Con esta reflexión caminaba por la calle de Ámsterdam en una sofocante noche de verano, mientras veía a una pareja discutir me sentí parcialmente reconfortada, convencida de que lo que
había hecho con mi vida era lo correcto. A lo lejos vi
venir un auto pequeño de
color azul eléctrico, se parecía a
uno de esos carritos de los circos que transportan cantidad inimaginable de
payasos. Su marcha era muy graciosa, se atoraba en el empedrado del camellón y salpicaba
el agua de los charcos, cada vez más alto. Distinguí en el asiento trasero varias cabezas de niños pequeños
que viajaban de pie, jugando. De pronto, el conductor casi pierde el control
del carrito, pero mantuvo el equilibro en dos llantas. Una de las puertas
traseras se abrió y un objeto cayó dentro de un charco. Agité las manos para
llamar la atención del conductor o de los pasajeros, pero el carrito desapareció
en la distancia.
Me acerqué al charco a inspeccionar y vi una pierna brillante y
rígida, apuntando al cielo. La jalé con fuerza hasta
que conseguí poner de pie a un niño hermoso, de aproximadamente 2 años, piel
morena, cabello de rizos cerrados, desnudo, que inmediatamente volvió sus ojos
negros a los míos. Se llevó una mano a la boca para chuparla,
balanceó su torso en semicírculos y me ofreció su mano libre. Caminamos. Por
cada paso mío, el chiquillo daba dos pequeños pasos; sus pies planos y descalzos chapoteaban en el
suelo mojado. Opté por arroparlo con mi saco y cargarlo para evitar que
siguiera pisando el agua. No estaba segura de adónde podría llevarlo, por el
momento fuimos a mi casa.
Yo le hablaba y le hacía preguntas sencillas, pero su única respuesta era el chupeteo de su
mano. Cuando le insistía que hablara, él se acurrucaba aún más en mi hombro, así que lo dejé en paz. Ya en casa lo bañé, le improvisé una pijama y le
di de cenar; al día siguiente trataríamos de encontrar a su familia.
Salimos desde temprano. Aunque lo vestí como pude,
el problema de los zapatos seguía sin resolverse. Era extraño para mí andar por la
calle con un niño en brazos. Nunca lo había experimentado, y la gente lo
notaba. El pequeño también se daba cuenta de las miradas: cuando alguien pasaba
cerca de nosotros, se quedaba callado y no se movía absolutamente nada, pero una
vez superado el contacto visual, seguía con su acostumbrado chupeteo, acompañado
del balanceo de sus pies descalzos.
Fuimos a la estación de policía. Una vez ahí, algo dentro de mí me dijo que no
podía dejarlo. Mi pecho sentía su corazoncito, acelerado a mil revoluciones por
el sonido de las máquinas de escribir y las voces fastidiadas de los
oficinistas. No estuvimos en el lugar más de tres minutos. Al volver a la calle,
la angustia había en cogido mi corazón hasta reducirlo a una pasa dura y
vieja. Si debía entregar al niño a alguien, debía ser a su familia.
De regreso a casa fuimos a una tienda de ropa para
bebé. Le compré unos tenis rojos, pero, acostumbrado a mis brazos, se negó a
caminar. Pasamos juntos una tarde muy divertida. Por la noche volvimos a salir,
con la esperanza de encontrar a su familia en el camellón.
Era un poco más temprano que el día anterior, quería asegurarme de no perderlos de vista esta vez.
Caminé con el niño en brazos hasta un evento musical, que estaba por terminar.
Cuando el cantante daba las gracias, aproveché para subir a la tarima y pedir
la ayuda de la gente para encontrar a su familia. Coloqué al niño de pie a mi
lado, y tomé el micrófono: “Buenas noches a todos, quiero solicitar su ayuda
para localizar a la familia de este pequeño, lo encontré ayer en este mismo
camellón, viajaba en un auto azul...”. Mientras hablaba, me di cuenta que algunos
me veían con extrañeza, incluso con repulsión; otros se
reían. Me sentí en una pesadilla. Cuando
voltee a ver al niño, ya no estaba: en su lugar había un muñeco de plástico, de tamaño natural, vestido con la ropa y los tenis rojos que
yo le había comprado. Enmudecí. La gente murmuraba. Estaba a punto de bajar de
la tarima sin el muñeco, pero éste se prendió a mi pantalón para evitar que lo
dejara ahí. Lo cargué en brazos; él se llevó la mano a la boca
y se acurrucó en mi hombro; la muchedumbre se abría a nuestro paso.
Lorena Noriega-Salas