martes, 29 de diciembre de 2020

La octava lección para la renovación del matrimonio



 

De las flores hermosas sólo dos.  

La flor del cerezo y el azahar de los naranjos, coronados ambos con gotas de rocío.

Los hombres casados entraron al templo con pequeños ramitos de una y otra flor. Vestían tal y como los monjes se los habían indicado.

-La camisa deberá ser blanca, de seda cruda, de manga larga y holgada, la botonadura de concha nácar. Los pantalones serán negros y con pinzas al frente, también de seda y, el cinto, será ajustado con un cordón púrpura. Las zapatillas blancas y sólo de piel de borrego.

El saco será púrpura, y de largo hasta medio muslo.

El cabello de todos los señores, se peinará con laca negra perfumada de sándalo-.

Después de los cánticos y al término de la ceremonia, los hombres abandonarán el templo e irán a las casas.

Cada uno lo hará a una casa distinta a la suya, y entrará sin dilación y sin permiso alguno.

Atravesará el patio hasta llegar a la alcoba. Allí le esperará una mujer (que no será la suya) recostada sobre una estera de bambú con una sábana de seda, su cabello habrá sido peinado y perfumado solamente, con aceite de jazmín. La mujer cubrirá su desnudez con una bata escarlata con el estampado de una flor de lirio, blanca, a la altura del corazón.

La alcoba se inundará con el perfume de la laca y el sándalo untados en el cabello y el azahar de los naranjos del varón y, el aceite de jazmín.

Hombres y mujeres se entregarán aquella tarde, al juego amoroso sin restricción alguna hasta que, caída la penumbra de la noche y bajo la densa bruma, se comiencen a escuchar las suaves notas de laúdes y tambores tocados por los monjes. Entonces, cada uno de los hombres vestirá de nuevo sus prendas y saldrá de aquella casa ajena sin volver la vista atrás; encaminando los pasos esta vez sí, a su propia casa. Allí hallará a su mujer recostada, cubierta su desnudez con una bata escarlata con el estampado de una flor de lirio a la altura del corazón, se sonreirán uno al otro. Beberán el té y después, yacerán en silencio con la quietud del alma hasta la alborada.

A partir de su encuentro todo lo habían hecho en profundo mutis. Por la mañana, lavaron sus cuerpos, hicieron cuidadosas abluciones, echaron a una hoguera ropas y sábanas del día previo.  Vistieron vestidos nuevos, ella totalmente de blanco y él con un traje negro y, de nuevo, andarán el camino renovado del matrimonio, como si nada hubiera pasado, como si fuera esta la primera de las noches de ellos dos, juntos.

-Que nuestros sentimientos sean como los sauces en la playa de Totomi, rompieron su silencio recitando aquel poema de Manyoshu sobre los sauces que, renacen, a pesar de las adversidades.

Día dieciséis del mes quinto.

Año 74, Provincia Shanxi

 

©2020 By Oscar Mtz. Molina


 

lunes, 21 de septiembre de 2020

De las evaporaciones o del acto de esfumarse

 






I

De la familia me tocó ser el tercero, con muchos años de diferencia entre uno y otro caso. El primero y el más clásico fue el del abuelo. En la espera del desayuno preparado por la abuela, -huevos rancheros con frijoles refritos, y una ramita de perejil fresco.

-ahorita vengo, exclamó el abuelo, voy por unos cigarros agregó levantándose de la mesa.

-Todavía pude ver su espalda erguida traspasando la puerta, contaba la abuela, muchos años después.

Fueron en total veintitrés años, tres meses y dieciséis días en los que, se ignoró absolutamente, cualquier indicio del paradero del viejo. Mismo tiempo en que la abuela jamás dejó de colocar su plato y sus cubiertos a la cabecera de la mesa, lugar por supuesto al que todos nos acostumbramos a dejar libre a la hora del desayuno. Puntual también, para su cumpleaños y para el día de su santo, la abuela preparaba cuidadosamente los huevos rancheros con frijoles refritos y perejil fresco. Se casó mi padre, el primogénito, nacimos mis dos hermanos y yo, y al cumplir los diez años nos enterábamos con discreción lo del asunto del abuelo. Era una especie de ritual de masoquismo extremo al que éramos sometidos los nietos. Casi simultáneamente nos enterábamos de la realidad y crudeza de la vida con la falsedad del ratón de los dientes, santa Clos, los reyes magos y la ausencia de aquel hombre. Una mañana sabatina, contando yo los catorce años, justo a la hora del desayuno, vimos aparecer por la puerta, un hombrón de espaldas curvas y rostro hosco que, sin decir esta boca es mía, cruzó la sala, tomó asiento en la cabecera de la mesa y esperó tranquilo. Casi con el mismo gesto hosco y por supuesto en total silencio, se asomó la abuela por la puerta de la cocina, desapareció y reapareció enseguida con los huevos rancheros humeantes y olorosos, los frijoles refritos, por un lado. Para aquella época, el perejil ya estaba envasado por lo que, la abuela, lo había espolvoreado sobre los frijoles.

- ¿no hay perejil fresco? Preguntó el abuelo, y de inmediato me mandó la abuela a comprar al tendejón de la esquina.

Precavida como ella sola, la abuela había deslizado junto al plato con los huevos, una cajetilla de cigarros.

-ya no fumo, dijo el abuelo.

II

Lo del tío Hesiquio, el hermano menor de mi padre, fue menos clásico, pero más doloroso para la abuela, sucedió justo al cumplirse los quince años de lo del abuelo. En vísperas de casarse. Salió como sale todo el mundo con rumbo al trabajo y, en el inter, se le atravesó un autobús que lo llevó de pueblo en pueblo.

-éstos vuelven, hija, dijo la abuela a su futura nuera, sólo hay que tener paciencia. Pero la fallida tía no la tuvo y según se cuenta, se casó antes de cumplirse los cuatro meses de ausencia del tío Hesiquio.

Lo del tío no fue tan clásico porque, una vez agotadas las indagaciones de mi padre y de los otros hermanos, sobre todo en el afán de dejar bien claro que no había delito de por medio, dejaron por la paz su búsqueda. De vez en cuando algún pariente o vecino llegaba con detalles.

-Me pareció verlo, decía alguno.

-Creo que era él, mencionaba ocasionalmente otro.

La evaporación en el caso de Hesiquio, el tío que nunca conocimos de pequeños, era un clavo en la cruz de la abuela. Por más espinas de Cristo que encajara en su cabeza se le veía ir de un lado a otro con una impaciencia que, jamás, dejó de reclamarle a la santísima virgen.

Después del regreso del abuelo, tardaron otros cinco para que, lo hiciera, el hijo pródigo. También fue una mañana de sábado.

Por aquellos años, el abuelo y la abuela convivían entre gesto y gesto. Conocimos brevemente al tío Hesiquio. El abuelo sentado a la cabecera de la mesa, con sus huevos rancheros, sus frijoles refritos, y su perejil espolvoreado. -A la tercera vez que le pidió perejil fresco, la abuela le dijo que, si lo quería fresco, fuera él mismo a comprarlo.

-así está bueno, dijo el abuelo.

Pero volviendo a lo del tío, se sentó, dijo que estaba bien lo de los huevos revueltos. También dijo que había dejado el cigarro, a lo que la abuela dijo:

-por lo que se ve el vicio de fumar, está en ésta casa, ninguno rio.

-Vine por Carmelita, dijo entonces el tío Hesiquio. Carmelita era la tía que había sido dejada por él, quince años atrás, ahora casada y con tres hijos.

- ¿y los hijos y el marido? preguntó al paso la abuela.

-usted no diga nada, respondió Hesiquio y con la misma, después de comerse los huevos, dejó la casa.

Por la tarde el chisme en el pueblo era la evaporación de Carmela, y el abandono a los hijos, del tío Hesiquio no se acordaba ninguno.

Esa mañana lo único que había dicho la abuela fue:

-Le dije que tuviera paciencia.

III

Y finalmente lo mío.

A los dieciocho años me dijo mi madre, entre sonriente y no tanto.

-espero que tú, no hagas la misma pendejada.

Y no lo hice sino hasta cumplir los treinta y cinco años. Pero no crean, los pájaros revoloteando por la cabeza. Cómo se esfuma uno, así como si nada. Cómo puede uno desaparecer sin dejar huella. Cómo empezar otra vida sin un pasado detrás. Seis años de casado y con un hijo pequeño. ¿Salir por los cigarros? pero no fumo ¿Tomar un autobús como Hesiquio? Son otros los tiempos.

Esfumarse es no dejar huella alguna, es hacerse literalmente ojo de hormiga, sin voltear a ver hacia atrás, sin ninguna atadura con lo que dejas. Son otros tiempos me decía entre mí. Y me remontaba al silencio y al eterno ir y venir de la abuela.

Investigaba por supuesto. Todas las huellas que va uno dejando por las redes sociales y por el Internet, los agujeros a la privacidad, los bancos y las tarjetas. Las anclas que arma uno en el trabajo. Y al final del túnel una luz. Esfumarse, evaporarse, jouhatsu, así se les conoce en Japón. Porque no pasa sólo acá, ocurre en muchas partes, sólo que allá hay empresas que hacen las mudanzas. Y te asomas un día con tu nombre y al día siguiente eres ya de otra especie, la de los anónimos, pero claro, eso es allá en Japón, aquí uno debe apañarse solo, como lo hicieron el abuelo y el tío Hesiquio.

Y esto lo cuento ahora, no desde los ojos de los que se quedaron en casa, de los que lo platicaron entre sí en torno a una taza de café o desde el descubrimiento que habrá tenido mi hijo cuando creció y le dijeron lo que tuvieron que haberle dicho de mi evaporación; si no que lo cuento, desde la decisión de haber abandonado mi coche en un estacionamiento público y haber tomado con rumbo desconocido, y haber abierto los ojos en una solitaria sala de espera, después de haber subido y bajado de autobuses que, me fueron llevando, cada vez más lejos. Y que un sol extraño, desconocido, te deslumbre.

Así desperté yo, así me presenté a una oficina que sabía lo de las credenciales y eso y sin dudarlo alegué haber extraviado mis documentos, y así también me cree uno nuevo.

Un nuevo trabajo, unos dineros convenientemente ocultos, una discreción absoluta, un silencio monástico, una casa de pensión que me arropó y sobre todo una soledad que abraza mi alma, porque, los que nos esfumamos y a pesar de todos los dichos, seguimos teniendo alma, al menos por un tiempo.

El día a día y ese peso con el que cargamos nada más despuntar el alba. Esos pensamientos obtusos en mi mujer y en mi hijo, aquellas palabras de mi madre, las tardes en el pueblo, y, el silencio que, va velando todo recuerdo, hasta transformarse con el paso del tiempo, en olvido. Y despertar una mañana y mirarme al espejo y ya no hallar al otro, es entonces que, se empieza, a vivir de nueva cuenta. Otros conocidos, alguno con pretensiones de amigo, compañeros de trabajo, igual y alguna nueva sonrisa que, de tanto repetir tu nuevo nombre te lo va endulzando. Es allí, justo allí, cuando por fin te desprendes del pasado, cuando de vez en cuando se asoma como si de algún sueño se tratara, como si alguien te hubiese platicado su vida o como si se confundiera con alguna historia leída o vista en una película.

Meses o años puede ser la medida, sin embargo, sólo en ese momento será cuando comience tu vida, la otra desde luego, aunque, -y he ahí la sombra-, alguna tarde, alguna madrugada te mirarás de nuevo al espejo y allí entre la bruma de la memoria, descubrirás tu viejo rostro como lo hago yo justo en éste instante, y, tomo lápiz y papel y escribo, y doy rienda suelta a los demonios. Y pienso si, después de veinte años de haberme esfumado, sea tiempo de quemar las velas y dar vuelta de nuevo rumbo al pueblo, y volver a casa.

Justo en este instante también, viene de nuevo la imagen de la abuela con aquel plato con los huevos rancheros, los frijoles refritos, y el perejil fresco.

@ 2020 By Oscar Mtz. Molina


jueves, 12 de marzo de 2020

La soledad de los cementerios

—Doctor, ¡Tome mi lámpara de pilas para que se ayude! ¡Le paso la barreta para que pueda despegar las tablas, y vea bien si la difunta es difunta!
De un salto había caído a horcajadas sobre el ataúd. Tres candiles de gasolina alumbraron el rectángulo de aquella tierra llorosa. El viento arreaba una lluvia menuda, fría a la que no se le veía fin. La noche llegó y se hizo profundamente oscura.
El joven médico tenía poco de haber llegado a este pueblo, recién había instalado su consultorio y se encontraba cenando cuando Jesús, el esposo de la difunta, llegó a la casa de doña Licha. Le habló rápido y atropellado en su dialecto.
—¿Qué dijo doña Licha?
—Quiere que vaya al cementerio y le diga si su esposa aún tiene vida.
Miró hacia arriba: un numeroso grupo de indígenas, alrededor de la fosa, observaba en profundo silencio. Su indumentaria blanca le confería un aspecto albino a la noche; y sus rostros, cruzados por luces y sombras, mostraban una imagen de luto ancestral.
Dejó la bombilla. Con la herramienta, golpeó con fuerza para despegar un tirante del cajón y luego hacer palanca. Poco a poco cedió e hizo a un lado la tabla. Nadie hablaba. Ni un murmullo. Un relámpago alumbró el enorme cedro, que se bamboleaba por la insistencia del viento y cuyas ramas gemían al chocar entre sí.
Sucedió en un tronar de dedos. La madre joven y el niño se quedaron atascados. Las parteras no pudieron hacer nada y se tomaban de la cabeza al ver la sangre que fluía de entre las piernas, de nada sirvió el chacloco, los tapones con tela pabellón. La jovencita murió al nacer el niño que llegaba al mundo sin vida. La enterraron a las cuatro de la tarde. Un hermano que vive en otra ranchería llegó tarde y fue al lugar donde enterraron a su hermana. Al dejar las flores, escuchó ruidos y sobresaltado llegó corriendo a la casa a decirle a la familia. La gente se desperdigó y aviso a demás familiares y amistades y el esposo fue con las autoridades. El comandante tomó dos policías y enterraron en la fosa un tubo de metal. Lo tarde de la tarde y el cielo encarbonado daba la sensación de que la noche se había adelantado.
El médico llegó a la loma respirando ruidosamente, empapado. Abajo, un ciento de hombres lo esperaban con tea en la mano. La noche dejó de ser impenetrable, tanta luz se abría que se vislumbraba la inmensa soledad del cedro. Aparecían manchones blancos. como si hubiesen salido de las tumbas.
“Médico” gritaba el comandante, alto, moreno y con vientre abultado. “Ya estamos abriendo la fosa. Le llamo cuando terminemos”.
Por momentos el cielo resplandecía y el trueno parecía encontrarnos.
Los indios se ordenaron alrededor de la fosa; las mujeres con reboso y los varones con sombrero y cubiertos por una camisa que les cubría los brazos.
Abierto el ataúd la gente se persignó. Los labios de las mujeres parecían rezar y los hombres llevaron su sombrero al corazón. No había más ruido que el silbido del viento y el crujir de las ramas. A lo lejos se escuchaba el ladrar de los perros.
Una lámpara aluzaba la cara de la mujer, que más que mujer parecía una niña dormida. Cejas largas, brunas, con su pelo trenzado. Se calzó el estetoscopio y llevó la capsula hacia la mitad del pecho.
cuando el médico levantó la mano y movió la cabeza de un lado a otro, se escucharon los sollozos y una nueva tanda de lágrimas se confundió con la lluvia monótona. Ulularon los tecolotes y los aullidos de los perros se acercaron a la multitud que poco a poco y en filas ordenadas partieron del cementerio. Volvió la oscuridad densa y el azote del viento a la soledad del cedro.