sábado, 5 de noviembre de 2016

Tres tristes tigres


Marcos, de su archivo personal


Con dedicatoria a mis amigos Marco Antonio y Ruperto.

Caminamos bajo una tenaz llovizna hasta guarecernos finalmente bajo las enormes hojas y ramas de frondosos árboles. La montaña oscurecía a pesar de no rebasar las tres de la tarde. Nos apostamos cada uno a prudente distancia uno del otro.

-Por acá asomará algún venado, o por lo menos un conejo. Dijo nuestro amigo Marcos, guía de aquel zafarí, y dueño de rifles y municiones

Y sin hacer mucho caso, acomodé la mira de mi rifle. Un wínchester 22, negro. Sonreí al saberme en esa extraña postura de cazador ajeno. Tres amigos enrolados en la tarea de cazar. Tres jóvenes estudiantes de la facultad de Medicina, empeñados en hacer de aquella tarde la más sangrienta matanza de salvajes animales; la meta en nuestras cabezas era dar con todo aquello que se moviera delante de nuestros ojos. ¡Seres vivientes! Inocentes criaturas expuestas a la certera puntería que, las miras telescópicas, harían de nosotros expertos francotiradores.
Y así, en aquella lluviosa tarde pasaron por nuestras miradas las más variadas piezas de caza. Contabilizamos tres venados, a menos que haya sido el mismo venado el que pasó frente a nuestras narices en tres ocasiones. Cinco conejos, tres liebres, una manada de guaqueques, un desmañanado tepescuintle, e incontables palomas que se posaban atrevidas a escasos metros de nuestros bien armados escondites. Nos turnábamos en el tiro, cual tiradores de ferias pueblerinas frente a patos y caballos de latones. A cada tiro fallido la burlona risa de los otros dos participantes. Al inicio discretos al sabernos propicios a las fallas, pero después, en cuestión de minutos, las carcajadas abiertas, ya sin ningún cuidado en espantar a las fieras, y a las aves. Debimos haber disparado cada uno de nosotros, una treintena de veces, cada uno con el tiempo necesario de mirar cuidadosos por la mira telescópica, centrar al blanco y una, dos, tres percusiones. El animal en turno ni siquiera se mosqueaba, y seguía en su labor de comer la hierba. Y tan sólo se alejaba momentáneamente de nuestro campo de visión, cuando nuestras carcajadas hacían eco en aquella silente montaña.
Volvimos a casa caída ya la tarde y empapados de los pies a la cabeza; sin una sola pieza de caza, pero con la risa más esplendida en nuestros rostros. Zapatos y tenis embarrados de lodo, calzones y chamarras cundidas de cadillos y otras lindeces adheridas fuertes a la tela y raspando agresivas, nuestras dermis. El hambre atravesándonos de lado a lado.

La historia se nos enredó en los talones en los años ochenta, y nos alcanzó para correr vela el resto de nuestras vidas. Los caminos se fueron en un paralelismo sin tregua, el tiempo y la lejanía fue también entremezclando olvidos y recuerdos en el sendero.

¡Jamás tuvimos la conciencia de voltear a vernos!

Este México tan vasto, tan propio, tan orgullosamente solitario.   
         
Tres tristes tigres abonando suspiros a su paso por la tierra.

Cualquier historia es buena para retomar el paso me dije un día, y atisbo ahora las nostalgias de aquellos ayeres. El tiempo ha mermado nuestras ansias y nuestras locuras, tornándonos en viejos agrios, con agruras, dispepsias, eructos indisciplinados que se escapan, ¡silenciosas flatulencias!
La gordura en unos casos, ha rellenado nuestras cinturas, la calvicie, y el cabello cano, las arrugas en nuestros rostros.
Triunfadores o decrepitas trayectorias de vida, ¿quién lo sabe ahora? Es tan sólo voltear a ver aquel camino que, tuvimos la oportunidad, de caminar juntos un día. Es rara la amistad, es una perversa. Poder estar ajenos a la vida y de pronto, veinte, treinta, cuarenta años después, y retomar el camino justo donde lo dejaste pendiente.

¡Interpasse!

Cada uno recorrió su sino por donde los vientos le fueron favorables, cada uno vislumbró para sí, una ruta que se fue moldeando acorde al carácter. Tres tristes tigres, que una tarde de lluvia, con el último tiro en el rifle, decidieron hacer al mismo tiempo el disparo.

Apareció a escasos treinta metros, solitario y gallardo, sin duda alguna el jabalí era cabeza de manada. Indiscutible macho alfa. Las piernas fuertes, el lomo arqueado, la cabeza firme. Dos elegantes colmillos adornando el hocico. Pastaba en una tranquilidad indescriptible. Amainó la llovizna. Volteamos a vernos desde nuestros refugios. Nuestras risas y carcajadas desaparecieron. Ninguno de los tres pidió turno. Sabíamos que cada uno contaba con un último tiro en la recamara del rifle. Los tres apuntamos al jabato. Y permanecimos en una quietud irrespirable. El cielo seguía con una terca negrura. Justo al tronido de un estruendoso trueno, las opacas percusiones de nuestros rifles. El jabalí se estremeció. Dejó algunos segundos la labor de comer hierbas, sacudió las gotas de agua de su cuerpo, y dándose vuelta encaminó después a su guarida, perdiéndose entre la maleza. Los tres tristes amigos permanecimos serios escasos milésimas de segundo, para explotar de nuevo en una risa y un lamento. 

-¡Qué malos somos con un rifle en la mano!

Volvimos dos días después de aquel zafarí en Cristóbal Obregón, municipio de Villaflores Chiapas, eran las ocho o nueve de la mañana de un día de domingo pueblerino, subíamos al camión que nos llevaría a la capital. Éramos también los tres únicos pasajeros que subían al paso del autobús, y los tres únicos, digámoslo de este modo, fuereños.  Dos hombres del pueblo pasaron junto a nosotros y una docena de personas entre mujeres y niños siguiéndoles el paso. Los hombres cargaban en andas, maniatado en un palo, al más hermoso jabalí que hubiese visto jamás en mi vida.

-¿Lo cazaron? la pregunta de nuestro amigo a los hombres que se detienen junto a nosotros.
-No, lo hallamos está mañana desangrado en la cañada, al pie de la montaña. Respondieron al unísono.
-Con tres disparos en el pecho. Agregaron y después, retomaron su camino.

El regreso a casa lo hicimos en el más profundo silencio, dormitando por el cansancio. Jamás volvimos a pensar en repetir el zafarí, y ni siquiera, hasta ahora tocamos el punto de la montaña, de la lluvia, de los truenos, y mucho menos, de aquel jabato alfa macho, muerto.



© 2016 By Oscar Mtz. Molina  

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