lunes, 7 de noviembre de 2016

La gallina sarada


Avalancha de Lodo. Imagen de Internet


Parecía que el cielo se caía en pedazos, todo estaba oscurecido y con estruendosos ruidos.
¡Cielo negro!
¡Encapotado!
Mamá corría de uno a otro lado de la casa. Primero al patio a meter la ropa tendida para que no se mojase. La vi arrancar literalmente la ropa, desprendiendo las pinzas que volaban por los aires. Enormes goterones caían zigzagueantes, a diestra y siniestra de su paso, algunos de estos, haciendo blanco en la cabeza y la espalda de mamá. Apenas unos pocos minutos después la lluvia se cerró en torrencial aguacero. Mamá corría ahora dentro, cerrando ventanas y apuntalando puertas.

¡Relámpagos y truenos!

Cayó la oscuridad y apenas eran las once de la mañana.
-recemos. Dijo mamá
Y nos acurrucamos a su lado. Mamá muy seria y mis cuatro hermanos menores, asustados.
-en el nombre del Padre, y del hijo, y del Espíritu Santo. Santiguándonos.

¡Silencio!

Mamá me aturde con sus letanías. Repite sin cesar Ave Marías y Padres Nuestros. Y a cada oración una súplica.
Me mira de reojo y apenas sonríe.
El día camina lento. La lluvia tupida sin amainar un sólo ápice.
-¡las gallinas! Exclama de pronto y suspendemos rezo y súplicas, y ella y yo corremos a asomarnos por la ventana que da al patio.
-¡Dios mio! Exclama y agrega. ¡El diluvio!
Al fondo del patio el gallinero con láminas voladas al suelo y literal, recostado por un lado, alcanzamos a ver en aquella destrucción, algunas gallinas atrapadas entre aquella derruida construcción.
¡Muerte!
-¡Ay la gallina sarada! Exclama mamá al acordarse de la gallina más vieja, la mamá de todas ellas, la más gallarda y gorda. La más cariñosa y entendida. Ahora mamá arrecia más el llanto, por la gallina.
Vemos también cómo se mecen los árboles por los fuertes vientos.
Mamá llora, así como afuera corre la lluvia, aquí dentro son sus lágrimas las que no paran.
A la hora nona de la tarde todo era caos en aquel pueblo. Arroyo blanco había desbordado y a su paso, reblandecía la tierra de la cañada y con esto, el cerro del zopilote se vino abajo.
¡Desgajándose!
Riada y cerro arrasaron con todo. Potreros y ganado. Puentes y caserío. ¡Todo!
Mamá seguía hincada y todos nosotros alrededor suyo. Oímos el estruendo y el temblor de la tierra y fue justo cuando el cerro se partió y empezó su paseo por el pueblo acompañando a arroyo blanco que ya para entonces había crecido volviéndose río maduro o mar. A las siete de aquella tarde, por fin, la lluvia amainó y en quince minutos más el cielo alcanzó a abrir en un maravilloso espectáculo de sol y arcoíris. Habían sido ocho o diez horas en las que la historia se llevó mi pueblo. No supimos nada hasta la mañana siguiente que llegaron las brigadas de gente desconocida. Gritaban voz en cuello. Desesperados.
-¿hay alguien allí? ¿Están bien?
Y cosas por el estilo
Asomamos las narices por ventanas y puertas. El cerro desgajado y el agua con lodo rodeándonos. Ninguna otra casa en pie. A nuestro derredor lodo y tierra removida. ¡Fango!
Árboles arrancados de tajo. Desolación y muerte.
Subirse al helicóptero de rescate fue para nosotros y para ellos toda una odisea. Nos sujetaron con cuerdas y pecheras y uno por uno fuimos izados.
Mamá, ya dentro del helicóptero, siguió con sus rezos y justo íbamos a partir cuando dijo al jefe de rescate, señalando hacia abajo.
-una de mis gallinas vive. ¡Es un milagro! Como uno solo, todos volteamos a ver hacia donde mamá señalaba.
La gallina sarada se aferraba con el pico y las patas al único poste en pie, del gallinero.
Serían los rezos, o las ansias de mamá, o las lágrimas, o las miradas de súplica de nosotros, niños de un prodigio de salvamento, o todo junto; pero la mayor algarabía en ese helicóptero fue justamente cuando el rescatista entró, con la gallina sarada cobijada en sus brazos.


© 2016 By Oscar Mtz. Molina

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