lunes, 4 de diciembre de 2017

Disección anatómica


Imagen tomada de Internet



La maestra de anatomía me dijo una mañana gélida de noviembre, allí en el anfiteatro de la facultad de medicina, en medio de cuerpos embalsamados ¡Ajados por el olvido, curtidos en formol!
-Jovencito debes reforzar tus enseñanzas con una nueva disección.
Señaló un cadáver con la mirada y depositó en mi mano izquierda el bisturí, las pinzas de Kelly en la diestra.
Se recostó sobre una mesa limpia, con tacto y precisión corté costuras de su vestido, sostén y pantaletas.
¡Asombrados! Al término del curso mis compañeros murmuraban preguntándose del diez de calificación perfecta.
Deserté por cierto, ahora me dedico a la música, y a inventar historias.
De aquel curso y aquella práctica de disección en el anfiteatro de la escuela, sólo me queda, el recuerdo de los ojos azules de mi maestra y la palidez de su rostro mientras quieta, sentía el ir y venir del bisturí en mi mano, acariciando dermis, aturdiendo su conciencia.


© 2017 Oscar Mtz. Molina

lunes, 16 de octubre de 2017

Mínima invasión



PRÓLOGO

A prime facie y, a pesar de que la medicina y la literatura son dos artes catalogadas como “humanistas”, suelen parecer contrapuestas. Sin embargo, a lo largo de la historia humana, ambas disciplinas se llevaron muy bien. Baste con nombrar a Hipócrates de Cos quien, además de ser considerado “Padre de la medicina”, también fue el primer hombre que supo empuñar con igual destreza la pluma y el bisturí.
Pues bien. En este volumen, al que los lectores van a acceder, nueve médicos mexicanos demuestran con singular pericia que ambas disciplinas conforman una simbiosis tan particular que, aquellos que podemos especular un poco más, nos imaginamos una mutación temporal en la que el individuo usa la pluma con la misma habilidad que el bisturí e interviene en las palabras como si fuesen un cuerpo humano para modificar su “anatomía” (valga la metáfora) y así dotarlas del sentido lúdico que ofrece la lectura.
No es la única particularidad del presente libro. El género que han elegido para componer sus textos, más allá de lo que dice la academia acerca de su difusión, es uno que viene (también) desde los primeros años de la historia. Es verdad que se trata del género de moda, pero no es menos cierto que 1500 años AC, ya se escribían textos mínimos que contenían en su corpus todos los elementos que más tarde seleccionarían los estudiosos para fundamentar el canon de la narrativa hiperbreve. A quien dude de ello, lo remito al libro El bosque de la risa de Feng Meng Long que data de la Dinastía Ming, que reinó en China por aquellos tiempos.
No entraré aquí en consideraciones de tipo académico sobre el microrrelato (o minicuento, microcuento, cuento ultracorto o cualquiera de aquellas denominaciones en las que los eruditos no terminan por ponerse de acuerdo). Baste decir que es un texto que, contrariamente a lo que piensan muchos lectores (y no pocos escritores)  exige mucha concentración, mucho trabajo de “corte y corrección” (frase acuñada por algún tallerista literario) y a veces se prolonga en el tiempo. Y sin embargo, no todos lo logran. Parece fácil pero, cuando evaluamos todo lo que se produce y se publica nos damos cuenta que no todos los textos tienen el valor artístico que transforma a unas cuantas oraciones en un buen microrrelato.
México es uno de los países americanos con mayor desarrollo de este tipo de microtextos que se caracterizan por su lectura rápida y la necesaria complicidad del lector. Entonces, no debería extrañarnos que un grupo de escritores mexicanos se reúnan para un colectivo de microtextos. Lo que sí resulta llamativo es que los nueve integrantes de esta obra no solamente sean escritores sino que también son médicos.
Y entonces nos encontramos ante este volumen que, por merecimiento propio, está destinado a ganarse un importante lugar en las letras vivas de México.
Hasta que este original llegó a mis manos, sólo había leído textos de Ortiz Soto, Pedraza y Tena; entonces, la curiosidad de leer micros que habían sido escritos por otros colegas que no conocía me sirvió de acicate y en cuanto comencé con la lectura ya no pude parar. Y la verdad es que fueron las horas mejor invertidas en varios años. Rubén García García, Diana Raquel Hernández Meza, Hilario Martínez Arredondo, Óscar Martínez Molina, José Manuel Ortiz Soto, Alfonso Pedraza, Victor Hugo Pérez Nieto, Elizabeth Pérez Ramírez y Paola Tena nos entregan una selección de textos que, sin lugar a dudas, merece ocupar un lugar destacado en nuestras lecturas cotidianas.
El conjunto de textos es sólido y seguramente hará las delicias de aquellos que accedan a este libro.
En síntesis, una excelente colección de microrrelatos que seguramente habrá de complacer a los lectores, después de haber producido placer lúdico en cada autor. Al final de cuentas, esas y no otras, son la misión esencial de la literatura.



viernes, 29 de septiembre de 2017

El día lunes siguiente










Recorro los pasillos del hospital y a mi paso se asoma la calma.
¡Soledad y silencio!
Para ser lunes todo se pinta de vacío
Se respira el miedo detrás de los ojos
Uno a uno con la ansiedad de saberse íntegro
Uno a uno con la pena de conocerse vivo

La señora de los churros, justo a la entrada del hospital, me saludó esta mañana, igual como lo hiciera hace diez días, o hace dos meses, o dos años, o toda la vida.
En la charola, perfectamente alineados los inquietos churros cubiertos de azúcar.
¿Serán buenos para el susto?
Pregunté a la ventera
Y ella respondió a bote pronto
Son mucho mejores que el bolillo
Pero a pesar de la seguridad en su respuesta, ambos sabemos que no es cierto
La naturaleza del bolillo no tiene comparación alguna.
La sala de espera de laboratorio y rayos equis, habitualmente nutrido enjambre, luce ahora con la pasmosa soledad de una tarde triste de domingo.

Autómatas vamos de uno a otro lado.
Nos asumimos estructuristas expertos, revisamos esta o aquella grieta en la pared de tabla roca.
¡Percutimos con los nudillos!
Alzamos la vista y estudiamos lámparas y rejillas de los ductos de ventilación
Revisamos pasamanos y escaleras.
Asentimos con movimientos de cabeza ante la integridad de los muros de carga
Cuidadosos saltamos sobre los pisos con losetas removidas.
Entre dientes nos revisamos el alma, asumiendo que, tiene también, profundas cuarteaduras.

Me asomo por ventanales de pasillos
Fuera poco ruido de autos circulando, el estacionamiento con apenas unos cuantos vehículos.
Los árboles con hojas y ramas quietas
¡Dios! Ni siquiera el viento se atreve en este día
Te respiro y me respiras
¡Suspiro!
En los aparatos de televisión, promocionales del nuevo ciclo de la empresa
Las notas y noticieros callaron después de tanto ajetreo
Mi mujer mensaje tras mensaje interrumpe mis pensamientos, trayendo de vuelta mi conciencia
Las escuelas seguirán cerradas
En la Condesa siguen los escombros
En la Roma desalojos por alto riesgo
Se apagaron las sirenas de ambulancias
¡Qué tembló de nuevo!
La alerta sísmica se dispara de nueva cuenta, anda más nerviosa que todos nosotros juntos
En la ciudad apenas asoma el sol, su rostro
En la torre de Pemex amenaza de bomba, y el desalojo
¿Qué más sigue?
Ahora entre tantas angustias soy quizás de los pocos mortales que, piensa y cree a pie juntillas, que la boca de Michelle Pfeiffer, Emmylou Harris o Monica Bellucci son las puertas más perfectas para llegar al cielo.
El resto, sensibles, se santiguan

2017 By Oscar Mtz. Molina

sábado, 23 de septiembre de 2017

En torno al terremoto






I

Sábado
Colonia Roma
Ciudad de México
La panadería de siempre. De todos mis sábados. De todos mis hijos.
De mi mujer sin maquillaje
Colima. Rio de Janeiro
Café expreso. Chocolate caliente
Un cuerno y una concha. La trenza indispensable ¡sabrosamente!
Silencio
Silencio
Miradas de incredulidad y pasmo
No grites
No respires
No atrevas a sonreírte
A escasas avenidas
A escasas cuadras
A escasos metros
El dolor y el sufrimiento
La muerte hincó sus dientes.

II

Duele la ciudad y duelen Chiapas y Oaxaca
Y duelen Puebla y Guerrero
Y duele la región del Istmo
Y la costa
Y la serranía
Duele el pueblo que, llora y suspira, mientras recoge escombros
Duelen los jóvenes y los viejos que recorren la ciudad y los pueblos
Duelen los padres que tienen el alma en un hilo
Duelen las manos ampolladas y las espaldas partidas en sendas heridas
Duelen la impotencia y la pequeñez del hombre ¡la inmensidad de lo que desconocemos!
Duele la apatía de unos pocos y la insensibilidad y la indiferencia
Duelen la soledad y el silencio
Y duelen los niños que durmieron el sueño, sin retorno

III

-¡Dios!
Volvió a cimbrar la tierra comadrita ¡Tembló cabrón!
El fin está cerca.
¡Tanta arrechura!
¡Tanta jotes!
Esto no es de Dios comadre.
Del demonio puede que lo sea.

Es la tierra comadre. Son los movimientos de las placas tectónicas.
¡Eso dicen pues!
La placa de cocos, la placa de Norteamérica, la del caribe, del pacífico y la placa de la ribera. Buena la tenemos en México encaramado entre placas y placas y con tanto acomodo.

¡Castigo divino comadre!
La juventud descarriada. La lejanía de la iglesia.
El celo del Creador.
Sectas y sectas creadas por el maligno.
Los despropósitos del pecado
Carne has de ser, enemiga de tu propia carne
Así es como andamos ahora comadrita.

¡Humm!
Se libera energía comadre. Así es hoy y así lo ha sido siempre.
Es la historia de la tierra.
Es su vida
Los terremotos han sido, y seguirán siendo
No hay de otra sopa comadrita

¡Usted verá luego comadre!
Ya lo verá usted un día de estos
En la Biblia está escrito
¡Y la tierra temblará!
¡Se inundarán los valles!
Habrá dolor y fuego
Y muerte y hambre
Todo está allí
Y ninguno quiere ver la escritura

Está escrito porque así ha sido siempre, comadre
Los hombres que, escribieron los libros, sabían de temblores, aguas y fuego.
Y sabían también de pestes y hambrunas.
Eran hombres sabios y supieron contarlo para que nos cuidáramos.

Por tu boca, ¡Blasfemias!
Pinche comadre
Renegar de Dios y de su palabra en la Biblia

No lo tomes así comadre
La Biblia es palabra sabia y divina en sus enseñanzas
Pero esto de los terremotos es cosa de la tierra, del sol y la luna
Son los planetas y según los que los han estudiado
Es cosa de las matemáticas y la física.

Será así comadrita, pero Diosito por encima de todas esas ciencias

¡Que así sea mi chula!
Mejor echemos pozol con suspiros o chimbos.

Si chunquita mejor dejemos ya, de tanta chingadera.

IV

Siete cincuenta y cinco. Alerta sísmica
El temblor agarrota las piernas
De nuevo ojo a ojo con tu hijo y tu hija
Con tu madre y tu padre
Con tu hermano
Tu mujer arrejuntada al costado
Sonrisa prendida en tus mejillas, de miedo
Apresuras el paso sin perder la compostura
No corres
No empujas
No gritas
La garganta se ha quedado, seca

V

De vuelta a casa
La calma volviendo a las miradas  
El hábito ahora, de indagar por la radio
6.1
Unión Hidalgo Oaxaca
En Chiapas las réplicas suman ya dos o tres millares
El temblar chiapaneco se hizo ya costumbre
"Vee, qué fue de 6.1
Si no es de más de 8 ya nos hacen los mandados"



© 2017 By Oscar Mtz. Molina

miércoles, 6 de septiembre de 2017

El miedo a las ratas

Me acabo de enterar que una amiga mía ha superado su miedo a las ratas y está más que contenta. No puedo evitar imaginarla frente a frente con uno de estos roedores, dispuesta para el duelo. Los padrinos de mi amiga son un par de gatos callejeros, sin raza definida, pero bien curtidos en esas andanzas; la rata simplemente se hizo acompañar de un par de anónimos y oscuros habitantes de las alcantarillas. Una vez acordadas las condiciones del enfrentamiento, los padrinos animan a las contendientes y se hacen a un lado. La rata —flaca, correosa, enorme, de pelos relamidos— fija su mirada huidiza en mi amiga, que no se amedrenta y crispa con seguridad los puños. A una voz, caminan de espaldas, enunciando en voz alta cada uno de los doce pasos acordados —¡como si se tratara de tirar un doble penalti en un partido de fútbol!—. Al finalizar el conteo, la mirada de una clavada en la otra, gesticulan, oran a sus dioses protectores, lanzan un grito de guerra y, a toda velocidad, corren en dirección al enorme trozo de queso gruyer que aguarda en el centro de la mesa.

jueves, 20 de julio de 2017

quítame de encima este fardo que he sido


quítame de encima este fardo que he sido
dolor encadenado por el tiempo y la miseria
ojos momificados que oculté en el lodo de mi boca
memoria del olvido
generosa podredumbre
que es Dios
por qué no enloquecí
al nacer
así no me dolería la vida
no estaría cansado de escribir tantas pendejadas
de pisar aristas 
y morder la tierra fértil
en la que nunca creceré
quítame la piel al menos
no tengo raíces
ni historia personal
soy bastardo
indigno
desierta noche
nada
por qué no sólo aplastas mis dedos
muerdes mi lengua
amortajas mi cabeza
y me tiras...
quizá pueda ser feliz

J. Jonathan de la Cruz Pacheco

martes, 25 de abril de 2017

Infancia ingrata (de los tiernos y terribles infantes)


Los abuelitos Gil y Consuelito. Compartida del álbum familiar. 


A la memoria de los abues Gil y Consuelito

I
A las seis de la tarde la oscuridad invadía San Antonio el rancho del abuelo.
En penumbra y casi siempre bajo una llovizna pertinaz, ¡chipi chipi interminable! Escuchábamos desde el corredor de la casa los gritos de algún indio arreando hacia el corral el hato de vacas y becerros. A sus gritos le acompañaba el tintineo del cencerro colgando del pescuezo de alguna de las vacas. A esas horas el penetrante aroma de café invadía los espacios de la casa. El abuelo en total silencio se daba a la tarea de ir encendiendo los quinqués de petróleo, uno en la cocina, otro en el pasillo interno, y otro más en el comedor. Para la sala y el pequeño vestíbulo reservaba siempre la luminosa luz blanca de la lámpara de gasolina. Los nietos nos arremolinábamos junto a él y atentos seguíamos sus maniobras. Limpiaba la lámpara, revisaba la llave de paso, quitaba el seguro y comenzaba a bombear los gases con una cadenciosa calma, ajustaba el dispositivo de bombeo, encendía un fósforo, abría  la llave de paso y entonces acercaba el fósforo al capuchón de mantilla.
-¡Hágase la luz! Y la luz se hacía.
Blanca y transparente luz en medio del cafetal y los platanares. En medio de naranjos y guayabas. El abuelo se mecía en su mecedora. Repasaba por enésima vez las revistas ajadas y escuchaba la radio. La XEW ponía entonces la música de Agustín Lara y a las ocho en punto la radionovela de Chucho el Roto. Nosotros, nietos de otra época jugábamos serpientes y escaleras o damas chinas.
¡Atentos! Siempre atentos. Con un ojo al gato y otro al garabato.
Teníamos prohibido el café a esas altas horas de la tarde, solamente veíamos cómo iba y venía la taza desde la mano a la boca del abuelo.
El olor del café se evaporaba entonces entre las mecidas del abuelo y entre sorbo y sorbo. Nuestra atención daba paso después a lo que ocurría en la cocina. ¡Dios! El penetrante olor a panes recién salidos del horno. La magia de la abuela y su maravillosa presencia. Blanca y delgada, cabello levemente ensortijado. Ojos claros. El canturreo eterno en los labios. El calor del fogón de leños. En el caldero la enorme olla con la avena en pleno borboteo.
-panes y atole de avena. Magia de la abuela, con mermelada de guayaba, otra obra maestra del abuelo.
La cena era una algarabía de recuentos de nuestras aventuras en el día. El que se subió al árbol de naranjas y por nada se viene abajo. Al que le picó una abeja en el afán de robarse un cacho de panal rebosante de miel. El que resbaló entre el lodazal. El que tomó agua del arroyo y se tragó las larvas de caracol. El que siguió el canto de las peas hasta perderse en el platanar. Justo aquí la abuela hacía un alto en la tarea de servirnos la cena, se santiguaba y decía.
-Dios los proteja, ¡jamás! Sigan a las peas. ¡Aves de mal agüero que delataron a Cristo nuestro Señor y por ellas lo atraparon!
-¿Ya viste dónde andaban, viejo? Preguntaba entonces al abuelo.
Para esas horas el abuelo estaba más atento de Chucho el Roto y de Matilde de Frizac, que de nosotros.
A las nueve el abuelo hacía el camino de regreso, apagaba primero la lámpara de gasolina y se seguía en orden inverso con todos los quinqués de petróleo.
-hora de dormir. ¡Ordenaba! No sugería ni pedía ¡Ordenaba!
La noche se iba entre risas y murmullos. Entre adivinanzas y juegos a oscuras. Entre asomos por la ventana para descubrir en aquella negrura de la noche las titilantes luces de luciérnagas y cocuyos. Entre la música y los chirridos de grillos y chicharras. Entre los lastimeros cantos de búhos y el aleteo ciego de murciélagos.
¡Invariablemente! Alguno de nosotros o todos a la vez, teníamos hambre a las once o doce de la noche y en penumbras y en medio del silencio, tentando en el pasillo, tomábamos a bordo la cocina y desde algún canasto, a hurtadillas nos hacíamos llegar galletas y panes que, la abuela, dejaba estratégicamente dispuestos para los pequeños ladronzuelos.
El sueño nos invadía después hasta dar de nuevo la vida con nosotros alrededor de las cinco y media de la mañana. El intenso aroma de las cerezas de cafetos y el azahar de los naranjos. La ordeña de las vacas. Los gritos del abuelo dando órdenes a los trabajadores. Los bostezos y las cobijas de unos. El suéter y las chamarras de franela. La orinada al fondo del patio. La lavada de la cara y las manos en las frías aguas de la pileta. Pasar al gallinero y recoger los huevos entre el cacareo enardecido de las gallinas. Sacar las bacinicas de los abuelos y tirar los orines en el retrete de la fosa séptica.  
De nuevo la magia de la abuela en la cocina. Los huevos rancheros con frijoles refritos. Queso fresco hecho en el rancho. Las muchachas haciendo las tortillas. Los imperdibles taquitos de tortilla con sal.
En la radio, a las ocho de la mañana, tres patines y la tremenda corte y en el corredor externo, las risas del abuelo ante las ocurrencias de José Candelario tres patines ante el juez. Las complicidades de Luz Maria Nananina y las penurias de Rudesindo Caldeiro y Escobiña.
A las nueve de la mañana de nuevo la aventura de corretear entre los cafetos jugando a las escondidas. Las resorteras haciendo blanco en zanates y tordos que se apresuraban a picotear los plátanos maduros, o a hurtar los granos de maíz del gallinero. El sol despuntando y abriéndose paso entre las nubes oscuras. La presteza del abuelo para construir con su navaja extraños y complicados barcos de corcho y bambú. Barcos mercantes y de guerra. La locura sin par de echarlos a navegar en las turbulentas aguas del arroyo. ¡Empaparnos hasta la coronilla! Descalzos soportando estoicos las punzadas en los pies al caminar entre guijarros y piedras. Al mediodía los interminables partidos de beisbol en la terraza del beneficio de café, y en punto de la una y media, el silencio, la paciencia y la serenidad en torno de la radio, la maravilla de las ondas hertzianas de la XEW y la voz venida desde la lejanía ¡Kaaalimán!
Al caer la tarde de nuevo el reto de andar en los platanares, el asunto de las peas y sus extraños graznidos nos movían un poco el tapete, aun así nos atrevíamos a seguirlas.

II
Ahora veo a mis propios nietos en sus visitas a casa. Tan felices con sus teléfonos celulares y sus tablets. Cada uno emocionado jugando los juegos digitales. A cual más y en solitario con explosivas y alegres expresiones, celebrando algún gol virtual ¡Inexistente! Disparando en batallas contra bestias y seres intergalácticos. Los mayorcitos riendo de videos chuscos y celebrando ingeniosos memes.
-¡Son muy felices! Le digo a mi mujer, mientras da la propina al repartidor de pizzas, y los llama a la mesa. Yo, atento como lo fuera siempre mi propio abuelo y también un poco, para que me recuerden, les voy sirviendo coca cola en vasos desechables.
Me retiro al rincón de mi estudio, libros y libros que me rodean en un extraño mutis. De algún modo me pongo melancólico y triste al pensar en la ingrata infancia que tuve.


© 2017 By Oscar Mtz. Molina

jueves, 20 de abril de 2017

Los dedos del diablo



La encontraron escondida bajo mi cama. A la luz de las antorchas, las rendijas de sus ojos llorosos nada tenían que ver con guaridas de gatos negros o aquelarres. La niña temblaba de miedo. «Es sólo una huérfana en busca de comida y abrigo», dije tratando de cubrir su desnudez. «¡He aquí la prueba de su brujería!», espetó el primer inquisidor, «la maldita hechizó incluso al señor obispo». No dije más. Ella fue condenada a la hoguera, y yo a buscar a otra alma libre que acompañe mis noches.

sábado, 1 de abril de 2017

El olvido y las puertas y ventanas de la conciencia


Doña Carlotita. Fotografía Oscar Mtz. Molina. Berriozabal 2011


De la memoria de doña Carlotita, mi madre.

“Entre la memoria y el olvido, el hombre escoge el olvido, y se da a la tarea de cerrar de vez en cuando las puertas y ventanas de la conciencia, un poco de silencio, un poco de tabula rasa (tabla rasa) de la conciencia, a fin de que de nuevo haya sitio para lo nuevo y sobre todo para las funciones más nobles, este es el  beneficio de la activa capacidad de  olvido, una guardiana de la puerta, una mantenedora del orden anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta; con lo cual resulta visible enseguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente. Criar un animal que se debate entre la memoria y el olvido y que gira hacia el olvido, es criar un animal al que le sea licito hacer promesas”. Nietzsche. Segundo tratado, culpa, mala conciencia y similares. Genealogía de la moral.

La contraparte a la memoria, el olvido.

Mi madre nos ha platicado desde la coquetería de sus pequeños ojos y desde la picardía de su risa, las andanzas por las  frías tierras de Tenejapa Chiapas. Su infancia casi siempre se ha visto reflejada en su memoria por eventos tragicómicos. Amén de algunos francamente trágicos que, fueron sin duda alguna, cubiertos por la magnificencia del olvido. Si por un lado los recuerdos buenos, brotan cual fuente de aguas cristalinas a manos llenas, aquellos malos, se han perdido en esa laguna inmensa que es la no memoria. Mi madre recuerda siempre, con un innegable dejo de alegría, las travesuras con la tía Blanquita. Recorrer la plaza del pequeño pueblo, hablando de los años cuarenta, comer los dulces tradicionales y la algarabía en las fiestas populares. La mezcla pagano religiosa de las celebraciones en la iglesia. La impensable convivencia entre ladinos e indios. “Estaban para servirnos y servían.  Tratarlos bien o mal, era tan sólo tema de la conciencia de cada uno. Tenejapa al caer las tardes, melancolía encajonada entre montañas, la tierra a flor de piso. ¡Por allí! aisladas banquetas. Tiendas y tendejones para joder a los indios, para enriquecerse a costa de ellos. Para comprar sus cosechas, y embrutecerlos con aguardiente de caña, trago de los demonios, trago de alambiques prohibidos. Mamá y la tía Blanquita recorriendo las solitarias callejuelas, molestando a la vecina tocando sus puertas y a un sólo grito, emprender la huida, salir corriendo a refugiarse entre las enaguas y los faldones de la abuela. Corretear gallinas y encaramarse al lomo de las enormes puercas. El abuelo y su negocio de hacer jabones de legía. El abuelo y su presencia gallarda y su sombrero y su entonada voz y su mirada al futuro. El abuelo y mi madre que se quedó un día sin su presencia. Y la tristeza reflejada ahora en estos pequeños y vivaces ojos que parecen agrandarse con cada gesto de su cara, y con cada nota que sale de su voz bien modulada de cantante lírica.
   
Viajar a San Cristóbal representaba siempre una odisea. Recuerda mi madre. Una larga jornada de camino entre barrancas y bosques de frondosas cubiertas. ¡Lodo y lodazales! La carga en las bestias, las sillas y andaderas para que los indios a mecapal subieran la pendiente con los niños pequeños a cuestas ¡En volandas! Los adultos con pisada firme sorteando charcas. La niebla de los bosques, la humedad y la pertinaz llovizna. El alto en algún claro del camino, la cesta de la comida, pushitos de frijol con huevo, tasajo y cecina preparadas por el abuelo, frutos del huerto, verduras cocinadas, huevo duro. Pozol en jícaras para los indios. San Cristóbal de las Casas, era el mundo de los sueños, era la gran ciudad sin angustias o por lo menos con angustias distintas. San Cristóbal era los dulces y el pan frescos, recién hechos. Y eran las grandes Iglesias y las peregrinaciones en familia. Y eran los tíos y primos alrededor del Justo Juez o de Santo Domingo. Y era la locura del día de plaza en los mercados, el regateo de los productos de los indios, hasta casi conseguirlos regalados, y era particularmente en estos casos, el orgullo de las victorias de las amas de casa y de los caballeros coletos para surtir y resurtir sus tiendas para volver a vender los mismos productos semi transformados a los indios, pero a precios mucho más altos y sin regateo alguno. Nos vendían la cera de abejas silvestres y les devolvíamos las velas. Parafina, cera de abejas, pabilos y rueda. El calor derritiendo la cera y la parafina, los pabilos pendiendo de la enrome rueda, el baño cuidadoso y sutil para ir engordando el hilo hasta volverse vela. La abuela Cuca y su enérgica presencia en el recuerdo de mi madre, la primera nieta. La comunicación silenciosa entre ellas. Esa mirada inquieta y a la vez profunda y tranquila. El trago en un pequeño vaso de veladoras sostenido entre sus dedos pulgar y anular y meñique y el cigarro entre el índice y el dedo medio. Alas azules o alas extra. Y al rememorar todo esto y contarlo, mi madre suspira profundamente, como si estuviese aspirando desde la lejanía y el pasado, las volutas de humo que se desprendían de aquellas tardes, de aquellas soledades, de aquellos cigarros.

El problema de la memoria y el olvido puede ser inferido a partir de las reflexiones, sobre los diferentes modos de apropiarse del pasado.

“Para que algo permanezca en la memoria se lo graba a fuego; sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria” Nietzsche

Pero el olvido, y me quedo con esto, es el guardián favorito de las puertas y ventanas de la conciencia. Sin el olvido activo, mi madre seguiría llorando a sus muertos, y en vez de contarnos anécdotas y juegos, presencias y ausencias gratas o no tanto, estaría envuelta en el mundo trágico de su camino. Tiempos infaustos y dolidos. De once hermanos que fueron, tan sólo vivieron tres, los otros ocho fueron cerrando sus ojos al mismo tiempo que a mi madre, le fueron cerrando puertas y ventanas de su conciencia. ¡Ríe y llora al mismo tiempo! se asombra mi hija y mi mujer. Canta y cuenta historias que, a la lejanía parecen chuscas, pero que le cambiaron vida y destino en su momento. Se asombra de minucias y lo celebra todo. Arropa por igual a los hijos y a los nietos y bisnietos. Atiende al hombre con el que decidió compartir la vida desde hace sesenta y tres años; planta y riega sus flores y sus verduras y sus hierbas. Camina siempre con la prisa de quien estuviera huyendo de algo. Canturrea y reza en murmullos. Dormita en pequeños tiempos durante el día y es como si con esa breve pausa, cargara de nuevo de energía, sus pilas.  Nietzsche dice que sin la capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente.

Durante la noche del domingo veintisiete de septiembre del dos mil quince y parte de la madrugada del día veintiocho, en México como en muchas partes del mundo, el cielo nocturno se vio invadido por una espectacular luna roja ¡Luna de sangre! Mi madre rondaba los ochenta años, tengo que decirlo a pesar de que insista que digamos que ronda los sesenta y cinco. Permaneció en vela atenta al espectáculo. Desde las ventanas de la casa, y en la soledad más esplendida, la maravillosa soledad de estar acompañado de uno mismo, siguió paso a paso el encanto del paseo de la luna por nuestro cielo. El asombro y la alegría de haberlo presenciado. ¡Jamás me podía perder lo de la luna de sangre!   Exclamaba mi madre al día siguiente, cuando me platicaba de su desvelo. Era la manera de decirme y de mostrarme su felicidad por continuar su sino, por dar cara buena a la memoria de las cosas gratas, las buenas diría Nietzsche. Y era también de algún modo, la manera de echarle un cerrojo más a las puertas de la conciencia, olvidando recuerdos no gratos. ¡Los malos recuerdos! diría también el filósofo alemán de los grandes bigotes.


© 2017 By Oscar Mtz. Molina