En el otoño del 2013 regresé a la ciudad
de Chihuahua, al congreso de la federación de Ortopedia. Regresé después de
treinta y dos años de haber marchado. Regresaba ahora como jefe de servicio del
hospital central sur de Pemex en la ciudad de México, y como profesor del curso
de posgrado para la especialidad en Ortopedia y traumatología, por la
Universidad Nacional Autónoma de México. Me acompañaban al evento, un par de
médicos especialistas, adscritos a mi servicio, y tres o cuatro residentes de
la especialidad. La ponencia de tres pláticas mías en aquel congreso se veía
ahora entreverada en extrañas reminiscencias.
La ciudad había crecido
desproporcionadamente, también se había hecho una ciudad extendida y en extremo
agringada. Dispersos por aquí y por allá, centros comerciales, y hoteles de
lujosa presencia. Vías rápidas y circuitos totalmente ajenos a la ciudad que
había conocido. Haciendo de tripas corazón, en lugar de irme a los paseos
ofrecidos en el congreso, y con la grata y sola compañía de otro nostálgico
amigo que, al igual que yo, quince o veinte años atrás había visitado la
ciudad, dispusimos de todo un día para irnos por el centro a repasar aquellas
nostalgias.
Regresando un tanto a mis tiempos de
médico Interno de pregrado, al pasar ahora, frente al complejo de la unidad
Morelos, renombrado como Hospital Regional número 1. Mi mirada en aquel vetusto
complejo, ventanales brillando con el sol. El recuerdo de mi paso poco grato,
por la unidad de infecciosos del servicio de pediatría. No recuerdo ahora el
nombre del adscrito encargado a dicha área, o mejor aún, pretendo olvidarlo. En
mi memoria un hombre ya entrado en años, hosco, de baja estatura, pediatra con
subespecialidad en infectología. Yo llegaba a rotar después de hacerlo por
Medicina Interna, aquí habíamos aprendido no tan sólo a hacer meticulosas y
cuidadosas notas de ingreso, y evolución clínicas.
Ignorante total de los pormenores
habidos en aquel servicio, en mi segundo y último día en el, acudí al llamado
del jefe de servicio y quién, a raíz de aquella propuesta propia de donación
altruista, en cierta manera mostraba simpatías hacia mí. Entré resuelto a la
sala de juntas, al fondo y con cara de pocos amigos, el pediatra infectólogo,
entre sus manos el expediente apuntado en las hojas de mi extensa nota escrita
apenas, un par de horas. Se trataba del caso de una niña de diez años,
ingresada inicialmente con el diagnostico de neumonía, que había ido
progresando hacía una paquipleuritis y empiema loculado izquierdo. La niña
llevaba internada en el espacio confinado de los infectocontagiosos, a cargo
del doctor en cuestión, alrededor de tres meses, entre los cuales la niña subía
y bajaba en sus condiciones de salud, fiebres que iban y venían, drenajes
continuos de líquidos pleurales purulentos, cultivos, canalizaciones extremas
en venas que, cada vez, iban perdiéndose entre la esclerosis y las
cicatrizaciones dérmicas. Todo lo había documentado en la única nota que me
permitieron hacer en aquel servicio. La frecuencia respiratoria plena de
taquipnea, taquicardia, fiebres registradas en las últimas veinticuatro horas,
mediciones puntuales de la saturación de oxígeno, incapacidad de uso de
músculos accesorios para respirar, hipoventilación y dificultades extremas de
la expansibilidad torácica, pectoriloquia áfona, que es la percepción del
cuchicheo del enfermo a través de la pared torácica en un abundante derrame
seroso pleural. Matidez en hemitórax izquierdo, crépitos en base pulmonar
izquierda. Los cambios en los hemogramas seriados, las respuestas
leucocitarias, las alternancias también seriadas de las pruebas de velocidad de
sedimentación globular, las punciones en busca de hemocultivos que dieran luz
al disparo de los antibióticos, antibiogramas que salían como conejos de una
chistera, por cierto, en aquellos años mozos, no tenía aún este vocabulario
florido y coloquial, y por lo tanto, me concentré tan sólo, en plasmar mis
pensamientos, fundamentados en respaldos
que, la bibliografía médica de aquellos años, obligaba. Y que, en
aquellas juventudes, motivado por los residentes de medicina interna,
agregábamos a cada nota, extensas elucubraciones respaldadas por rigurosas
revisiones bibliográficas. El jefe de servicio, acompañado en aquel momento ya,
por el jefe de enseñanza, me hizo leer delante de ambos, la nota escrita, no
agregué ni omití, absolutamente nada, me remití a la lectura concreta y directa
de lo escrito por mí esa mañana. Datos clínicos del padecimiento, la historia
natural de la neumonía, y de la paquipleuritis, y del empiema loculado.
Pormenores de lo que la bibliografía orientaba en los estudios, hemogramas,
antibióticos, y maniobras de asistencia invadida. Todo perfectamente escrito y
respaldado con una limpieza y una claridad dignas de un experto pediatra en el
ramo de los niños con infecciones aberrantes y de difícil tratamiento. El jefe
de servicio guardaba en todo momento, prudente silencio, ningún comentario había
salido de su boca, ni para bien ni para mal, aunque por la expresión hosca e
impávida del adscrito, bien sabía yo que, las cosas, por alguna razón hasta ese
paso de mi lectura, tendrían un giro en mi contra.
La belleza de mi escrito de aquella
mañana, concluía, desde mi perspectiva, en una narrativa esplendida en torno a
la toracostomía y el manejo de los drenajes pleurales. Una auténtica joya.
Haciendo un repaso de lo dicho
mencionaré que la toracostomía es un método quirúrgico de mínima invasión, que
consiste en identificar un espacio intervertebral apropiado, hacer una incisión
que vaya desde la piel, los tejidos subcutáneos, músculos intercostales hasta
literalmente atravesar la pared externa de la pleura en la que, se sospecha, la
acumulación del derrame, que en el caso de la niña, se trataba evidentemente de
pus. Una vez realizado el pequeño abordaje, se procedía a la colocación de una
sonda de drenaje, que se dejaba pertinentemente fijado a la piel de la
paciente, mediante puntos de seda. El drenaje se colocaba después, en un
sistema de frascos de cristal interconectados, y que tenían la función de
succionar la pus en aquel empiema, el sistema incorporaba una válvula conocida
como de Heimlich.
Volviendo al caso de la niña, decir que
en efecto aquel sistema estaba implantado en ella desde su ingreso al servicio
aislado de infecciones pediátricas. En mi perorata mencionaba las bondades del
drenaje, los cuidados en la herida, las oportunidades de drenar aquel derrame
purulento, de paso mencionaba también sobre las complicaciones tardías tales como
las fístulas bronco pleurales o bronco alveolares, que motivaban una fuga de
aire por las zonas de la toracoscopía, y por supuesto las bondades de los
oportunos cambios de dichos drenajes pleurales, en el afán de evitar sobre-infecciones.
-
¿las bondades de los oportunos cambios de
dichos drenajes pleurales, en el afán de evitar sobre-infecciones? ¡Sarcasmo puro! Aquel había sido el tono que
el doctor pediatra e infectólogo empleó para interrumpir mi lectura.
Se levantó de su asiento. Silencio que corta
espacio y tiempo. Me miró sin parpadear directo a los ojos. Ni siquiera volteó
a ver al jefe de servicio, ni al jefe de enseñanza.
-¡Sépase! Que cambiaremos los drenajes
pleurales, porque así lo hemos discutido antes de que entraras, con el jefe de
servicio. Será por eso y no por todas las pendejadas que has escrito.
Enseguida y ante mis propias narices
rompió aquella belleza de nota médica, con toda la cauda de notas y referencias
bibliográficas.
-y no te quiero ni un segundo más en mi
servicio. Dijo y salió de prisa de aquella sala de juntas.
- ¿cómo se te da lo de Ortopedia y Traumatología? Me preguntó el jefe de enseñanza.
Creo bien, respondí. Aún bajo el pasmo
de aquella despedida de la que, había sido, mi rotación más efímera. Una mañana
del primer día, y apenas dos horas del segundo.
Allí podrás escribir lo que desees, de
todos modos esos cirujanos lo único que entienden es de martillos, sierras,
yesos, parrandas y mujeres.
Y salí enseguida, un poco con el rabo
entre las patas.
© 2018 By Oscar Mtz. Molina
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