No sé en qué momento abandonaste el vientre materno, pero
cuando abrí los ojos pendías de una viga del trecho, al interior de una
crisálida gigante. Tras la tela, tu cuerpo diminuto, enjuto, enroscado, parecía
ajeno a su nuevo medio ambiente. Me crucé de brazos y me dispuse a esperar con
ansia tu primer movimiento: una patadita o un guiño. Nada. Tras tu piel —una película casi transparente— se podía entrever la red vascular, y en su interior el interminable
ir y venir de la sangre. Un circuito de sangre roja, por acá; un circuito de
sangre azul, por allá. Y tu cuerpo flotaba inmóvil en el aire de la bolsa que
pendía del techo: del antiguo mar en que antes nadabas, no había ni una gota de
agua. ¡Eso no es posible!, me dije. Entonces descubrí en la pared detrás de ti,
un cazo de cobre que contenía el líquido amniótico que, en algún momento, debió
escapar de la crisálida. Sin embargo, podía apreciarse su ascenso vaporoso hasta
las medianías de tu cuerpo. No cabe duda, pensé, que asistimos a una nueva
forma de creación. Y el sueño se fue haciendo más y más profundo, diluyéndose
de la memoria.
13-14 vii 91, León, Gto.
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