miércoles, 30 de noviembre de 2016

La memoria y el ladrón de recuerdos


Los primos. Yajalón Chiapas, México


«Todo lo que hemos olvidado grita en nuestros sueños pidiendo ayuda.» 
Elías Canetti 

1
-Una mañana lluviosa y fría de 1974 volvíamos de san Antonio, el rancho del abuelo Gil, en Yajalón Chiapas. Empapados hasta los huesos, cayendo y resbalando por el terreno lodoso, traíamos por los hombros al primo Pablo, fracturado del dedo del pie. ¿Lo recuerdas? Éramos unos chicos tremendos.
-pero tú no ibas con nosotros.
Por supuesto que sí, habíamos ido a pasar el fin de semana al rancho, y comimos huevos estrellados, y avena, y café de olla, que nos hizo la abuela y pan desde luego. Pan que ayudamos a amasar.
-Si de todo eso más o menos me acuerdo. El primo Pablo, que en paz descanse, y los abuelos. Había naranja y caña, y ayudamos al abuelo a guardar el café, en el beneficio. Y montamos caballos.
-pero tú no ibas con nosotros. ¡Casi estoy seguro que no! Mis tíos nunca dejaban que anduvieses con nosotros…

Son los recuerdos los que van construyendo nuestro camino. Es tarde ya, el crepúsculo de una vida. Miro hacia atrás de reojo y detengo mis pasos. Suspiro y dejo que la corriente de los sueños me vaya envolviendo. Hago recuento del camino.

Elías Canetti, La lengua absuelta, la novela de su vida contada paso a paso a través de los recuerdos. El enredo con la lengua, recordando que Canetti es un extraño personaje que nació en Bulgaria, y olvido el idioma Búlgaro. Que provenía de la estirpe Judía Sefardí que, tuvo que marchar de España y que a pesar de la afrenta, recordaba perfecto el idioma español. Elías Canetti, el hombre menudo de estatura que escribió sus obras cumbres en alemán. Nacionalizado británico siendo reconocido con el premio Nobel de Literatura en 1981. La lengua absuelta, la extraña y cercana relación con la madre. La necesaria lucha que se define finalmente con la lejanía entre ambos. De nueva cuenta la memoria y el olvido. Los recuerdos. Canetti es un escritor que recuerda, siempre recuerda; es un hombre que labra su escritura en base a la memoria y que conforma todo un universo de la literatura, tomando como punto de partida, trayecto y punto final del camino, sus recuerdos.

El hombre posee alma por que recuerda. Posee sueños porque recuerda. Tiene vida porque recuerda. Gran parte de nuestro camino lo hacemos recordando, nuestras reuniones son reuniones de recordar el pasado. Nuestra referencia al presente, se basa en lo que podemos rescatar del olvido y revivirlo, nos planteamos el futuro en función de lo que hemos sido. No existe otro modo de seguir viviendo si no lo hacemos en función de la memoria. El hombre que la pierde en el sendero, el que olvida, el que se extravía, perece.

Son las cinco de la mañana de esta mañana fría del último día de noviembre, ciudad de México. Mi mujer y mis hijos duermen. Mi compañía la taza de café. Silencio en derredor mío. Releo algunos párrafos del arte de la memoria de Ilán Stavans, “sin la memoria, por ejemplo, no sabríamos que el tres va antes que el cuatro, y después del dos, lo que nos impediría multiplicar y sumar, o saber nuestra edad. Nos impediría saber que el sábado y el domingo son días de asueto, y que tal y cual son nuestros padres”.

Las emociones íntimas, la tristeza, la risa, el amor y el desamor, están ligados de manera estrecha a nuestros recuerdos. Nuestro sueño y nuestro desvelo, la maravilla del insomnio es un ir y venir al paraíso de la memoria, nos refocilamos en ella, escudriñamos sus recovecos, nos empeñamos incluso en tratar de rescatar vivencias del olvido. Solemos pasar horas y horas, días enteros, intentando traer al presente algún viejo recuerdo que creemos haber vivido.

2

Adueñarse de los recuerdos de otros, es también parte de nuestras vidas. Robarle la memoria al vecino.
La historia del primo Pablo y su fractura del dedo del pie, las peripecias en el rancho del abuelo, la dolorosa y angustiosa vuelta al pueblo, resbalando y cayendo, la escuché por primera vez el domingo siguiente en casa del abuelo. Para ese entonces, Pablo lucía orgulloso su bota de yeso. El abuelo se refería a Pablo y a los otros primos como “unos valientes”, y lo repitió al menos una docena de veces. La abuela reía también y con una abierta felicidad, contaba la hechura del pan y los huevos estrellados, y la glotonería de los “valientes”, todos ellos reían al igual que mis tíos, e incluso mis padres. Yo permanecía en silencio, añorando haber estado allí con ellos. La historia, y como esa muchas más de aquella época las viví desde la amena charla de mis primos, y desde la soledad del encierro en casa.
Con el tiempo y habiéndome alejado de la familia me fui envolviendo en aquellas historias, como si fueran mías. Primero desde una prudente distancia, al final como claro protagonista de ellas. Con la muerte de los abuelos me encontré un día contando aquellos recuerdos sin tener que cuidarme de las inquisitivas miradas, y sin que ellos tuviesen la oportunidad de quitarme del grupo de valientes. Pablo falleció temprano, y se volvió un cómplice de mis hazañas.

-Pablo me pedía tal…

-El primo Pablo me acompañaba…

Desde su tumba, Pablo revolcándose entre los mitos de mi vida.

Mi historia robada es una historia romántica, para recrear un poco a los ladrones de recuerdos. Todos en alguna medida lo somos. Sesenta por ciento de la población, según algunos estudios de la Psicología moderna, solemos apropiarnos de esos recuerdos para poder convivir en una reunión de amigos. Romántica porque adereza una infancia gris, entre algodones y sábanas. Resguardado de resfríos leves o graves neumonías, asma. Mi madre corriendo tras de mí con el suéter o la chamarra. El mundo visto desde detrás de las ventanas, encerrado en casa de los vientos traicioneros y maliciosos. El trompo, el balero y las canicas relucientes, y nuevos. Sin un sólo rasguño en sus cuerpos, al igual que ninguna huella en mi alma. Ladrón de recuerdos para tener algo que contarle al mundo. Configurarme un universo infantil pleno de sueños y aventuras.

Marcel Proust, lo vivido y lo robado, lo real y lo ficticio. El gran referente para hablar de literatura y memoria, siete libros que conforman su gran obra, En busca del tiempo perdido. Aunque se han realizado estudios para contrastar los acontecimientos de la novela con la vida real de Proust, lo cierto es que nunca podría llegar a confundirse, porque, como afirma el propio autor, la literatura comienza donde termina la opacidad de la existencia.

Cuánto de lo contado desde una perspectiva autobiográfica le pertenece al escritor. Cuánto de las hazañas platicadas en entrevistas le pertenece al entrevistado. Los hechos importantes en una sociedad, dan cabida a ladrones seriales, de recuerdos. El movimiento estudiantil del 68 dio pie a que muchos impostores que, pasaron de largo, una vez fueron muriendo los protagonistas, y sin que estos pudiesen desmentirles, se fueron apropiando de sus historias para hacerlas suyas, y así como estas, catástrofes y guerras se visten de contadores y estrellas arropados en el anonimato y el silencio inicial, para dar cabida después, al alumbrón. Hasta que llega alguien con pruebas irrefutables, y revela sus pequeñeces de hombre.

¿Pero por qué razón robamos las historias de otros?

De manera pormenorizada me di a la tarea de  buscar en internet y al menos en la combinación de palabras exprofeso hallé poco, o casi nada. Con una salvedad bien estudiada, la de la falsa memoria, construida a partir de hechos inexistentes, totalmente creados bajo circunstancias particulares, estrés, depresión, hipnosis. En el robo de recuerdos o apropiación de historias ajenas, existe la conciencia de hacerlo; se sabe del hecho, se conoce a los personajes, y sin embargo uno va hurgando entre ellos hasta incorporarlos formalmente a nuestra memoria. Sentido de pertenencia de grupo, la única razón, o al menos la más evidente para poder justificarla. Identificarse con el otro compartiendo un pasado. El gusanito que hace tomar a otro un recuerdo, compartirlo en una charla casual, envolverlo grácilmente en hechos memorables, lento pero a paso seguro, la repetición de la plática hasta que, transformándola, se vuelva de uno.

-el primo Pablo, y la fractura del dedo del pie, ¿pie derecho verdad?
Si, el derecho y tú lo cargabas justo de ese lado. Recuerdo que en una de esas el resbalón hizo que casi te fueras contra el alambre de púas.
-Cierto. Ahora recuerdo eso. Incluso una de las púas desgarro mi pantalón. ¿Pero, tú andabas con nosotros?
-Por supuesto, gracias a mí no te caíste por completo, yo los detuve a ti, y a Pablo. Lo bien que la pasamos esos días con los abuelos.
-Sí. Comimos castañas asadas, y plántanos hervidos. Y tú vomitaste por comer tantas castañas, o ¿fue el primo Toño?
Fue Toño. Contesto y sonrió victorioso, toda una vida y por fin el otro me ha integrado como protagonista de sus recuerdos.

La memoria y ese extraño mundo en el que nos vamos enredando, historia tras historia de nuestra vida reflejada en sueños. Hasta que llega el ladrón de recuerdos más experto de todos los que ha habido, el Alzheimer y te deja vacío, inanimado, inexistente.



2016 By Oscar Mtz. Molina

lunes, 7 de noviembre de 2016

La gallina sarada


Avalancha de Lodo. Imagen de Internet


Parecía que el cielo se caía en pedazos, todo estaba oscurecido y con estruendosos ruidos.
¡Cielo negro!
¡Encapotado!
Mamá corría de uno a otro lado de la casa. Primero al patio a meter la ropa tendida para que no se mojase. La vi arrancar literalmente la ropa, desprendiendo las pinzas que volaban por los aires. Enormes goterones caían zigzagueantes, a diestra y siniestra de su paso, algunos de estos, haciendo blanco en la cabeza y la espalda de mamá. Apenas unos pocos minutos después la lluvia se cerró en torrencial aguacero. Mamá corría ahora dentro, cerrando ventanas y apuntalando puertas.

¡Relámpagos y truenos!

Cayó la oscuridad y apenas eran las once de la mañana.
-recemos. Dijo mamá
Y nos acurrucamos a su lado. Mamá muy seria y mis cuatro hermanos menores, asustados.
-en el nombre del Padre, y del hijo, y del Espíritu Santo. Santiguándonos.

¡Silencio!

Mamá me aturde con sus letanías. Repite sin cesar Ave Marías y Padres Nuestros. Y a cada oración una súplica.
Me mira de reojo y apenas sonríe.
El día camina lento. La lluvia tupida sin amainar un sólo ápice.
-¡las gallinas! Exclama de pronto y suspendemos rezo y súplicas, y ella y yo corremos a asomarnos por la ventana que da al patio.
-¡Dios mio! Exclama y agrega. ¡El diluvio!
Al fondo del patio el gallinero con láminas voladas al suelo y literal, recostado por un lado, alcanzamos a ver en aquella destrucción, algunas gallinas atrapadas entre aquella derruida construcción.
¡Muerte!
-¡Ay la gallina sarada! Exclama mamá al acordarse de la gallina más vieja, la mamá de todas ellas, la más gallarda y gorda. La más cariñosa y entendida. Ahora mamá arrecia más el llanto, por la gallina.
Vemos también cómo se mecen los árboles por los fuertes vientos.
Mamá llora, así como afuera corre la lluvia, aquí dentro son sus lágrimas las que no paran.
A la hora nona de la tarde todo era caos en aquel pueblo. Arroyo blanco había desbordado y a su paso, reblandecía la tierra de la cañada y con esto, el cerro del zopilote se vino abajo.
¡Desgajándose!
Riada y cerro arrasaron con todo. Potreros y ganado. Puentes y caserío. ¡Todo!
Mamá seguía hincada y todos nosotros alrededor suyo. Oímos el estruendo y el temblor de la tierra y fue justo cuando el cerro se partió y empezó su paseo por el pueblo acompañando a arroyo blanco que ya para entonces había crecido volviéndose río maduro o mar. A las siete de aquella tarde, por fin, la lluvia amainó y en quince minutos más el cielo alcanzó a abrir en un maravilloso espectáculo de sol y arcoíris. Habían sido ocho o diez horas en las que la historia se llevó mi pueblo. No supimos nada hasta la mañana siguiente que llegaron las brigadas de gente desconocida. Gritaban voz en cuello. Desesperados.
-¿hay alguien allí? ¿Están bien?
Y cosas por el estilo
Asomamos las narices por ventanas y puertas. El cerro desgajado y el agua con lodo rodeándonos. Ninguna otra casa en pie. A nuestro derredor lodo y tierra removida. ¡Fango!
Árboles arrancados de tajo. Desolación y muerte.
Subirse al helicóptero de rescate fue para nosotros y para ellos toda una odisea. Nos sujetaron con cuerdas y pecheras y uno por uno fuimos izados.
Mamá, ya dentro del helicóptero, siguió con sus rezos y justo íbamos a partir cuando dijo al jefe de rescate, señalando hacia abajo.
-una de mis gallinas vive. ¡Es un milagro! Como uno solo, todos volteamos a ver hacia donde mamá señalaba.
La gallina sarada se aferraba con el pico y las patas al único poste en pie, del gallinero.
Serían los rezos, o las ansias de mamá, o las lágrimas, o las miradas de súplica de nosotros, niños de un prodigio de salvamento, o todo junto; pero la mayor algarabía en ese helicóptero fue justamente cuando el rescatista entró, con la gallina sarada cobijada en sus brazos.


© 2016 By Oscar Mtz. Molina

sábado, 5 de noviembre de 2016

Tres tristes tigres


Marcos, de su archivo personal


Con dedicatoria a mis amigos Marco Antonio y Ruperto.

Caminamos bajo una tenaz llovizna hasta guarecernos finalmente bajo las enormes hojas y ramas de frondosos árboles. La montaña oscurecía a pesar de no rebasar las tres de la tarde. Nos apostamos cada uno a prudente distancia uno del otro.

-Por acá asomará algún venado, o por lo menos un conejo. Dijo nuestro amigo Marcos, guía de aquel zafarí, y dueño de rifles y municiones

Y sin hacer mucho caso, acomodé la mira de mi rifle. Un wínchester 22, negro. Sonreí al saberme en esa extraña postura de cazador ajeno. Tres amigos enrolados en la tarea de cazar. Tres jóvenes estudiantes de la facultad de Medicina, empeñados en hacer de aquella tarde la más sangrienta matanza de salvajes animales; la meta en nuestras cabezas era dar con todo aquello que se moviera delante de nuestros ojos. ¡Seres vivientes! Inocentes criaturas expuestas a la certera puntería que, las miras telescópicas, harían de nosotros expertos francotiradores.
Y así, en aquella lluviosa tarde pasaron por nuestras miradas las más variadas piezas de caza. Contabilizamos tres venados, a menos que haya sido el mismo venado el que pasó frente a nuestras narices en tres ocasiones. Cinco conejos, tres liebres, una manada de guaqueques, un desmañanado tepescuintle, e incontables palomas que se posaban atrevidas a escasos metros de nuestros bien armados escondites. Nos turnábamos en el tiro, cual tiradores de ferias pueblerinas frente a patos y caballos de latones. A cada tiro fallido la burlona risa de los otros dos participantes. Al inicio discretos al sabernos propicios a las fallas, pero después, en cuestión de minutos, las carcajadas abiertas, ya sin ningún cuidado en espantar a las fieras, y a las aves. Debimos haber disparado cada uno de nosotros, una treintena de veces, cada uno con el tiempo necesario de mirar cuidadosos por la mira telescópica, centrar al blanco y una, dos, tres percusiones. El animal en turno ni siquiera se mosqueaba, y seguía en su labor de comer la hierba. Y tan sólo se alejaba momentáneamente de nuestro campo de visión, cuando nuestras carcajadas hacían eco en aquella silente montaña.
Volvimos a casa caída ya la tarde y empapados de los pies a la cabeza; sin una sola pieza de caza, pero con la risa más esplendida en nuestros rostros. Zapatos y tenis embarrados de lodo, calzones y chamarras cundidas de cadillos y otras lindeces adheridas fuertes a la tela y raspando agresivas, nuestras dermis. El hambre atravesándonos de lado a lado.

La historia se nos enredó en los talones en los años ochenta, y nos alcanzó para correr vela el resto de nuestras vidas. Los caminos se fueron en un paralelismo sin tregua, el tiempo y la lejanía fue también entremezclando olvidos y recuerdos en el sendero.

¡Jamás tuvimos la conciencia de voltear a vernos!

Este México tan vasto, tan propio, tan orgullosamente solitario.   
         
Tres tristes tigres abonando suspiros a su paso por la tierra.

Cualquier historia es buena para retomar el paso me dije un día, y atisbo ahora las nostalgias de aquellos ayeres. El tiempo ha mermado nuestras ansias y nuestras locuras, tornándonos en viejos agrios, con agruras, dispepsias, eructos indisciplinados que se escapan, ¡silenciosas flatulencias!
La gordura en unos casos, ha rellenado nuestras cinturas, la calvicie, y el cabello cano, las arrugas en nuestros rostros.
Triunfadores o decrepitas trayectorias de vida, ¿quién lo sabe ahora? Es tan sólo voltear a ver aquel camino que, tuvimos la oportunidad, de caminar juntos un día. Es rara la amistad, es una perversa. Poder estar ajenos a la vida y de pronto, veinte, treinta, cuarenta años después, y retomar el camino justo donde lo dejaste pendiente.

¡Interpasse!

Cada uno recorrió su sino por donde los vientos le fueron favorables, cada uno vislumbró para sí, una ruta que se fue moldeando acorde al carácter. Tres tristes tigres, que una tarde de lluvia, con el último tiro en el rifle, decidieron hacer al mismo tiempo el disparo.

Apareció a escasos treinta metros, solitario y gallardo, sin duda alguna el jabalí era cabeza de manada. Indiscutible macho alfa. Las piernas fuertes, el lomo arqueado, la cabeza firme. Dos elegantes colmillos adornando el hocico. Pastaba en una tranquilidad indescriptible. Amainó la llovizna. Volteamos a vernos desde nuestros refugios. Nuestras risas y carcajadas desaparecieron. Ninguno de los tres pidió turno. Sabíamos que cada uno contaba con un último tiro en la recamara del rifle. Los tres apuntamos al jabato. Y permanecimos en una quietud irrespirable. El cielo seguía con una terca negrura. Justo al tronido de un estruendoso trueno, las opacas percusiones de nuestros rifles. El jabalí se estremeció. Dejó algunos segundos la labor de comer hierbas, sacudió las gotas de agua de su cuerpo, y dándose vuelta encaminó después a su guarida, perdiéndose entre la maleza. Los tres tristes amigos permanecimos serios escasos milésimas de segundo, para explotar de nuevo en una risa y un lamento. 

-¡Qué malos somos con un rifle en la mano!

Volvimos dos días después de aquel zafarí en Cristóbal Obregón, municipio de Villaflores Chiapas, eran las ocho o nueve de la mañana de un día de domingo pueblerino, subíamos al camión que nos llevaría a la capital. Éramos también los tres únicos pasajeros que subían al paso del autobús, y los tres únicos, digámoslo de este modo, fuereños.  Dos hombres del pueblo pasaron junto a nosotros y una docena de personas entre mujeres y niños siguiéndoles el paso. Los hombres cargaban en andas, maniatado en un palo, al más hermoso jabalí que hubiese visto jamás en mi vida.

-¿Lo cazaron? la pregunta de nuestro amigo a los hombres que se detienen junto a nosotros.
-No, lo hallamos está mañana desangrado en la cañada, al pie de la montaña. Respondieron al unísono.
-Con tres disparos en el pecho. Agregaron y después, retomaron su camino.

El regreso a casa lo hicimos en el más profundo silencio, dormitando por el cansancio. Jamás volvimos a pensar en repetir el zafarí, y ni siquiera, hasta ahora tocamos el punto de la montaña, de la lluvia, de los truenos, y mucho menos, de aquel jabato alfa macho, muerto.



© 2016 By Oscar Mtz. Molina