jueves, 3 de abril de 2014

La residencia (XII): El nacimiento de mi hija Ireri Alejandra

No sé en qué momento abandonaste el vientre materno, pero cuando abrí los ojos pendías de una viga del trecho, al interior de una crisálida gigante. Tras la tela, tu cuerpo diminuto, enjuto, enroscado, parecía ajeno a su nuevo medio ambiente. Me crucé de brazos y me dispuse a esperar con ansia tu primer movimiento: una patadita o un guiño. Nada. Tras tu piel una película casi transparentese podía entrever la red vascular, y en su interior el interminable ir y venir de la sangre. Un circuito de sangre roja, por acá; un circuito de sangre azul, por allá. Y tu cuerpo flotaba inmóvil en el aire de la bolsa que pendía del techo: del antiguo mar en que antes nadabas, no había ni una gota de agua. ¡Eso no es posible!, me dije. Entonces descubrí en la pared detrás de ti, un cazo de cobre que contenía el líquido amniótico que, en algún momento, debió escapar de la crisálida. Sin embargo, podía apreciarse su ascenso vaporoso hasta las medianías de tu cuerpo. No cabe duda, pensé, que asistimos a una nueva forma de creación. Y el sueño se fue haciendo más y más profundo, diluyéndose de la memoria.


13-14 vii 91, León, Gto.

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