jueves, 22 de diciembre de 2016

Tito (Veinte años de vida)




Tito, Fotografía de Oscar Mtz. Cd de México, 2018



I
El día 10 de marzo del 2000, mientras Laura daba vueltas a la llave para entrar a casa, el french, temeroso y tímido y a escasos suspiros del pánico, se repegaba aún más contra la pared. Tenía apenas dos días de haber sido llevado a casa y la incertidumbre era sin duda el sentimiento más presente en su espíritu perruno. Después de haber permanecido toda la mañana en aquel silencioso espacio, el sonido del metal de la llave entrando en la cerradura, los dos o tres giros, el clic preciso al abrirse el cerrojo. La plenitud en aquella maravilla de olfato entrenado a lo largo de siglos y siglos de adaptación y entrenamiento. Habían sido suficientes las cuarenta y ocho horas de contacto, para saber que aquellos olores eran los del cuerpo y los cabellos de Laura, estos los de Dany, estos otros los de Oscarín, y finalmente estos últimos, perfectamente identificados, los del viejo narigón y gruñón, empeñado en que, aquella minúscula presencia de apenas tres kilos y medio, no era bienvenida en casa.

-Cualquier casa que se respete, deberá estar ausente de mascotas, cualesquiera que sean estas sus géneros, razas, u orígenes. Y delante de la taza de café expresso, con el ceño fruncido eternamente, y el hosco silencio en los labios, parecía que aquel veredicto sería inalterable. Los niños suplicaban apenas, con la mirada. Laura de vez en cuando intentaba un argumento, el perro se arrinconaba más y más contra la pared.     

El empeño de Laura y los niños, dos años le calculan, y fue víctima del maltrato. Golpeado, vejado, fractura de la mandíbula. ¡Chueco!, lo sacrificaran si no lo acomodan. Y aquella mirada triste, y aquel cuerpo raquítico, y el pelambre raído por la desnutrición. La mordedura ajena, la mandíbula superior al frente, y la inferior a occidente, o al poniente.

¡Atravesada!


-Nadie lo quiere


-Seguro lo sacrificaran


Y jamás supe si la mirada del french, o la de Dany, o la de Oscarín, o la de Laura, o la de todos, fue la más triste, y tres segundos después de la frase: está bien, que se quede. Fue a la vez la más brillante y alegre.


Complicado compartir un espacio con un enemigo que te encara paso a paso. Que se te cierra en una carrera juguetona, que distrae tu lectura con un ladrido innecesario, que mancha tus zapatos con un charco de orina, o con muchos charcos.

¡Entrenamiento! Y aquella parecía ser la palabra y la acción que lo resolvería todo.

El french, ahora ya conocido abiertamente como Tito, fue poco a poco integrándose a un modo y aun espacio reconocido como suyo, sin embargo, el dolor y el sufrimiento vividos, los seguiría persiguiendo en el tiempo. Tosidos y ahogamientos producidos por la mala alineación de su mandíbula harían correr más de una vez a Laura y a los niños. Para el hosco hombre, lo más cercano al socorro, era levantar la mirada del libro, o dejar por escasas milésimas de segundo el oloroso aroma del café, y seguir ausente la tarea de resucitamiento.


II


¡French!

¡Poodle!

¡Caniche!

¡Grande, mediano, enano, toy!


La historia, incierta como la propia historia de Tito. Siglo XV y su redención entre aristócratas y nobles. Francia y el reclamo por Alemania, y Rusia. La precisión de la etimología: poodle, de Pfudel (charco) uno que juega con el agua, instituido en Inglaterra en 1643 y caniche, de canard (pato) en relación con la caza de estas aves, en Francia. Antes de esta época, algunos escritos hacen mención de esta raza en el mundo árabe, alrededor del siglo VII d.C.

Aristócratas y recuperadores de caza, particularmente dentro del agua, chapoteadores, buenos nadadores. Bueno, en este sentido Tito ni nadador, ni cazador de patos. Aristócrata sí, si consideramos su gusto refinado por la música clásica.


III


La vida la comenzamos a vivir a la par, Tito juntó sus pasos a los nuestros y por dieciocho navidades, nuestros pasos han andado de uno a otro lado. Entre Chiapas y Tamaulipas. Sorteando caminos de neblina y lluvia. Soleados y calurosos. ¿De que estarán hechas las almas de los perros? Pequeñas sanguijuelas capaces de arrancarle a uno las sonrisas. Mis hijos lo apapachan y lo abrazan como al mejor de los amigos. Él, simple y llanamente se deja hacer, se acurruca junto a ellos, gentil también los acaricia, con las manos tersas o con la húmeda lengua. Laura se enternece cuando lo ve enfermo o cabizbajo con la columna curvada por los años. Tito además es parte del edificio, tiene que ver con los vecinos de uno y otro condominio. Sus diarios paseos son acompañados con saludos. Va y viene de uno a otro lado de los jardines que lo han cobijado. Es también motivo de charlas en familia, de uno a otro lado preguntan por su estado. 
En estas andanzas, ahora han quedado atrás las escapadas y las perdidas horas de agonía. Atrás quedaron también los intentos de escaparse a una libertad añorada que, alguna vez, nos hizo recorrer nuestra colonia en su búsqueda, al haberse extraviado por breves parpadeos de vigilia.    

¡Viejito! 

Aún lejano, con muy poco contacto entre ambos lo miro ir de uno a otro lado de la casa. ¡Literal! Como Pedro por su casa. Husmeando y olfateando alacenas, escudriñando entre mis zapatos, asomándose discreto por el baño mientras rasuro mis canosas barbas. Confiado a veces se acurruca y se acerca a mi costado. Bromeo con mis hijos. Tito será el encargado de cruzarme de lado a lado el río Estigia del Hades, peleará cual guerrero valeroso contra el temido guardián de los infiernos, el can cerbero, mítica bestia de tres cabezas. Bueno, eso es lo que nosotros pensamos y platicamos. Viéndolo tan aguerrido, seguramente el can cerbero, meterá la cola entre las patas y dará vuelta, huyendo temeroso, agachando los tres pares de orejas, uno por cada cabeza.


IV

El ocaso está cada día más y más cerca, su andar es lento y cansado, el lomo arqueado y la cabeza agachada. El apagado ladrido que solamente se asoma de vez en cuando. Largas horas de sueño apacible. Sin duda, en breve nos aprestaremos a cruzarlo a la otra orilla de su lago, a la otra orilla de su propio río. todos nosotros velamos ya nuestras armas, para que nadie pueda evitar que Tito, llegué a las praderas celestiales.   
-¿De que estarán hechas las almas de los perros?

Y buscando respuestas me sumo en el más profundo de los sueños.




©2018 By Oscar Mtz. Molina

sábado, 17 de diciembre de 2016

El espectacular gol de chilena


Con los amigos futboleros. Cd. de México, 2016 


¡Estupefactos! 
Ninguno de los allí presentes, mi mujer y los otros abuelos incluidos, acertamos a hallar la explicación.
Literal, el jugador recibió el balón de la banda contraria, matando la bola con el pecho, y lo hizo entre dos defensas; el balón se elevó en línea recta por encima de su cabeza, justo en el tiempo preciso para que, el mismo jugador, se diera vuelta de espaldas a la portería, y se elevara en espectacular pirueta, logrando la chilena más perfecta; el balón sostenido milagrosamente  en el aire, describió una vez recibida la patada, una indescriptible parábola hasta anidarse en el ángulo superior derecho de la meta.
¡Justo en la horquilla!
De nuestras gargantas los desaforados gritos de algarabía extrema.
Mi mujer, sentimental hasta las canas, se permitió un par de lágrimas.
¡Goooooooooooooooooool!
Era según el monitor, el último minuto de aquel juego.
México 1 y Alemania 0
Aquel portentoso gol hacía la hazaña.
El asombro de tal proeza en nuestras caras.
La mirada fija, inamovible a la pantalla. Emociona a cualquiera ser testigo de tanta magia.
Nos alejamos a corazón contrito. Los viejos no podemos ser partícipes de más de una emoción de tal envergadura.
Mientras nos alejábamos aún temblorosos me pareció oír de uno de los amigos de mi nieto, a este último.
-diles wey, que se trata de un videojuego de FIFA.
Y si piensan lo mismo que yo, a mí también me dieron ganas, un sólo moquete al nieto de mierda.
Nos despedimos esa tarde de casa de mi hijo con esa sensación de haber perdido la inocencia.
Mi mujer mientras iba en el auto repetía una y otra vez.
-¡no por Dios! Qué emoción.  Y yo veía cómo se llenaban de nuevo sus ojitos de lágrimas.
¡Qué poca madre de llenarle a uno la vida de esperanzas!



© 2016 By Oscar Mtz. Molina

jueves, 8 de diciembre de 2016

¡Frío y niebla!


Escuela de Medicina, 1980 Tuxtla Gtz Chiapas México

Cogí la gruesa chamarra de carnaza, me la puse sobre los hombros y salí de la cabaña.
Tengo apenas ocho meses de haberme retirado de la medicina.
¡Jubilado con treinta y seis años de servicio a cuestas!
Afuera, a pesar de ser las tres y cuarto de la tarde, ha caído la oscuridad como si fueran las siete u ocho de la noche. Mientras caminaba al cobertizo en busca de leños para la chimenea, dentro de mi cabeza venía una y otra vez la imagen.

¡Frío y niebla!

¡Dios! esa mirada persiguiéndome a lo largo de mi camino. A lo largo de toda mi vida.

¡Pánico, dolor, suplica!

Esa mirada de quién quiere a toda costa, santificarse a la vida, aferrándose a este mundo.

La mujer estaba recostada en el camastro, los ojos hundidos en las órbitas, los pómulos salientes, la palidez en su cara, la extrema delgadez de las carnes.

¡Caquéctica!

Me acerqué para tomarle el pulso. Saqué el baumanómetro y el estetoscopio del viejo maletín y comencé a checar signos de vida en aquel cuerpo reclamado ya, por la tierra. Mientras colocaba el estetoscopio en el pecho, ella intentó con la mano derecha tocar mi antebrazo. Un estridor sordo y ronco salió de su garganta. El hedor fétido en aquel aliento. Su mano cayó sin siquiera alcanzar a rozarme. El movimiento de alejamiento y defensa había sido justo, para evitar su contacto.

Aquella tarde había caminado dos horas y media por un sendero lleno de maleza, entre cañadas y cerros. Resbaladizo por la lluvia. Dos horas y media acompañado por el esposo, un hombre menudo y enjuto, a quien veía, desde la retaguardia, cargando un fardo en el alma. Y por una auxiliar de enfermería que casi corría, para mantener nuestro tranco. Una pequeña caravana que amén de serios y desencajados, nos movíamos en una incertidumbre. 
La mujer en agonía no rebasaba la treintena de años, el marido muy apenas lo hacía, y yo recién cumplidos los veinticinco. Tenía cuatro semanas y tres días en el servicio social. Contados con palomitas en el calendario día a día.
Mientras tomaba los signos, el quejido constante y los gestos en aquel rostro, los dichos del marido, y el silencio de padres y hermanos en derredor nuestro, me hicieron entender el dolor y el sufrimiento por los que había estado pasando los últimos días o tal vez ya las últimas semanas. La fatiga y el desánimo en aquel cuerpo postrado.
Escudriñé en el maletín y no había otra cosa más que dipirona y paracetamol.
A partir de mi llegada y en las siguientes seis horas y cuarenta minutos cada hora, me di la tarea de checar los signos vitales con mi flamante baumanómetro y mi estetoscopio. Tomaba su muñeca con delicadeza y sentía el pulso, cada vez más apagado. Me atreví y sentándome al borde del camastro, pasaba mi mano por la frente de la mujer hallándola cada vez más fría. Ella a la vez tocaba mi mano, acariciándola. El afán de consuelo aquella tarde, era mutuo.
Cada dos horas y después de un tiempo de tranquilidad en la mujer, y al reiniciarse los quejidos y los gestos, la auxiliar mezclaba la dipirona y el paracetamol y los pasaba por las venas.
Seis horas y cuarenta minutos de vigilancia mutua, de vigilia, ella la vista fija hacia mí, yo desviándola de vez en cuando.
Seis horas y cuarenta minutos y esa mirada de pánico y suplica, a pesar de haberse aliviado el dolor, a pesar de haber logrado una efímera tranquilidad, estuvo presente en el rostro de la mujer sin cambiar un sólo ápice.

Desandamos el camino caída ya la noche. A trompicones y resbalando alcancé a ver las luces de Pichucalco. El silencio había sido compañero fiel de nuestro andar de regreso en aquella húmeda tarde. El hombre, recién estrenado como viudo, se veía ya con alivio. ¡Aligerado! El pesado fardo del alma me lo había endosado y lo traía yo cargando.

La escuela de Medicina y el romanticismo de nuestra carrera. El apostolado. Los inolvidables profesores. La compañía de amigos, grata y amena. El cobijo del internado. La revisión de artículos. Los rimbombantes vocablos con los que nos comunicamos.

¡Tinnitus y fosfenos!

¡Esternocleidomastoideo!

¡Meningitis estreptocócica!

Seis horas y cuarenta minutos de una conversación con la impotencia y la frustración y un agachar la cabeza ante la inminente victoria de la muerte.

Volví a Pichucalco y lloré el resto de la noche. Lo hice porque habría sido la mayor pendejada no haberlo hecho. En esos tiempos era lo único que podía ofrecerle a mi paciente. Llorar por ella.
Al día siguiente y a temprana hora llamé a mi padre.
Él tenía en ese entonces la mueblería.

-Voy a dejar la medicina, y trabajaré allí contigo en lo de carpintería.  Le dije en el tono más convincente que pude.

Papá es muy parco en eso de las conversaciones telefónicas.
-déjate de chingaderas. Dijo
Y me colgó



Diciembre 09, 2016. Facultad de Medicina, UNACH

© 2016 By Oscar Mtz. Molina

miércoles, 30 de noviembre de 2016

La memoria y el ladrón de recuerdos


Los primos. Yajalón Chiapas, México


«Todo lo que hemos olvidado grita en nuestros sueños pidiendo ayuda.» 
Elías Canetti 

1
-Una mañana lluviosa y fría de 1974 volvíamos de san Antonio, el rancho del abuelo Gil, en Yajalón Chiapas. Empapados hasta los huesos, cayendo y resbalando por el terreno lodoso, traíamos por los hombros al primo Pablo, fracturado del dedo del pie. ¿Lo recuerdas? Éramos unos chicos tremendos.
-pero tú no ibas con nosotros.
Por supuesto que sí, habíamos ido a pasar el fin de semana al rancho, y comimos huevos estrellados, y avena, y café de olla, que nos hizo la abuela y pan desde luego. Pan que ayudamos a amasar.
-Si de todo eso más o menos me acuerdo. El primo Pablo, que en paz descanse, y los abuelos. Había naranja y caña, y ayudamos al abuelo a guardar el café, en el beneficio. Y montamos caballos.
-pero tú no ibas con nosotros. ¡Casi estoy seguro que no! Mis tíos nunca dejaban que anduvieses con nosotros…

Son los recuerdos los que van construyendo nuestro camino. Es tarde ya, el crepúsculo de una vida. Miro hacia atrás de reojo y detengo mis pasos. Suspiro y dejo que la corriente de los sueños me vaya envolviendo. Hago recuento del camino.

Elías Canetti, La lengua absuelta, la novela de su vida contada paso a paso a través de los recuerdos. El enredo con la lengua, recordando que Canetti es un extraño personaje que nació en Bulgaria, y olvido el idioma Búlgaro. Que provenía de la estirpe Judía Sefardí que, tuvo que marchar de España y que a pesar de la afrenta, recordaba perfecto el idioma español. Elías Canetti, el hombre menudo de estatura que escribió sus obras cumbres en alemán. Nacionalizado británico siendo reconocido con el premio Nobel de Literatura en 1981. La lengua absuelta, la extraña y cercana relación con la madre. La necesaria lucha que se define finalmente con la lejanía entre ambos. De nueva cuenta la memoria y el olvido. Los recuerdos. Canetti es un escritor que recuerda, siempre recuerda; es un hombre que labra su escritura en base a la memoria y que conforma todo un universo de la literatura, tomando como punto de partida, trayecto y punto final del camino, sus recuerdos.

El hombre posee alma por que recuerda. Posee sueños porque recuerda. Tiene vida porque recuerda. Gran parte de nuestro camino lo hacemos recordando, nuestras reuniones son reuniones de recordar el pasado. Nuestra referencia al presente, se basa en lo que podemos rescatar del olvido y revivirlo, nos planteamos el futuro en función de lo que hemos sido. No existe otro modo de seguir viviendo si no lo hacemos en función de la memoria. El hombre que la pierde en el sendero, el que olvida, el que se extravía, perece.

Son las cinco de la mañana de esta mañana fría del último día de noviembre, ciudad de México. Mi mujer y mis hijos duermen. Mi compañía la taza de café. Silencio en derredor mío. Releo algunos párrafos del arte de la memoria de Ilán Stavans, “sin la memoria, por ejemplo, no sabríamos que el tres va antes que el cuatro, y después del dos, lo que nos impediría multiplicar y sumar, o saber nuestra edad. Nos impediría saber que el sábado y el domingo son días de asueto, y que tal y cual son nuestros padres”.

Las emociones íntimas, la tristeza, la risa, el amor y el desamor, están ligados de manera estrecha a nuestros recuerdos. Nuestro sueño y nuestro desvelo, la maravilla del insomnio es un ir y venir al paraíso de la memoria, nos refocilamos en ella, escudriñamos sus recovecos, nos empeñamos incluso en tratar de rescatar vivencias del olvido. Solemos pasar horas y horas, días enteros, intentando traer al presente algún viejo recuerdo que creemos haber vivido.

2

Adueñarse de los recuerdos de otros, es también parte de nuestras vidas. Robarle la memoria al vecino.
La historia del primo Pablo y su fractura del dedo del pie, las peripecias en el rancho del abuelo, la dolorosa y angustiosa vuelta al pueblo, resbalando y cayendo, la escuché por primera vez el domingo siguiente en casa del abuelo. Para ese entonces, Pablo lucía orgulloso su bota de yeso. El abuelo se refería a Pablo y a los otros primos como “unos valientes”, y lo repitió al menos una docena de veces. La abuela reía también y con una abierta felicidad, contaba la hechura del pan y los huevos estrellados, y la glotonería de los “valientes”, todos ellos reían al igual que mis tíos, e incluso mis padres. Yo permanecía en silencio, añorando haber estado allí con ellos. La historia, y como esa muchas más de aquella época las viví desde la amena charla de mis primos, y desde la soledad del encierro en casa.
Con el tiempo y habiéndome alejado de la familia me fui envolviendo en aquellas historias, como si fueran mías. Primero desde una prudente distancia, al final como claro protagonista de ellas. Con la muerte de los abuelos me encontré un día contando aquellos recuerdos sin tener que cuidarme de las inquisitivas miradas, y sin que ellos tuviesen la oportunidad de quitarme del grupo de valientes. Pablo falleció temprano, y se volvió un cómplice de mis hazañas.

-Pablo me pedía tal…

-El primo Pablo me acompañaba…

Desde su tumba, Pablo revolcándose entre los mitos de mi vida.

Mi historia robada es una historia romántica, para recrear un poco a los ladrones de recuerdos. Todos en alguna medida lo somos. Sesenta por ciento de la población, según algunos estudios de la Psicología moderna, solemos apropiarnos de esos recuerdos para poder convivir en una reunión de amigos. Romántica porque adereza una infancia gris, entre algodones y sábanas. Resguardado de resfríos leves o graves neumonías, asma. Mi madre corriendo tras de mí con el suéter o la chamarra. El mundo visto desde detrás de las ventanas, encerrado en casa de los vientos traicioneros y maliciosos. El trompo, el balero y las canicas relucientes, y nuevos. Sin un sólo rasguño en sus cuerpos, al igual que ninguna huella en mi alma. Ladrón de recuerdos para tener algo que contarle al mundo. Configurarme un universo infantil pleno de sueños y aventuras.

Marcel Proust, lo vivido y lo robado, lo real y lo ficticio. El gran referente para hablar de literatura y memoria, siete libros que conforman su gran obra, En busca del tiempo perdido. Aunque se han realizado estudios para contrastar los acontecimientos de la novela con la vida real de Proust, lo cierto es que nunca podría llegar a confundirse, porque, como afirma el propio autor, la literatura comienza donde termina la opacidad de la existencia.

Cuánto de lo contado desde una perspectiva autobiográfica le pertenece al escritor. Cuánto de las hazañas platicadas en entrevistas le pertenece al entrevistado. Los hechos importantes en una sociedad, dan cabida a ladrones seriales, de recuerdos. El movimiento estudiantil del 68 dio pie a que muchos impostores que, pasaron de largo, una vez fueron muriendo los protagonistas, y sin que estos pudiesen desmentirles, se fueron apropiando de sus historias para hacerlas suyas, y así como estas, catástrofes y guerras se visten de contadores y estrellas arropados en el anonimato y el silencio inicial, para dar cabida después, al alumbrón. Hasta que llega alguien con pruebas irrefutables, y revela sus pequeñeces de hombre.

¿Pero por qué razón robamos las historias de otros?

De manera pormenorizada me di a la tarea de  buscar en internet y al menos en la combinación de palabras exprofeso hallé poco, o casi nada. Con una salvedad bien estudiada, la de la falsa memoria, construida a partir de hechos inexistentes, totalmente creados bajo circunstancias particulares, estrés, depresión, hipnosis. En el robo de recuerdos o apropiación de historias ajenas, existe la conciencia de hacerlo; se sabe del hecho, se conoce a los personajes, y sin embargo uno va hurgando entre ellos hasta incorporarlos formalmente a nuestra memoria. Sentido de pertenencia de grupo, la única razón, o al menos la más evidente para poder justificarla. Identificarse con el otro compartiendo un pasado. El gusanito que hace tomar a otro un recuerdo, compartirlo en una charla casual, envolverlo grácilmente en hechos memorables, lento pero a paso seguro, la repetición de la plática hasta que, transformándola, se vuelva de uno.

-el primo Pablo, y la fractura del dedo del pie, ¿pie derecho verdad?
Si, el derecho y tú lo cargabas justo de ese lado. Recuerdo que en una de esas el resbalón hizo que casi te fueras contra el alambre de púas.
-Cierto. Ahora recuerdo eso. Incluso una de las púas desgarro mi pantalón. ¿Pero, tú andabas con nosotros?
-Por supuesto, gracias a mí no te caíste por completo, yo los detuve a ti, y a Pablo. Lo bien que la pasamos esos días con los abuelos.
-Sí. Comimos castañas asadas, y plántanos hervidos. Y tú vomitaste por comer tantas castañas, o ¿fue el primo Toño?
Fue Toño. Contesto y sonrió victorioso, toda una vida y por fin el otro me ha integrado como protagonista de sus recuerdos.

La memoria y ese extraño mundo en el que nos vamos enredando, historia tras historia de nuestra vida reflejada en sueños. Hasta que llega el ladrón de recuerdos más experto de todos los que ha habido, el Alzheimer y te deja vacío, inanimado, inexistente.



2016 By Oscar Mtz. Molina

lunes, 7 de noviembre de 2016

La gallina sarada


Avalancha de Lodo. Imagen de Internet


Parecía que el cielo se caía en pedazos, todo estaba oscurecido y con estruendosos ruidos.
¡Cielo negro!
¡Encapotado!
Mamá corría de uno a otro lado de la casa. Primero al patio a meter la ropa tendida para que no se mojase. La vi arrancar literalmente la ropa, desprendiendo las pinzas que volaban por los aires. Enormes goterones caían zigzagueantes, a diestra y siniestra de su paso, algunos de estos, haciendo blanco en la cabeza y la espalda de mamá. Apenas unos pocos minutos después la lluvia se cerró en torrencial aguacero. Mamá corría ahora dentro, cerrando ventanas y apuntalando puertas.

¡Relámpagos y truenos!

Cayó la oscuridad y apenas eran las once de la mañana.
-recemos. Dijo mamá
Y nos acurrucamos a su lado. Mamá muy seria y mis cuatro hermanos menores, asustados.
-en el nombre del Padre, y del hijo, y del Espíritu Santo. Santiguándonos.

¡Silencio!

Mamá me aturde con sus letanías. Repite sin cesar Ave Marías y Padres Nuestros. Y a cada oración una súplica.
Me mira de reojo y apenas sonríe.
El día camina lento. La lluvia tupida sin amainar un sólo ápice.
-¡las gallinas! Exclama de pronto y suspendemos rezo y súplicas, y ella y yo corremos a asomarnos por la ventana que da al patio.
-¡Dios mio! Exclama y agrega. ¡El diluvio!
Al fondo del patio el gallinero con láminas voladas al suelo y literal, recostado por un lado, alcanzamos a ver en aquella destrucción, algunas gallinas atrapadas entre aquella derruida construcción.
¡Muerte!
-¡Ay la gallina sarada! Exclama mamá al acordarse de la gallina más vieja, la mamá de todas ellas, la más gallarda y gorda. La más cariñosa y entendida. Ahora mamá arrecia más el llanto, por la gallina.
Vemos también cómo se mecen los árboles por los fuertes vientos.
Mamá llora, así como afuera corre la lluvia, aquí dentro son sus lágrimas las que no paran.
A la hora nona de la tarde todo era caos en aquel pueblo. Arroyo blanco había desbordado y a su paso, reblandecía la tierra de la cañada y con esto, el cerro del zopilote se vino abajo.
¡Desgajándose!
Riada y cerro arrasaron con todo. Potreros y ganado. Puentes y caserío. ¡Todo!
Mamá seguía hincada y todos nosotros alrededor suyo. Oímos el estruendo y el temblor de la tierra y fue justo cuando el cerro se partió y empezó su paseo por el pueblo acompañando a arroyo blanco que ya para entonces había crecido volviéndose río maduro o mar. A las siete de aquella tarde, por fin, la lluvia amainó y en quince minutos más el cielo alcanzó a abrir en un maravilloso espectáculo de sol y arcoíris. Habían sido ocho o diez horas en las que la historia se llevó mi pueblo. No supimos nada hasta la mañana siguiente que llegaron las brigadas de gente desconocida. Gritaban voz en cuello. Desesperados.
-¿hay alguien allí? ¿Están bien?
Y cosas por el estilo
Asomamos las narices por ventanas y puertas. El cerro desgajado y el agua con lodo rodeándonos. Ninguna otra casa en pie. A nuestro derredor lodo y tierra removida. ¡Fango!
Árboles arrancados de tajo. Desolación y muerte.
Subirse al helicóptero de rescate fue para nosotros y para ellos toda una odisea. Nos sujetaron con cuerdas y pecheras y uno por uno fuimos izados.
Mamá, ya dentro del helicóptero, siguió con sus rezos y justo íbamos a partir cuando dijo al jefe de rescate, señalando hacia abajo.
-una de mis gallinas vive. ¡Es un milagro! Como uno solo, todos volteamos a ver hacia donde mamá señalaba.
La gallina sarada se aferraba con el pico y las patas al único poste en pie, del gallinero.
Serían los rezos, o las ansias de mamá, o las lágrimas, o las miradas de súplica de nosotros, niños de un prodigio de salvamento, o todo junto; pero la mayor algarabía en ese helicóptero fue justamente cuando el rescatista entró, con la gallina sarada cobijada en sus brazos.


© 2016 By Oscar Mtz. Molina

sábado, 5 de noviembre de 2016

Tres tristes tigres


Marcos, de su archivo personal


Con dedicatoria a mis amigos Marco Antonio y Ruperto.

Caminamos bajo una tenaz llovizna hasta guarecernos finalmente bajo las enormes hojas y ramas de frondosos árboles. La montaña oscurecía a pesar de no rebasar las tres de la tarde. Nos apostamos cada uno a prudente distancia uno del otro.

-Por acá asomará algún venado, o por lo menos un conejo. Dijo nuestro amigo Marcos, guía de aquel zafarí, y dueño de rifles y municiones

Y sin hacer mucho caso, acomodé la mira de mi rifle. Un wínchester 22, negro. Sonreí al saberme en esa extraña postura de cazador ajeno. Tres amigos enrolados en la tarea de cazar. Tres jóvenes estudiantes de la facultad de Medicina, empeñados en hacer de aquella tarde la más sangrienta matanza de salvajes animales; la meta en nuestras cabezas era dar con todo aquello que se moviera delante de nuestros ojos. ¡Seres vivientes! Inocentes criaturas expuestas a la certera puntería que, las miras telescópicas, harían de nosotros expertos francotiradores.
Y así, en aquella lluviosa tarde pasaron por nuestras miradas las más variadas piezas de caza. Contabilizamos tres venados, a menos que haya sido el mismo venado el que pasó frente a nuestras narices en tres ocasiones. Cinco conejos, tres liebres, una manada de guaqueques, un desmañanado tepescuintle, e incontables palomas que se posaban atrevidas a escasos metros de nuestros bien armados escondites. Nos turnábamos en el tiro, cual tiradores de ferias pueblerinas frente a patos y caballos de latones. A cada tiro fallido la burlona risa de los otros dos participantes. Al inicio discretos al sabernos propicios a las fallas, pero después, en cuestión de minutos, las carcajadas abiertas, ya sin ningún cuidado en espantar a las fieras, y a las aves. Debimos haber disparado cada uno de nosotros, una treintena de veces, cada uno con el tiempo necesario de mirar cuidadosos por la mira telescópica, centrar al blanco y una, dos, tres percusiones. El animal en turno ni siquiera se mosqueaba, y seguía en su labor de comer la hierba. Y tan sólo se alejaba momentáneamente de nuestro campo de visión, cuando nuestras carcajadas hacían eco en aquella silente montaña.
Volvimos a casa caída ya la tarde y empapados de los pies a la cabeza; sin una sola pieza de caza, pero con la risa más esplendida en nuestros rostros. Zapatos y tenis embarrados de lodo, calzones y chamarras cundidas de cadillos y otras lindeces adheridas fuertes a la tela y raspando agresivas, nuestras dermis. El hambre atravesándonos de lado a lado.

La historia se nos enredó en los talones en los años ochenta, y nos alcanzó para correr vela el resto de nuestras vidas. Los caminos se fueron en un paralelismo sin tregua, el tiempo y la lejanía fue también entremezclando olvidos y recuerdos en el sendero.

¡Jamás tuvimos la conciencia de voltear a vernos!

Este México tan vasto, tan propio, tan orgullosamente solitario.   
         
Tres tristes tigres abonando suspiros a su paso por la tierra.

Cualquier historia es buena para retomar el paso me dije un día, y atisbo ahora las nostalgias de aquellos ayeres. El tiempo ha mermado nuestras ansias y nuestras locuras, tornándonos en viejos agrios, con agruras, dispepsias, eructos indisciplinados que se escapan, ¡silenciosas flatulencias!
La gordura en unos casos, ha rellenado nuestras cinturas, la calvicie, y el cabello cano, las arrugas en nuestros rostros.
Triunfadores o decrepitas trayectorias de vida, ¿quién lo sabe ahora? Es tan sólo voltear a ver aquel camino que, tuvimos la oportunidad, de caminar juntos un día. Es rara la amistad, es una perversa. Poder estar ajenos a la vida y de pronto, veinte, treinta, cuarenta años después, y retomar el camino justo donde lo dejaste pendiente.

¡Interpasse!

Cada uno recorrió su sino por donde los vientos le fueron favorables, cada uno vislumbró para sí, una ruta que se fue moldeando acorde al carácter. Tres tristes tigres, que una tarde de lluvia, con el último tiro en el rifle, decidieron hacer al mismo tiempo el disparo.

Apareció a escasos treinta metros, solitario y gallardo, sin duda alguna el jabalí era cabeza de manada. Indiscutible macho alfa. Las piernas fuertes, el lomo arqueado, la cabeza firme. Dos elegantes colmillos adornando el hocico. Pastaba en una tranquilidad indescriptible. Amainó la llovizna. Volteamos a vernos desde nuestros refugios. Nuestras risas y carcajadas desaparecieron. Ninguno de los tres pidió turno. Sabíamos que cada uno contaba con un último tiro en la recamara del rifle. Los tres apuntamos al jabato. Y permanecimos en una quietud irrespirable. El cielo seguía con una terca negrura. Justo al tronido de un estruendoso trueno, las opacas percusiones de nuestros rifles. El jabalí se estremeció. Dejó algunos segundos la labor de comer hierbas, sacudió las gotas de agua de su cuerpo, y dándose vuelta encaminó después a su guarida, perdiéndose entre la maleza. Los tres tristes amigos permanecimos serios escasos milésimas de segundo, para explotar de nuevo en una risa y un lamento. 

-¡Qué malos somos con un rifle en la mano!

Volvimos dos días después de aquel zafarí en Cristóbal Obregón, municipio de Villaflores Chiapas, eran las ocho o nueve de la mañana de un día de domingo pueblerino, subíamos al camión que nos llevaría a la capital. Éramos también los tres únicos pasajeros que subían al paso del autobús, y los tres únicos, digámoslo de este modo, fuereños.  Dos hombres del pueblo pasaron junto a nosotros y una docena de personas entre mujeres y niños siguiéndoles el paso. Los hombres cargaban en andas, maniatado en un palo, al más hermoso jabalí que hubiese visto jamás en mi vida.

-¿Lo cazaron? la pregunta de nuestro amigo a los hombres que se detienen junto a nosotros.
-No, lo hallamos está mañana desangrado en la cañada, al pie de la montaña. Respondieron al unísono.
-Con tres disparos en el pecho. Agregaron y después, retomaron su camino.

El regreso a casa lo hicimos en el más profundo silencio, dormitando por el cansancio. Jamás volvimos a pensar en repetir el zafarí, y ni siquiera, hasta ahora tocamos el punto de la montaña, de la lluvia, de los truenos, y mucho menos, de aquel jabato alfa macho, muerto.



© 2016 By Oscar Mtz. Molina  

viernes, 21 de octubre de 2016

¡No olvides recordar!


Los abuelos. Fotografía, Oscar Mtz. Molina, Tuxtla Gtz. Chiapas

-¡no olvides recordar!, hijo. La voz del abuelo al tomar mi mano en su lecho de muerte.

Había abierto los ojos, justo para verme parado allí, de pie junto a él.

Asentí con un leve movimiento de la cabeza, al mismo tiempo que apretaba con firmeza sus adelgazadas y enjutas manos.

-vino también la nena, la hija de Antonia. Dijo la abuela. Refiriéndose a mí prima.

Ya para entonces el abuelo había cerrado los ojos para siempre, había también aflojado la mano, y sobre todo había callado ¡eternamente!

La nena se mantuvo firme relevándome, sosteniendo aquella mano inerte y sobre todo, aguantando estoica aquel silencio, y aquella mirada ausente.

Lo del sepelio y demás, nos embotó a todos en una espiral de sentimientos encontrados, a cual más entristecidos y con ojos llorosos, a cual más también, con la alegría de haber asistido al abuelo en sus últimos momentos, y sobre todo acompañándonos con la jovialidad permanente de sus anécdotas.

-¡Noventa años!, exclamábamos y parecía que, en cualquier instante, asomaría por allí entre nosotros.

Primero el ir y venir durante la velada en la capilla, la misa de cuerpo presente.

-lo hacemos por ti Maruca. Había dicho por allí uno de los párrocos.

-Porque de este, dijo, señalando con la cabeza y la mirada hacia el féretro del abuelo, no esperaríamos nada en cuestiones de religión y de Dios.

-pero era muy noble. Alcanzó a decir la abuela, en una especie de disculpa y súplica.

Se sirvió café de olla, chocolate. Churros y panecillos mandados a hacer exprofeso. Bolitas de chipilín con queso y tamales de bola, con la misma mujer a la que el abuelo acostumbraba acudir cada sábado por la mañana, desde hacía por lo menos, cuarenta años.
El féretro, y la larga y nutrida concurrencia partimos rumbo al panteón del pueblo, justo a las once de la mañana. Aquel cortejo era solemnemente presidido por la marimba de los hermanos Palomeque. Ancestrales músicos y todos ellos, estrechos amigos del abuelo.
El repertorio era vasto, como vasta había sido la historia del abuelo en aquel pueblo del norte de Chiapas. Una larga fila de indios haciendo sin haberlo planeado, una valla. Ropaje blanco y el sombrero sostenido en la mano, en clara señal de respeto. El silencio que sólo dejaba oír los lamentos de las maderas de la marimba.

-¡no olvides recordar!, hijo. En mi cabeza, el repiqueteo de su último aliento.

Y el repiqueteo también de la marimba. Valses y sones de Chiapas y Oaxaca.

Ayudamos los hijos, los yernos, los sobrinos, los nietos, los bisnietos. Los amigos cercanos y distantes. Todos varones dispuestos en la tarea de cargar la caja con el cuerpo del abuelo. Una larga cuesta hasta llegar a camposanto. La discreción en las mujeres de casa, el llanto sincero. Las miradas brillando en aquellos rostros por obra y gracia de aquel hombre, patriarca de una dinastía empeñada en el bien hacer.
La muerte esperada del abuelo, nos reunió a la familia entera el resto de los días de la semana, y después, poco a poco nos fuimos desperdigando, retomando a cual más el sino que habíamos escogido. Año tras año, navidades o años nuevos, la casa del abuelo recibiéndonos.
La estafeta con el tiempo la tomó mi padre, alcanzó también la nonagésima edad en años. La comida, los antojitos, la vestimenta en la fiesta del rancho, los tamales y las bolitas de chipilín, el café por supuesto. La marimba y los sones chiapanecos. La humedad en las madrugadas y el rocío perene al caer la tarde. Las costumbres, las buenas costumbres que se habían tambaleado en épocas de crisis. La vuelta al terruño, después de haber concluido mis sueños. La jubilación y la historia de un sendero que pareció haberse olvidado de mí. El obligado relevo en la finca cafetalera con una efervescente bonanza del café en la vida del hombre. Mi parquedad y mi gesto adusto. El ceño fruncido, marca permanente de la casa. El detalle de una historia de tres generaciones, encimadas una a la otra. De nuevo el detalle de organizar la vida en torno a las costumbres, a las buenas costumbres. La fiesta del rancho, la comida, el café por supuesto. La música de marimba. La tranquila paz que me llega como a mi abuelo y a mi padre, ahora, en mis noventa años.   
-¡no olvides recordar!, hijo. La voz del abuelo al tomar mi mano en su lecho de muerte. Lo mismo hago con mi nieto.

-¡no olvides recordar!, hijo. Y al final del luminoso túnel, mi padre y mi abuelo, sonriendo. 

-¡Que la toquen hijo, que la toquen!

¡La Martiniana! Gritó mi nieto en cuanto llegó la marimba.

Mi niña cuando yo muera, no llores sobre mi tumba,
Cántame un lindo son ¡Ay mamá!
Cántame la sandunga.

Y el mujerío en coro entonándose para la cantada.

Alma de mi alma, vida de mis amores, si no me cantas me muero, y si me olvidas me matas.



© 2016 By Oscar Mtz. Molina