A
la memoria de los abues Gil y Consuelito
I
A las seis de la tarde la oscuridad invadía San Antonio el rancho del
abuelo.
En penumbra y casi siempre bajo una llovizna pertinaz, ¡chipi chipi
interminable! Escuchábamos desde el corredor de la casa los gritos de algún
indio arreando hacia el corral el hato de vacas y becerros. A sus
gritos le acompañaba el tintineo del cencerro colgando del pescuezo de alguna
de las vacas. A esas horas el penetrante aroma de café invadía los espacios de
la casa. El abuelo en total silencio se daba a la tarea de ir encendiendo los
quinqués de petróleo, uno en la cocina, otro en el pasillo interno, y otro más
en el comedor. Para la sala y el pequeño vestíbulo reservaba siempre la
luminosa luz blanca de la lámpara de gasolina. Los nietos nos arremolinábamos
junto a él y atentos seguíamos sus maniobras. Limpiaba la lámpara, revisaba la
llave de paso, quitaba el seguro y comenzaba a bombear los gases con una
cadenciosa calma, ajustaba el dispositivo de bombeo, encendía un fósforo, abría
la llave de paso y entonces acercaba el fósforo al capuchón de mantilla.
-¡Hágase la luz! Y la luz se hacía.
Blanca y transparente luz en medio del cafetal y los platanares. En
medio de naranjos y guayabas. El abuelo se mecía en su mecedora. Repasaba por
enésima vez las revistas ajadas y escuchaba la radio. La XEW ponía entonces la
música de Agustín Lara y a las ocho en punto la radionovela de Chucho el Roto.
Nosotros, nietos de otra época jugábamos serpientes y escaleras o damas chinas.
¡Atentos! Siempre atentos. Con un ojo al gato y otro al garabato.
Teníamos prohibido el café a esas altas horas de la tarde, solamente
veíamos cómo iba y venía la taza desde la mano a la boca del abuelo.
El olor del café se evaporaba entonces entre las mecidas del abuelo y entre
sorbo y sorbo. Nuestra atención daba paso después a lo que ocurría en la
cocina. ¡Dios! El penetrante olor a panes recién salidos del horno. La magia de
la abuela y su maravillosa presencia. Blanca y delgada, cabello levemente
ensortijado. Ojos claros. El canturreo eterno en los labios. El calor del fogón
de leños. En el caldero la enorme olla con la avena en pleno borboteo.
-panes y atole de avena. Magia de la abuela, con mermelada de guayaba,
otra obra maestra del abuelo.
La cena era una algarabía de recuentos de nuestras aventuras en el día.
El que se subió al árbol de naranjas y por nada se viene abajo. Al que le picó
una abeja en el afán de robarse un cacho de panal rebosante de miel. El que
resbaló entre el lodazal. El que tomó agua del arroyo y se tragó las larvas de
caracol. El que siguió el canto de las peas hasta perderse en el platanar.
Justo aquí la abuela hacía un alto en la tarea de servirnos la cena, se
santiguaba y decía.
-Dios los proteja, ¡jamás! Sigan a las peas. ¡Aves de mal agüero que
delataron a Cristo nuestro Señor y por ellas lo atraparon!
-¿Ya viste dónde andaban, viejo? Preguntaba entonces al abuelo.
Para esas horas el abuelo estaba más atento de Chucho el Roto y de
Matilde de Frizac, que de nosotros.
A las nueve el abuelo hacía el camino de regreso, apagaba primero la
lámpara de gasolina y se seguía en orden inverso con todos los quinqués de
petróleo.
-hora de dormir. ¡Ordenaba! No sugería ni pedía ¡Ordenaba!
La noche se iba entre risas y murmullos. Entre adivinanzas y juegos a
oscuras. Entre asomos por la ventana para descubrir en aquella negrura de la
noche las titilantes luces de luciérnagas y cocuyos. Entre la música y los
chirridos de grillos y chicharras. Entre los lastimeros cantos de búhos y el
aleteo ciego de murciélagos.
¡Invariablemente! Alguno de nosotros o todos a la vez, teníamos hambre a
las once o doce de la noche y en penumbras y en medio del silencio, tentando en
el pasillo, tomábamos a bordo la cocina y desde algún canasto, a hurtadillas
nos hacíamos llegar galletas y panes que, la abuela, dejaba estratégicamente
dispuestos para los pequeños ladronzuelos.
El sueño nos invadía después hasta dar de nuevo la vida con nosotros
alrededor de las cinco y media de la mañana. El intenso aroma de las cerezas de
cafetos y el azahar de los naranjos. La ordeña de las vacas. Los gritos del
abuelo dando órdenes a los trabajadores. Los bostezos y las cobijas de unos. El
suéter y las chamarras de franela. La orinada al fondo del patio. La lavada de
la cara y las manos en las frías aguas de la pileta. Pasar al gallinero y
recoger los huevos entre el cacareo enardecido de las gallinas. Sacar las
bacinicas de los abuelos y tirar los orines en el retrete de la fosa séptica.
De nuevo la magia de la abuela en la cocina. Los huevos rancheros con
frijoles refritos. Queso fresco hecho en el rancho. Las muchachas haciendo las
tortillas. Los imperdibles taquitos de tortilla con sal.
En la radio, a las ocho de la mañana, tres patines y la tremenda corte y
en el corredor externo, las risas del abuelo ante las ocurrencias de José
Candelario tres patines ante el juez. Las complicidades de Luz Maria Nananina y
las penurias de Rudesindo Caldeiro y Escobiña.
A las nueve de la mañana de nuevo la aventura de corretear entre los
cafetos jugando a las escondidas. Las resorteras haciendo blanco en zanates y
tordos que se apresuraban a picotear los plátanos maduros, o a hurtar los
granos de maíz del gallinero. El sol despuntando y abriéndose paso entre las
nubes oscuras. La presteza del abuelo para construir con su navaja extraños y
complicados barcos de corcho y bambú. Barcos mercantes y de guerra. La locura
sin par de echarlos a navegar en las turbulentas aguas del arroyo. ¡Empaparnos
hasta la coronilla! Descalzos soportando estoicos las punzadas en los pies al
caminar entre guijarros y piedras. Al mediodía los interminables partidos de
beisbol en la terraza del beneficio de café, y en punto de la una y media, el
silencio, la paciencia y la serenidad en torno de la radio, la maravilla de las
ondas hertzianas de la XEW y la voz venida desde la lejanía ¡Kaaalimán!
Al caer la tarde de nuevo el reto de andar en los platanares, el asunto
de las peas y sus extraños graznidos nos movían un poco el tapete, aun así nos
atrevíamos a seguirlas.
II
Ahora veo a mis propios nietos en sus visitas a casa. Tan felices con
sus teléfonos celulares y sus tablets. Cada uno emocionado jugando los juegos
digitales. A cual más y en solitario con explosivas y alegres expresiones,
celebrando algún gol virtual ¡Inexistente! Disparando en batallas contra bestias y seres
intergalácticos. Los mayorcitos riendo de videos chuscos y celebrando
ingeniosos memes.
-¡Son muy felices! Le digo a mi mujer, mientras da la propina al
repartidor de pizzas, y los llama a la mesa. Yo, atento como lo fuera siempre
mi propio abuelo y también un poco, para que me recuerden, les voy sirviendo
coca cola en vasos desechables.
Me retiro al rincón de mi estudio, libros y libros que me rodean en un
extraño mutis. De algún modo me pongo melancólico y triste al pensar en la
ingrata infancia que tuve.
© 2017 By Oscar Mtz. Molina
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