La
encontraron escondida bajo mi cama. A la luz de las antorchas, las rendijas de
sus ojos llorosos nada tenían que ver con guaridas de gatos negros o
aquelarres. La niña temblaba de miedo. «Es sólo una huérfana en busca de comida
y abrigo», dije tratando de cubrir su desnudez. «¡He aquí la prueba de su
brujería!», espetó el primer inquisidor, «la maldita hechizó incluso al señor
obispo». No dije más. Ella fue condenada a la hoguera, y yo a buscar a otra
alma libre que acompañe mis noches.
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