Marcos, de su archivo personal
Con dedicatoria a mis amigos Marco Antonio y Ruperto.
Caminamos
bajo una tenaz llovizna hasta guarecernos finalmente bajo las enormes hojas y
ramas de frondosos árboles. La montaña oscurecía a pesar de no rebasar las tres
de la tarde. Nos apostamos cada uno a prudente distancia uno del otro.
-Por
acá asomará algún venado, o por lo menos un conejo. Dijo nuestro amigo Marcos,
guía de aquel zafarí, y dueño de rifles y municiones
Y
sin hacer mucho caso, acomodé la mira de mi rifle. Un wínchester 22, negro.
Sonreí al saberme en esa extraña postura de cazador ajeno. Tres amigos
enrolados en la tarea de cazar. Tres jóvenes estudiantes de la facultad de Medicina,
empeñados en hacer de aquella tarde la más sangrienta matanza de salvajes
animales; la meta en nuestras cabezas era dar con todo aquello que se moviera
delante de nuestros ojos. ¡Seres vivientes! Inocentes criaturas expuestas a la
certera puntería que, las miras telescópicas, harían de nosotros expertos
francotiradores.
Y
así, en aquella lluviosa tarde pasaron por nuestras miradas las más variadas piezas
de caza. Contabilizamos tres venados, a menos que haya sido el mismo venado el que
pasó frente a nuestras narices en tres ocasiones. Cinco conejos, tres liebres, una
manada de guaqueques, un desmañanado tepescuintle, e incontables palomas que se
posaban atrevidas a escasos metros de nuestros bien armados escondites. Nos
turnábamos en el tiro, cual tiradores de ferias pueblerinas frente a patos y
caballos de latones. A cada tiro fallido la burlona risa de los otros dos
participantes. Al inicio discretos al sabernos propicios a las fallas, pero
después, en cuestión de minutos, las carcajadas abiertas, ya sin ningún cuidado
en espantar a las fieras, y a las aves. Debimos haber disparado cada uno de
nosotros, una treintena de veces, cada uno con el tiempo necesario de mirar
cuidadosos por la mira telescópica, centrar al blanco y una, dos, tres
percusiones. El animal en turno ni siquiera se mosqueaba, y seguía en su labor
de comer la hierba. Y tan sólo se alejaba momentáneamente de nuestro campo de
visión, cuando nuestras carcajadas hacían eco en aquella silente montaña.
Volvimos
a casa caída ya la tarde y empapados de los pies a la cabeza; sin una sola
pieza de caza, pero con la risa más esplendida en nuestros rostros. Zapatos y
tenis embarrados de lodo, calzones y chamarras cundidas de cadillos y otras
lindeces adheridas fuertes a la tela y raspando agresivas, nuestras dermis. El
hambre atravesándonos de lado a lado.
La historia se nos enredó en los talones
en los años ochenta, y nos alcanzó para correr vela el resto de nuestras vidas.
Los caminos se fueron en un paralelismo sin tregua, el tiempo y la lejanía fue
también entremezclando olvidos y recuerdos en el sendero.
¡Jamás tuvimos la conciencia de voltear
a vernos!
Este México tan vasto, tan propio, tan
orgullosamente solitario.
Tres tristes tigres abonando suspiros a
su paso por la tierra.
Cualquier historia es buena para retomar
el paso me dije un día, y atisbo ahora las nostalgias de aquellos ayeres. El
tiempo ha mermado nuestras ansias y nuestras locuras, tornándonos en viejos
agrios, con agruras, dispepsias, eructos indisciplinados que se escapan, ¡silenciosas
flatulencias!
La gordura en unos casos, ha rellenado
nuestras cinturas, la calvicie, y el cabello cano, las arrugas en nuestros
rostros.
Triunfadores o decrepitas trayectorias
de vida, ¿quién lo sabe ahora? Es tan sólo voltear a ver aquel camino que,
tuvimos la oportunidad, de caminar juntos un día. Es rara la amistad, es una
perversa. Poder estar ajenos a la vida y de pronto, veinte, treinta, cuarenta
años después, y retomar el camino justo donde lo dejaste pendiente.
¡Interpasse!
Cada uno recorrió su sino por donde los
vientos le fueron favorables, cada uno vislumbró para sí, una ruta que se fue
moldeando acorde al carácter. Tres tristes tigres, que una tarde de lluvia, con
el último tiro en el rifle, decidieron hacer al mismo tiempo el disparo.
Apareció
a escasos treinta metros, solitario y gallardo, sin duda alguna el jabalí era
cabeza de manada. Indiscutible macho alfa. Las piernas fuertes, el lomo
arqueado, la cabeza firme. Dos elegantes colmillos adornando el hocico. Pastaba
en una tranquilidad indescriptible. Amainó la llovizna. Volteamos a vernos
desde nuestros refugios. Nuestras risas y carcajadas desaparecieron. Ninguno de
los tres pidió turno. Sabíamos que cada uno contaba con un último tiro en la
recamara del rifle. Los tres apuntamos al jabato. Y permanecimos en una quietud
irrespirable. El cielo seguía con una terca negrura. Justo al tronido de un
estruendoso trueno, las opacas percusiones de nuestros rifles. El jabalí se
estremeció. Dejó algunos segundos la labor de comer hierbas, sacudió las gotas
de agua de su cuerpo, y dándose vuelta encaminó después a su guarida,
perdiéndose entre la maleza. Los tres tristes amigos permanecimos serios
escasos milésimas de segundo, para explotar de nuevo en una risa y un
lamento.
-¡Qué
malos somos con un rifle en la mano!
Volvimos
dos días después de aquel zafarí en Cristóbal Obregón, municipio de Villaflores
Chiapas, eran las ocho o nueve de la mañana de un día de domingo pueblerino,
subíamos al camión que nos llevaría a la capital. Éramos también los tres
únicos pasajeros que subían al paso del autobús, y los tres únicos, digámoslo
de este modo, fuereños. Dos hombres del
pueblo pasaron junto a nosotros y una docena de personas entre mujeres y niños
siguiéndoles el paso. Los hombres cargaban en andas, maniatado en un palo, al
más hermoso jabalí que hubiese visto jamás en mi vida.
-¿Lo
cazaron? la pregunta de nuestro amigo a los hombres que se detienen junto a
nosotros.
-No,
lo hallamos está mañana desangrado en la cañada, al pie de la montaña.
Respondieron al unísono.
-Con
tres disparos en el pecho. Agregaron y después, retomaron su camino.
El regreso a casa lo hicimos en el más profundo silencio, dormitando por el
cansancio. Jamás volvimos a pensar en repetir el zafarí, y ni siquiera, hasta
ahora tocamos el punto de la montaña, de la lluvia, de los truenos, y mucho
menos, de aquel jabato alfa macho, muerto.
© 2016 By Oscar Mtz.
Molina
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