Puchero tabasqueño
-Que lo entienda el que lo quiera entender, y el que no, que no lo
entienda. Y después de esta contundente frase, papá inclinó la cabeza y siguió
comiendo.
Sorbía del platón de puchero caliente llevándose a la boca la
cuchara con la mano izquierda, a la par que daba mordidas cortitas al taquito
de tortilla con sal que tenía en la mano derecha. De reojo, asomaba la mirada
desde mi silla y seguía a mi ritmo las mordidas a mi propio taquito de tortilla
y a mi sopa. Como él, también yo era zurdo.
-Otra cosa te hubiera sacado. Dijo mamá
Hablaban claro está de mi mano dominante.
-Dice la maestra que se la amarrará para que entrene la derecha.
Papá era de pocas pulgas. Más aún, de muy pocas pulgas.
Dejó de sorber el caldo del puchero, miró a mamá de frente y sin
un solo parpadeo exclamó airado.
-¡le pone una mano atada y le rompo la madre!
¡Silencio!
Mortal silencio, acalla los rumores de mi alma, matiza los latidos
de mi corazón.
¡Silencio!
¡Dios! Abraza mis angustias, entierra entre tus manos mi dolor.
Mamá calló y apenas esbozó una leve sonrisa para que yo no hiciera
caso de aquellos arranques de papá. Después comenzó también a comer.
Las historias de casa eran siempre de ese modo. Mamá intentaba
suavizar algunos exabruptos pero jamás lograba nada.
¡Iracundo! ¡Irascible! Papá estaba siempre presto a la más mínima
provocación, o al menor sinsentido que el considerara una afrenta contra él.
El resto de la comida se nos fue en un sorber y comer el puchero y
las tortillas tatemadas en taquitos.
Retazo con hueso de res, cebolla, jitomate, chayote, plátano
macho, macal, yuca. Un buen trozo de elote, papas, camote morado, cilantro,
perejil. Y aquella algarabía de sabores danzando en la cocina, ¡Puchero! Mamá y
su eterno ir y venir de la cocina al comedor, del comedor a la sala, a la
recamara, a los baños. A la azotehuela, al jardín. Caída la noche, el silencio
y la mirada perdida. En el perol y sobre la hornilla, el puchero y el
recalentado. La cena lista. Papá de nueva cuenta sorbiendo en silencio,
mordisqueando el taco de tortilla. Los grandes bocados a las papas, a la yuca,
al macal, a los trozos de elotes. Las gotas de sudor resbalando por las sienes.
Villahermosa a cuarenta grados. El silencio también presente. Papá y mamá, de
nueva cuenta discutiendo por mi mano zurda. Por la maestra, por la tortilla sin
tostar, por cualquier simpleza
-¡Tatemadas coño! Explotaba mi papá.
-¡Puta madre! Tantos años de vivir conmigo y aún no sabes calentar las jijueputas tortillas.
Mamá y su silencio angustioso y su mirada extraviada y su respirar
profundo.
No bien había probado bocado, y de nueva cuenta a la cocina, a calentar bien las tortillas, justo como a papá le gustaban. Las miradas
entrecruzadas conmigo, adustas y serias las de papá, y veladamente tiernas las
de mamá.
Y así, de tal modo, la vida se nos fue durante toda mi infancia.
Entre los reclamos de uno, y los silencios del otro. Entre el humo de los
cigarros Raleigh de mi padre y el canturreo, casi un rezo, de mamá. Entre la
mirada enérgica y de dar miedo de papá y la dulce sonrisa de mi madre.
Hasta cuatro veces a la semana se cocinaba puchero en casa. El guiso
más apetecido por mi papá y el mejor cocinado por mamá. Entre las jarras de
fresca limonada y las tortillas tatemadas, mi propia dieta y la de mamá fue
entonces dando un giro, se agregaron las papas a la francesa, los hot dogs, las
hamburguesas, los nuggets. La mirada hosca de papá aguantando con ansiedad y
enojo la avalancha de comerciales y promocionales de la época. Estoicamente mamá
y yo aguantamos vara. Primero fueron días, después, semanas y meses sin probar
siquiera una sola cucharada del delicioso puchero. El vigor de papá fue
entonces dando un giro para muchos inexplicable. El hombrón corpulento fue
acusando leves adormecimientos y calambres en brazos y piernas que, día a día,
se multiplicaban en tiempo y fuerza. Alucinaciones varias. Adelgazamiento
extremo. Flacidez en las piernas. Caídas sin motivo. Alteraciones mentales
severas. Aletargamiento en el habla. Constipaciones. Locura. Hasta que un buen
día por indicaciones del médico se le ingreso al sanatorio, para sólo salir en
un estuche de blanco pino con rumbo a los panteones.
Al principio del desenlace de esta historia, mamá no daba crédito.
Alguna tarde del caluroso verano en Villahermosa, mi encierro pegado a la
enciclopedia, a las breves notas discutidas al azar.
-¿Mami, sabías que esta yuca es venenosa? Y le mostré a mamá una
fotografía.
¡Mandioca, la yuca amarga! Y perfectamente nítida la imagen. Mamá
leía atenta.
La intoxicación puede darse
porque etc. glucósidos tóxicos etc. enzima linamarasa etc. y se transforma químicamente
en cianuro y acetona etc. el cianuro se incorpora a la corriente sanguínea y se
fija a los tejidos etc. Etc. Etc.
-Supongo que sería muy peligroso desconocer esto y agregar esa
yuca en el puchero ¿no crees mami? Pregunté
con esa inocencia de púber.
A partir del siguiente día, mamá y yo empezamos a comer
hamburguesas, hot dogs, nuggets y papas a la francesa.