viernes, 25 de septiembre de 2015

El viaje


La curiosidad me impulsó a interrogar a ese objeto, cuyo brillo rutilante llamaba poderosamente mi atención. No obtuve respuesta, así que me acerqué a él y lo tomé entre mis manos de mozalbete inquieto, limpié el polvo que lo cubría y lo empecé a explorar. Lo habitaba un conjunto de historias fantásticas que, confieso, me llevó algunos meses conocer. Mi nuevo amigo me condujo a través del tiempo y del mundo entero, y cada día que pasaba mi aprecio hacia él era mayor. Me presentó a otros amigos, distintos colores los vestían, y con ellos fui conociendo las entrañas del ser humano: sus alegrías, sus iras, sus tristezas, sus amores y desamores, pero sobre todo esa gran capacidad de crear.
En los inicios de mi atardecer, recorro con mi vista a todos esos grandes amigos que me han brindado momentos de dicha y gozo, y me considero afortunado; tomo a uno entre mis manos… me lleno de emoción por el nuevo viaje que emprenderé.. Tal vez me guíe cuando vaya con Caronte.


Nicolás Durán Martínez.

sábado, 19 de septiembre de 2015

19 de septiembre de 1985: Terremoto.


Hoy se cumplen 30 años del terremoto que cambió el rostro de la ciudad de México y los que la habitamos. Después de aquel jueves por la mañana, nada volvió a ser igual, y dudo que alguna vez lo sea, al menos para los que nos tocó vivir de cerca aquella experiencia. Retomo este relato-crónica publicado aquí hace cuatro años para que aquellos que no lo han leído se den una imagen de lo que sucedió en el Hospital General de México, donde se derrumbaron la residencia de médicos y la torre de Ginecología y Obstetricia.

A Orlando García RI de cirugía general, al Residente Rockero, R1 de patología; al recuerdo siempre olvidado de las "panteritas rosas", estudiantes de enfermería, que cada mañana tomaban clase en las aulas de ginecología; a la memoria de las más de sesenta mil personas fallecidas en el terremoto de 1985 (aunque las cifras oficiales dijeron otra cosa).

Con la apatía que lo caracterizaba, el doctor Zaldívar dio comienzo a la clase de nosología trascribiendo los apuntes de una libretita anaranjada al pizarrón, mientras los alumnos del grupo 1417 completábamos el proceso de enseñanza regresando a nuestro cuaderno los conocimientos recibidos.
Desde la última fila al fondo del salón, Alejandro Membrillo y yo disipábamos el aburrimiento arrojando bolitas de papel a Eric Hazan y a Jesús Takakashi, o sacudiendo la fila de asientos delante de nosotros para que Magda Enríquez y Verónica Alcalá se equivocaran en la toma de apuntes.
Cuando llegó la primera sacudida del temblor, creí que Alejandro había cambiado el objetivo de sus bromas. Al confrontarlo, él pensaba que era yo quien lo movía. «Está temblando, güey», le dije con la tranquilidad que se adquiere de vivir tantos años en el onceavo piso de un edificio de la Unidad Habitacional Nonoalco Tlatelolco.
―¡Está temblando! ―gritó Patricia.
―¡Está temblando! ―coreó el grupo entero, entre burlón y sorprendido.
            Alertado por el parloteo de los alumnos, el profesor Zaldívar recogió con celeridad sus apuntes y los metió en el portafolios. Luego salió corriendo del salón, relegando en cada uno de nosotros la responsabilidad de salir indemnes de aquel trance.
Ante la cobardía demostrada por el hombre de mayor jerarquía dentro del salón de clases, de pronto no sabíamos si seguir su ejemplo o esperar tranquilamente a que pasara el temblor. Fue la súbita oscuridad que pobló el salón la que terminó de atemorizarnos y nos hizo buscar la salida.
Para ese momento, la magnitud del movimiento telúrico se había incrementado a la par de nuestro miedo. El sonido retorcido que escapaba de entre las hondas entrañas de la tierra daba la sensación de que en cualquier instante ésta abriría sus fauces y nos tragaría. También estaba el ruido que producía la madeja de bancas, moviéndose desordenadamente y complicándonos más la salida.
Cuando al fin alcanzamos la puerta del aula, fue impresionante ver al doctor Zaldívar y al resto del grupo unidos en un rezo frío y desesperado. Aquella extraña y espontánea comunión no podía ser un buen presagio, me dije. Como tampoco lo era ver que, al otro lado del andador, a escasos treinta metros de nosotros, la torre de Ginecología y Obstetricia se debatía en un vaivén que por momentos contrariaba peligrosamente la fuerza de la gravedad. Los gritos de terror proferidos por la gente atrapada en el edificio, el sonido de los ventanales a punto de estallar, el crujir de la estructura al descuadrarse… eran cosas para las que no estábamos preparados.
―¡Se va caer! ―gritó de pronto Patricia, histérica, apenas controlada por los brazos tensos de Mario.
Como arrastrado por el vaticinio terrible de Patricia, en su balanceo el edificio se inclinó más todavía en dirección hacia nosotros, pero esta vez ya no hubo marcha atrás, y se desplomó. Quise huir, pero sólo fue un pensamiento vertiginoso que cruzó por mi cabeza. El estruendo y una nueva oscuridad se fundieron con la irrealidad. Si el tiempo antes parecía transcurrir en cámara lenta, la sensación de ahogo y sofoco que me envolvían me hicieron suponer lo peor: que la torre de Ginecología y Obstetricia había caído encima de nosotros, obstruyendo la puerta, y que de un momento a otro el aula también se vendría abajo, aplastándome. Tenía que salir de ahí inmediatamente si quería salvar mi vida. A tientas conseguí llegar hasta una pequeña ventana en el extremo opuesto del salón y rompí los cristales… No contaba con los barrotes de protección que impedían mi salida. Desesperado, comencé a patearlos.
―¿Estamos todos? ―reconocí la voz temblorosa del profesor Zaldívar.
―Falta Manuel, creo que  estaba detrás de mí ―advirtió Alejandro.
Una claridad ceniza asomaba por la puerta del aula. Afuera, cubiertos de polvo, mis compañeros parecían espectros. Algunos lloraban, otros rezaban, sin alcanzar a comprender lo sucedido. A todos nos embargaban emociones encontradas, de agradecimiento por sabernos vivos, de impotencia al contemplar que, a diez o veinte metros de nosotros, estaban las ruinas de lo que unos minutos antes fuera la torre de Ginecología y Obstetricia del Hospital General de México.

Entonces ignoraba que aquello era apenas una pequeña muestra del desastre, que a menos de cuarenta metros de ahí también se había derrumbado la residencia de médicos, que unas horas adelante al caminar de regreso a Tlatelolco, donde se cayó el edificio Nuevo León, asistiría al infierno en que se había convertido el centro de la Ciudad de México. No, aquello apenas era el principio… y comencé a llorar.

martes, 8 de septiembre de 2015

La cita


Lo he pensado detenidamente y me siento un poco mal por lo que le hice, pero no era mi intención dejarla inconsciente. No debí pegarle en la cabeza. Sólo quería hacerla entender lo importante que es ella para mí, y lo mucho que me duele que los demás vean lo hermosa que es. Ellos no la quieren como yo, no sabemos de lo que son capaces; mi única intención es de protegerla.
No he sabido nada de ella en meses, dejé de hacer guardia afuera de la casa de sus padres por miedo a una denuncia. Sin embargo, la madrugada que intenté buscarla, añorando ver la reconfortante luz de su cuarto a través de las cortinas color naranja, me encontré con la casa deshabitada. No tenía forma de localizarla. Sin pensarlo mucho, corrí al domicilio de uno de sus familiares, que alguna vez visitamos juntos. No fui recibido con buenos ojos. Yo les expliqué lo desesperado que me encontraba, y que daría lo que fuera por hablar con ella. Triangulamos una cita para el jueves a las 5 PM. Aunque tenía mis dudas, no podía hacer más que confiar en que el mensaje le fuera transmitido.
Llegué media hora antes a la plaza donde habíamos acordado encontrarnos. Yo estaba seguro que ella iba a llegar, pero no fue así. Volví a casa, me sentía incapaz de llorarla e idee un sistema para desahogarme: cortar mis muñecas. La sangre corría a través de mis manos, goteaba por mis dedos y se filtraba en la alfombra. Al cabo de un rato, había un olor dulce en la habitación, que apaciguaba mi dolor. Volví a cortar más profundo, pero la sangre dejo de manar al tiempo que me invadía un sueño al que no pude vencer. ¿Acaso sería aquella que venía por mí, a llevarse mi alma con todo y sus penas? Me recosté a esperarla. Al cabo de un rato abrí los ojos y me di cuenta que era de mañana. No entendía qué había hecho mal… Quizás era la señal de que debía seguir intentándolo mientras tuviera sangre. Acudí nuevamente al lugar de la cita, vendado desde las manos hasta los codos y cubierto con una chamarra larga y oscura, ya que cada vez que extendía los brazos volvía a brotar el líquido vinoso, a través de un chorro tan fino como el de una pequeña fuente para aves. Esta vez la distancia se duplico. Llegué jadeante al lugar, me senté en una banca y esperé, pero ella no apareció. Regresé a casa llorando y corté mi cuerpo en nuevos lugares. La sangre volvió a correr con la misma fuerza que antes, pero se detuvo. Así que corté más profundo. La mancha en la alfombra crecía, pero no era suficiente para liberarme de este dolor. Me fui a dormir esperando que esta noche fuera la última.
Cuando abrí los ojos y vi la luz del día, a pesar de sentirme muy cansado, supe que debía acudir a la cita. Me tardé mucho en llegar. Cada que me detenía a tomar aire veía el rastro de sangre que dejaba al caminar. Al llegar al lugar de siempre, miré mi reloj y empecé a contar el tiempo. Esta vez estaba decidido a esperar toda la noche si era necesario. Me senté en el borde de la banqueta y bajé la mirada para ver como goteaba el carmesí sobre mis botas; las vendas empapadas ya no contenían más. En ese momento se presentó una sombra frente a mí, y al levantar la cara, vi al ángel por el que había esperado.

Lorena Noriega-Salas. Nací en el seno de una familia nómada,  atesoramos  historias sobrenaturales acerca de los múltiples lugares que habitamos. Estudié medicina con el deseo de dedicarme a la investigación, y en el camino la cirugía me cautivo; inicialmente viví maravillada por el poder que confiere la cirugía de trauma,  pero con el tiempo, recordando por qué había llegado hasta ahí, decidí regresar al camino de la complejidad, y ahora me dedico a la cirugía de trasplantes, en donde comencé a escribir textos científicos, pero también me di cuenta que por medio de relatos, podía desahogar mi cabeza de toda la realidad que se nos revela constantemente.

viernes, 4 de septiembre de 2015

Sin escuchar tu silencio


Sin escuchar tu silencio
estás a mi lado
ya no sé mirarte
la lluvia vespertina se va

No sé abrazarte
me duele tener miedo
(es en serio)

De pronto estás muy lejos
muy lejos
¿dónde me extravié de ti?
¿es que debo quedarme quieto?

¿Dónde están tus palabras?
¿acaso abrazadas a mi dolor?

Cansancio
miradas secas
zozobra...

Hoy quiero besarte
ganarme una sonrisa
meter mis dedos en el bolsillo
para encontrar
esta sencilla soledad


Jonathan de la Cruz Pacheco