Los abuelos. Fotografía, Oscar Mtz. Molina, Tuxtla Gtz. Chiapas
-¡no
olvides recordar!, hijo. La
voz del abuelo al tomar mi mano en su lecho de muerte.
Había abierto los ojos, justo para verme
parado allí, de pie junto a él.
Asentí con un leve movimiento de la
cabeza, al mismo tiempo que apretaba con firmeza sus adelgazadas y enjutas manos.
-vino también la nena, la hija de
Antonia. Dijo la abuela. Refiriéndose a mí prima.
Ya para entonces el abuelo había cerrado
los ojos para siempre, había también aflojado la mano, y sobre todo había
callado ¡eternamente!
La nena se mantuvo firme relevándome,
sosteniendo aquella mano inerte y sobre todo, aguantando estoica aquel
silencio, y aquella mirada ausente.
Lo del sepelio y demás, nos embotó a
todos en una espiral de sentimientos encontrados, a cual más entristecidos y con
ojos llorosos, a cual más también, con la alegría de haber asistido al abuelo
en sus últimos momentos, y sobre todo acompañándonos con la jovialidad
permanente de sus anécdotas.
-¡Noventa años!, exclamábamos y parecía
que, en cualquier instante, asomaría por allí entre nosotros.
Primero el ir y venir durante la velada
en la capilla, la misa de cuerpo presente.
-lo hacemos por ti Maruca. Había dicho
por allí uno de los párrocos.
-Porque de este, dijo, señalando con la
cabeza y la mirada hacia el féretro del abuelo, no esperaríamos nada en
cuestiones de religión y de Dios.
-pero era muy noble. Alcanzó a decir la
abuela, en una especie de disculpa y súplica.
Se sirvió café de olla, chocolate.
Churros y panecillos mandados a hacer exprofeso. Bolitas de chipilín con queso y
tamales de bola, con la misma mujer a la que el abuelo acostumbraba acudir cada
sábado por la mañana, desde hacía por lo menos, cuarenta años.
El féretro, y la larga y nutrida
concurrencia partimos rumbo al panteón del pueblo, justo a las once de la
mañana. Aquel cortejo era solemnemente presidido por la marimba de los hermanos
Palomeque. Ancestrales músicos y todos ellos, estrechos amigos del abuelo.
El repertorio era vasto, como vasta
había sido la historia del abuelo en aquel pueblo del norte de Chiapas. Una larga
fila de indios haciendo sin haberlo planeado, una valla. Ropaje blanco y el
sombrero sostenido en la mano, en clara señal de respeto. El silencio que sólo
dejaba oír los lamentos de las maderas de la marimba.
-¡no olvides recordar!, hijo. En mi
cabeza, el repiqueteo de su último aliento.
Y el repiqueteo también de la marimba. Valses
y sones de Chiapas y Oaxaca.
Ayudamos los hijos, los yernos, los
sobrinos, los nietos, los bisnietos. Los amigos cercanos y distantes. Todos varones
dispuestos en la tarea de cargar la caja con el cuerpo del abuelo. Una larga
cuesta hasta llegar a camposanto. La discreción en las mujeres de casa, el
llanto sincero. Las miradas brillando en aquellos rostros por obra y gracia de
aquel hombre, patriarca de una dinastía empeñada en el bien hacer.
La muerte esperada del abuelo, nos reunió
a la familia entera el resto de los días de la semana, y después, poco a poco
nos fuimos desperdigando, retomando a cual más el sino que habíamos escogido. Año
tras año, navidades o años nuevos, la casa del abuelo recibiéndonos.
La estafeta con el tiempo la tomó mi
padre, alcanzó también la nonagésima edad en años. La comida, los antojitos, la
vestimenta en la fiesta del rancho, los tamales y las bolitas de chipilín, el
café por supuesto. La marimba y los sones chiapanecos. La humedad en las
madrugadas y el rocío perene al caer la tarde. Las costumbres, las buenas
costumbres que se habían tambaleado en épocas de crisis. La vuelta al terruño,
después de haber concluido mis sueños. La jubilación y la historia de un
sendero que pareció haberse olvidado de mí. El obligado relevo en la finca
cafetalera con una efervescente bonanza del café en la vida del hombre. Mi parquedad
y mi gesto adusto. El ceño fruncido, marca permanente de la casa. El detalle de
una historia de tres generaciones, encimadas una a la otra. De nuevo el detalle
de organizar la vida en torno a las costumbres, a las buenas costumbres. La fiesta
del rancho, la comida, el café por supuesto. La música de marimba. La tranquila
paz que me llega como a mi abuelo y a mi padre, ahora, en mis noventa años.
-¡no
olvides recordar!, hijo. La
voz del abuelo al tomar mi mano en su lecho de muerte. Lo mismo hago con mi
nieto.
-¡no
olvides recordar!, hijo. Y
al final del luminoso túnel, mi padre y mi abuelo, sonriendo.
-¡Que la toquen
hijo, que la toquen!
¡La Martiniana! Gritó mi nieto en cuanto
llegó la marimba.
Mi
niña cuando yo muera, no llores sobre mi tumba,
Cántame
un lindo son ¡Ay mamá!
Cántame
la sandunga.
Y el mujerío en coro entonándose para la
cantada.
Alma
de mi alma, vida de mis amores, si no me cantas me muero, y si me olvidas me matas.
© 2016 By Oscar Mtz.
Molina