En nuestro último viaje,
acudimos a un templo religioso que se encontraba parcialmente en funciones, ya
que en la actualidad era una atracción turística con visitas guiadas supervisadas
por los propios monjes; mismos que nos dieron una breve lista con las
recomendaciones de seguridad que debíamos de seguir durante el paseo: cómo
sujetarnos del barandal, no separarnos del grupo, etc.
Lo
que hace especial a este templo, es el hecho de que parte de su estructura se
encuentra dentro de un sólido monolito, adaptado a un sistema de túneles
misteriosamente excavados hace cientos de años. Descendimos por una escalera,
esculpida de manera grotesca en la piedra, que nos llevó a un complejo
laberinto que iba a desembocar en unas catacumbas subterráneas, frías y húmedas,
saturadas del eco infinito de las gotas de agua trasminadas desde la
superficie. Al término del oscuro recorrido, en lugar de dirigirme a la salida
como todos los demás, mi atención se centró en una rampa que conducía a otro
grupo de habitaciones de distribución caótica, propiamente en el monolito e
iluminadas con luz natural, que en su interior contenían varias camas de
piedra. Se trataba de un sitio de reposo para enfermos terminales abandonados.
Gracias
a nuestro actual sistema de salud, quienes padecen una enfermedad terminal y no
cuentan con suficientes recursos económicos, pueden ser egresados del hospital
por máximo beneficio. Pero en la
mayoría de las ocasiones, nadie acude buscarlos. A las familias les resulta más
barato cambiar el número de teléfono, o incluso cambiarse de casa, que sostener
a un enfermo crónico; es como si huyeran de un monstruo.
En este
lugar del monasterio, los enfermos terminales reposan en sus últimos momentos de
vida, están en paz, no hay ruido que los altere, sólo la voz de la naturaleza; tampoco
hay pertenencias, todos cuentan con la misma cama de piedra, un colchón de paja
y una manta de costal, recibiendo una grandísima muestra
de caridad por parte de los monjes.
A
punto de terminar el recorrido clandestino, mi atención se centró en un hombre
que estaba aislado de los demás, sentado en la orilla de la cama y mirando
hacia el exterior a través de una de las ventanas; para mí fue una gran
sorpresa encontrar ahí a mi maestro de la facultad de medicina, el más brillante,
el más admirado por todos. Víctima de demencia a sus 55 años, sin familia, ya
que dedicó su vida a la enseñanza, rondaba por el lugar brindando apoyo a los
enfermos en sus escasos momentos de lucidez, esperando a ser contagiado por la
muerte que circundaba el asilo.
Lorena Noriega-Salas.