Mientras abandonaba la monoplaza de la cigüeña para siempre,
el chamaco tiró al vacío sus mejores golpes, por instinto.
—En cuanto llegues a una ciudad, ponte hacha, vivo, cabrón...
muy vivo —le había aconsejado su guía espiritual
mes con mes, mientras observaba con detenimiento su gestación y lo adiestraba
para el incierto porvenir—. En esa ciudad (la más grande del
mundo) hay que estar al tiro, con los ojos bien abiertos y los puños crispados —y la voz se grababa una y otra vez en su cerebro
plastificable. Precavido, el chamaco aprovechó las últimas diez semanas de
gestación para inscribirse a un curso intensivo de artes marciales y agandalle callejero.
Pero consciente de que nunca está de más un as bajo la manga, en un puesto de
fayuca compró una navaja italiana. “Uno nunca sabe lo que vendrá...”, se justificó,
dispuesto a burlar los detectores de armas del Aeropuerto Celestial.
Al primer golpe que recibió, el chamaco
gesticuló, desconcertado. A pesar de las advertencias de su gurú espiritual,
tenía la esperanza de que se tratara de una costumbre local de dar la
bienvenida a los nuevos visitantes. Al segundo golpe, desechó su pensamiento
anterior y maldijo —comprendiendo al fin— y manoteó, pataleó, queriendo escapar de las garras que
férreamente aprisionaban su cuerpo y lo inmovilizaban. Quiso abrir los ojos y
ver qué sucedía, pero una pasta sebosa se lo impidió. Su boca fue abierta sin conmiseración
e introdujeron en ella un tubo largo y rígido, agudamente frío, molesto, que le
provocaba ganas de vomitar y lo asfixiaba. El recuerdo de las series policíacas
norteamericanas que había visto de contrabando en el Cielo lo llevaron temer lo
peor: “Es una pistola... una pistola que te volará la lengua y los sesos...”. Entre
bocanas de flema, la resignación de una muerte temprana lo fue invadiendo. “Es
inútil resistirse, continuar con esta estéril y dispareja lucha”, pensó.
—¡Ya está! —escuchó decir a una voz lejana,
gutural, al otro extremo de la vida, cuando su cuerpo era trasportado por los
aires.
“¡Maldita sea... apenas llego y ya me
llevan de regreso! Ya estoy muerto y ni me dieron tiempo de nada”.
“—¿Por
qué vuelves tan rápido? —preguntará su guía espiritual al verlo
cruzar las puertas del Limbo.
“—¡Juro
que ni me dieron tiempo de nada! Yo esperaba llegar, bajarme, caminar... cruzar
la acera... ¡Ni siquiera abrí los ojos!
“—Ya ni
modo, no tiene remedio —y su guía encogerá los hombros, con una
mueca de desdén y agravio, tomando nota en su libreta de ingresos límbicos.
“—¡Pero
si me dan otra oportunidad te aseguro que... ¡No volverá a suceder!
“—Te aseguro,
hijo, que no volverá a suceder”.
Cuando pudo abrir los ojos, el cuerpo
del chamaco se hallaba sujeto, envuelto, inmóvil; y un enmascarado azuloso lo
contemplaba burlón, apuntándole con el dedo.
—Uno más en mi larga lista —dijo
con hastío el pediatra y abandonó la sala.
Ya solo, abandonado en aquella multitud
de trapos que amordazaban su desnudez, el chamaco soltó el primer chillido de
su vida, lamentándose amargamente:
—Carajo, si me dan otra oportunidad, me cae de madres que no vuelven a sorprenderme. ¡Lo juro!
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