra cosa).
Con la apatía que lo caracterizaba, el doctor Zaldívar dio
comienzo a la clase de nosología trascribiendo
los apuntes de una libretita anaranjada al pizarrón, mientras los alumnos del grupo
1417 completábamos el proceso de enseñanza regresando a nuestro cuaderno los
conocimientos recibidos.
Desde la última fila al fondo del
salón, Alejandro Membrillo y yo disipábamos el aburrimiento arrojando bolitas
de papel a Eric Hazan y a Jesús Takakashi, o sacudiendo la fila de asientos delante
de nosotros para que Magda Enríquez y Verónica Alcalá se equivocaran en la toma
de apuntes.
Cuando llegó la primera sacudida del
temblor, creí que Alejandro había cambiado el objetivo de sus bromas. Al
confrontarlo, él pensaba que era yo quien lo movía. «Está temblando, güey», le
dije con la tranquilidad que se adquiere de vivir tantos años en el onceavo
piso de un edificio de la Unidad Habitacional Nonoalco Tlatelolco.
―¡Está temblando! ―gritó Patricia.
―¡Está temblando! ―coreó el grupo
entero, entre burlón y sorprendido.
Alertado por el parloteo de los alumnos, el profesor Zaldívar recogió con
celeridad sus apuntes y los metió en el portafolios. Luego salió corriendo del
salón, relegando en cada uno de nosotros la responsabilidad de salir indemnes
de aquel trance.
Ante la cobardía demostrada por el
hombre de mayor jerarquía dentro del salón de clases, de pronto no sabíamos si
seguir su ejemplo o esperar tranquilamente a que pasara el temblor. Fue la
súbita oscuridad que pobló el salón la que terminó de atemorizarnos y nos hizo
buscar la salida.
Para ese momento, la magnitud del
movimiento telúrico se había incrementado a la par de nuestro miedo. El sonido
retorcido que escapaba de entre las hondas entrañas de la tierra daba la
sensación de que en cualquier instante ésta abriría sus fauces y nos tragaría.
También estaba el ruido que producía la madeja de bancas, moviéndose
desordenadamente y complicándonos más la salida.
Cuando al fin alcanzamos la puerta
del aula, fue impresionante ver al doctor Zaldívar y al resto del grupo unidos
en un rezo frío y desesperado. Aquella extraña y espontánea comunión no podía
ser un buen presagio, me dije. Como tampoco lo era ver que, al otro lado del
andador, a escasos treinta metros de nosotros, la torre de Ginecología y
Obstetricia se debatía en un vaivén que por momentos contrariaba peligrosamente
la fuerza de la gravedad. Los gritos de terror proferidos por la gente atrapada
en el edificio, el sonido de los ventanales a punto de estallar, el crujir de
la estructura al descuadrarse… eran cosas para las que no estábamos preparados.
―¡Se va caer! ―gritó de pronto Patricia,
histérica, apenas controlada por los brazos tensos de Mario.
Como arrastrado por el
vaticinio terrible de Patricia, en su balanceo el edificio se inclinó más todavía
en dirección hacia nosotros, pero esta vez ya no hubo marcha atrás, y se
desplomó. Quise huir, pero sólo fue un pensamiento vertiginoso que cruzó por
mi cabeza. El estruendo y una nueva oscuridad se fundieron con la irrealidad.
Si el tiempo antes parecía transcurrir en cámara lenta, la sensación de ahogo y
sofoco que me envolvían me hicieron suponer lo peor: que la torre de
Ginecología y Obstetricia había caído encima de nosotros, obstruyendo la puerta,
y que de un momento a otro el aula también se vendría abajo, aplastándome. Tenía
que salir de ahí inmediatamente si quería salvar mi vida. A tientas conseguí
llegar hasta una pequeña ventana en el extremo opuesto del salón y rompí los
cristales… No contaba con los barrotes de protección que impedían mi salida.
Desesperado, comencé a patearlos.
―¿Estamos todos? ―reconocí la voz
temblorosa del profesor Zaldívar.
―Falta Manuel, creo que estaba detrás de mí ―advirtió Alejandro.
Una claridad ceniza asomaba por la
puerta del aula. Afuera, cubiertos de polvo, mis compañeros parecían espectros.
Algunos lloraban, otros rezaban, sin alcanzar a comprender lo sucedido. A todos
nos embargaban emociones encontradas, de agradecimiento por sabernos
vivos, de impotencia al contemplar que, a diez o veinte metros de nosotros,
estaban las ruinas de lo que unos minutos antes fuera la torre de Ginecología y
Obstetricia del Hospital General de México.
Entonces ignoraba que aquello era
apenas una pequeña muestra del desastre, que a menos de cuarenta metros de ahí también
se había derrumbado la residencia de médicos, que unas horas adelante al
caminar de regreso a Tlatelolco, donde se cayó el edificio Nuevo León,
asistiría al infierno en que se había convertido el centro de la
Ciudad de México. No, aquello apenas era el principio… y comencé a llorar.