Escuela de Medicina, 1980 Tuxtla Gtz Chiapas México
Cogí la gruesa chamarra de carnaza, me la puse sobre los hombros y salí
de la cabaña.
Tengo apenas ocho meses de haberme retirado de la medicina.
¡Jubilado con treinta y seis años de servicio a cuestas!
Afuera, a pesar de ser las tres y cuarto de la tarde, ha caído la
oscuridad como si fueran las siete u ocho de la noche. Mientras caminaba al
cobertizo en busca de leños para la chimenea, dentro de mi cabeza venía una y
otra vez la imagen.
¡Frío y niebla!
¡Dios! esa mirada persiguiéndome a lo largo de mi camino. A lo largo de
toda mi vida.
¡Pánico, dolor, suplica!
Esa mirada de quién quiere a toda costa, santificarse a la vida,
aferrándose a este mundo.
La mujer estaba recostada en el camastro, los ojos hundidos en las
órbitas, los pómulos salientes, la palidez en su cara, la extrema delgadez de
las carnes.
¡Caquéctica!
Me acerqué para tomarle el pulso. Saqué el baumanómetro y el
estetoscopio del viejo maletín y comencé a checar signos de vida en aquel
cuerpo reclamado ya, por la tierra. Mientras colocaba el estetoscopio en el
pecho, ella intentó con la mano derecha tocar mi antebrazo. Un estridor sordo y
ronco salió de su garganta. El hedor fétido en aquel aliento. Su mano cayó sin
siquiera alcanzar a rozarme. El movimiento de alejamiento y defensa había sido
justo, para evitar su contacto.
Aquella tarde había caminado dos horas y media por un sendero lleno de
maleza, entre cañadas y cerros. Resbaladizo por la lluvia. Dos horas y media
acompañado por el esposo, un hombre menudo y enjuto, a quien veía, desde la
retaguardia, cargando un fardo en el alma. Y por una auxiliar de enfermería que
casi corría, para mantener nuestro tranco. Una pequeña caravana que amén de
serios y desencajados, nos movíamos en una incertidumbre.
La mujer en agonía no rebasaba la treintena de años, el marido muy
apenas lo hacía, y yo recién cumplidos los veinticinco. Tenía cuatro semanas y
tres días en el servicio social. Contados con palomitas en el calendario día a
día.
Mientras tomaba los signos, el quejido constante y los gestos en aquel
rostro, los dichos del marido, y el silencio de padres y hermanos en derredor
nuestro, me hicieron entender el dolor y el sufrimiento por los que había
estado pasando los últimos días o tal vez ya las últimas semanas. La fatiga y
el desánimo en aquel cuerpo postrado.
Escudriñé en el maletín y no había otra cosa más que dipirona y
paracetamol.
A partir de mi llegada y en las siguientes seis horas y cuarenta minutos
cada hora, me di la tarea de checar los signos vitales con mi flamante
baumanómetro y mi estetoscopio. Tomaba su muñeca con delicadeza y sentía el
pulso, cada vez más apagado. Me atreví y sentándome al borde del camastro,
pasaba mi mano por la frente de la mujer hallándola cada vez más fría. Ella a
la vez tocaba mi mano, acariciándola. El afán de consuelo aquella tarde, era
mutuo.
Cada dos horas y después de un tiempo de tranquilidad en la mujer, y al
reiniciarse los quejidos y los gestos, la auxiliar mezclaba la dipirona y el
paracetamol y los pasaba por las venas.
Seis horas y cuarenta minutos de vigilancia mutua, de vigilia, ella la
vista fija hacia mí, yo desviándola de vez en cuando.
Seis horas y cuarenta minutos y esa mirada de pánico y suplica, a pesar
de haberse aliviado el dolor, a pesar de haber logrado una efímera
tranquilidad, estuvo presente en el rostro de la mujer sin cambiar un sólo
ápice.
Desandamos el camino caída ya la noche. A trompicones y resbalando
alcancé a ver las luces de Pichucalco. El silencio había sido compañero fiel de
nuestro andar de regreso en aquella húmeda tarde. El hombre, recién estrenado
como viudo, se veía ya con alivio. ¡Aligerado! El pesado fardo del alma me lo
había endosado y lo traía yo cargando.
La escuela de Medicina y el romanticismo de nuestra carrera. El
apostolado. Los inolvidables profesores. La compañía de amigos, grata y amena. El
cobijo del internado. La revisión de artículos. Los rimbombantes vocablos con
los que nos comunicamos.
¡Tinnitus y fosfenos!
¡Esternocleidomastoideo!
¡Meningitis estreptocócica!
Seis horas y cuarenta minutos de una conversación con la impotencia y la
frustración y un agachar la cabeza ante la inminente victoria de la muerte.
Volví a Pichucalco y lloré el resto de la noche. Lo hice porque habría
sido la mayor pendejada no haberlo hecho. En esos tiempos era lo único que
podía ofrecerle a mi paciente. Llorar por ella.
Al día siguiente y a temprana hora llamé a mi padre.
Él tenía en ese entonces la mueblería.
-Voy a dejar la medicina, y trabajaré allí contigo en lo de
carpintería. Le dije en el tono más
convincente que pude.
Papá es muy parco en eso de las conversaciones telefónicas.
-déjate de chingaderas. Dijo
Y me colgó
Diciembre 09, 2016. Facultad de Medicina, UNACH
© 2016 By Oscar Mtz. Molina
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