martes, 17 de julio de 2018

Tiempo de nostalgias


Autorretrato con sombrero. CdMx junio, 2018


Cuando me llamó mi padre, algunas semanas después de la muerte del abuelo, lo primero que pensé fue no acudir. Según el notario había que leer el testamento y había por allí en la primera indicación el que estuviésemos los siete nietos a los que nos había heredado. Ninguno de sus hijos. Sólo los siete nietos, hijos de sus cuatro hijos. Tres parejas de primos, y yo en el centro hijo único. Todos cincuentones más que bien acomodados en la vida y sobre todo a sabiendas de que el abuelo, al que habíamos sabido querer en nuestras juventudes, para ese entonces no tenía ni una sola propiedad.
 -Fue el deseo de tu abuelo, hijo, pero como tú lo veas. Había dicho mi padre con un endiablado dejo de tristeza.
Lo consulté con mi mujer y con mis hijos. Por teléfono les pregunté a mis primos si ellos irían. ¡Considerando tiempos y distancias! Con algunos de ellos teníamos más de veinte años de no vernos. Al final decidimos emprender el viaje a nuestro pueblo.
En mi caso, como en la mayoría de los otros, el tiempo y la lejanía nos había vuelto canosos, gordos o calvos. A todos, sin excepción, nos había vuelto demasiado serios, y a alguno además de serio, huraño. Hasta su muerte, la casa en la que había vivido el abuelo sus últimos veinte años, había sido rentada, pagándosela ceremoniosamente entre hijos y nietos y sin escatimar valga decirlo, ni un sólo centavo para que estuviese bien atendido. Así pues, todos sabíamos que bienes materiales no los había en aquel testamento.
¡Fue la curiosidad! El gusanito de saber qué nos podía haber dejado.
Esa misma tarde fuimos recibidos y acomodados en la casa. La renta seguía corriendo hasta finiquitar los asuntos. Allí fue nuestro primer encuentro. Siete primos hermanos distanciados por la propia vida. Siete hombres y mujeres ajenos pero parientes estrechos. Siete vidas que habían pasado memorables veladas durante nuestra infancia y hasta bien entrada nuestra juventud. La cena y las risas entre grito y grito. Entre copa y copa de vino. Pero, sobre todo, entre recuerdo y recuerdo.
Añoranzas de encuentros y desencuentros de niños traviesos. Asaltos a la alacena de la abuela. Interminables juegos en las vacaciones de diciembre y verano. Lunadas y pijamadas en el patio de la casa. El eterno asomo del abuelo cuando la quietud hacía gala entre nosotros.
-algo traman. Solía decirle a la abuela.
Y con suma cautela hacía discretos rondines para descubrirnos engolosinados con los dulces hurtados, o con los panes de la abuela embadurnados con los tarros de mermelada. O más aún, empeñados en planear alguna aventura que, para esas inquietudes, los siete nos cocinábamos aparte.
A las once de aquella noche y habiendo escanciado con la cena dos o tres botellas de vino, decidimos armar la parranda en el jardín de la casa, la noche era fría y húmeda así que, cada uno de nosotros, nos acurrucamos en derredor de una gran hoguera. Entonamos canciones, y gritamos como críos entre risas y carcajadas hasta bien entrada la madrugada. Por momentos sentíamos en aquel corrillo la presencia del abuelo.
Al día siguiente y muy temprano nos sentamos todos en la sala para escuchar, en voz del abogado, la voluntad vertida en el testamento del abuelo.
Formalidades blablablá…
A mis nietos, y aquí no sólo nuestros nombres sino también el apodo que, él, tenía para cada uno de nosotros, moviéndonos de nuevo al recuerdo y a las risas.
Para esto, a la llegada, el notario había llevado consigo una maleta de cuero que, de inmediato, reconocimos como del abuelo.
En la medida que leía el testamento fue abriendo la maleta.
-Dispongo para cada uno de ellos…
Una moneda de oro, una pluma estilográfica Atlántica, un reloj de pulsera Omega, una bolsita de canicas y un juego de matatenas. Y aquí las carcajadas que, brotaron, confundidas con lágrimas.
La historia de aquella visita a la casa del abuelo se la contamos a nuestros hijos al volver cada uno de nosotros a casa. Nuestros hijos lo hicieron a la vez a sus parejas y con el tiempo a sus hijos, nuestros nietos.
Cada año a partir de aquello, primero los primos y después nuestras familias, nos reunimos en el pueblo. Con el tiempo y en un arrebato de nostalgia, entre muchos compramos la casa y la volvimos a vestir como la tenían los abuelos. En el jardín seguimos haciendo las lunadas en derredor de una hoguera. Las tumbas de los abuelos están siempre bien remozadas y limpias, con rosales y crisantemos.
Nuestros tesoros los llevamos a punto, relojes y estilográficas a la mano.
A veces, ancianos de entre setenta y cinco y ochenta años y ante la mirada de asombro de nietos y bisnietos, hincamos las rodillas y nos atrevemos a las matatenas y a las canicas como en los buenos tiempos. ¡Algo más nos habrá dejado de herencia decimos!


© 2018 By Oscar Mtz. Molina

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