En quirófano
Jubileo
¡El tiempo es del hombre! Hijo,
de nadie más que del hombre,
justo por eso,
el hombre deberá en cada ciclo,
ir dando vuelta a la página.
Apuré los
pasos y subí de dos en dos los escalones, era aún muy ágil en aquellos asuntos
de subir escalones de dos en dos, la juventud me apuntaba apenas 27. Me
presenté orgulloso ante el jefe de servicio y sin más preámbulo, comenzó mi
historia. El jefe de servicio, mi maestro, ordenaba uno y otro asunto y yo,
como el resto de mis compañeros acudíamos prestos a resolverlos, o a enredarlos
aún más de lo que estaban, según fueran los ánimos. Porque, dicho sea de paso,
los asuntos banales o los auténticos problemas en la medicina, y
particularmente, en la cirugía, se resuelven o se enredan de acuerdo a los
ánimos. Así pues, residente de pelo y medio, cumplí a cabalidad los compromisos
y las guardias; los desvelos los viví en cirugías trasnochadas, pero también
por allí, en una que otra escapada en pos de miradas fugaces. En aquellas
mocedades, los hubo pacientes que, se encargaron, de hacerme ver que la cirugía
bien hecha, recompensa y que, el ahí se
va, no tiene cabida en las manos y en el bien hacer del cirujano que se
precie de serlo. Cada paciente en aquellas épocas de residencia eran libros
abiertos que, había que estudiar, pormenorizadamente. Cada paciente era a la
vez, un compendio de ética, al que había que tratar con decencia y con total
respeto a su pudor y a su independencia.
En aquellos ayeres y en total concordancia con aquel breve cuento de
Cortázar, las líneas de la mano, en
el que una línea va engarzando eventos varios hasta confluir todos ellos en la
línea de la mano del hombre, así yo, aunque a diferencia de la fatalidad en el
cuento de Cortázar, fui llevado por acciones y decisiones, para mi buena
fortuna, a caminos de bonanza.
El tiempo
del hombre es apenas un parpadeo del universo, un brevísimo suspiro, pienso
ahora, cuando atisbo en la cercanía, el pronto retiro. De la residencia, el
brinco que di, me llevó a la práctica total de la cirugía, a enredarme y
desenredarme a tiempo completo en el quirófano donde, dueño de mis sueños,
labré con paciencia los surcos de mi andar entre campos quirúrgicos. En este
andar se habrá quedado en el camino alguno que otro compañero, otros más habrán
visto quebrantarse el ánimo, abandonándolo, ¡muchos! Por fortuna acompañaron
mis pasos y ahora, al igual que yo, se dispondrán a bajar un poco el ritmo del
paso. Del hospital me lo llevo todo, la
gratitud de haberme formado aquí durante mi residencia médica, la oportunidad
de madurar y crecer en mis años de fructífera capacidad quirúrgica y en el
último tramo, la historia que, dejaré tras de mí al frente de la jefatura.
Extrañaré
sin duda, el saludo matutino de las enfermeras y asistentes, el apretón de mano
de los camilleros y el personal de limpieza. El saludo de mi secretaria. La
algarabía o la seriedad, según los ánimos, de mis adscritos y residentes.
Extrañare el ritual casi religioso de una sala de quirófanos. Extrañaré también
el banco de altura en el que, a lo largo de esta vida, solía sentarme, bien
fuera antes de la cirugía, repasando paso a paso la técnica, o después de ella,
alejándome abstractamente en un mundo paralelo dentro de mi cabeza. Extrañare
el tazón de avena que, solía desayunar a las seis y veinte de la mañana, y las
ansiedades y desmañanádas de mi mujer. Extrañare mis pasos en pasillos del
hospital, pasillos que he recorrido por casi treinta y tres años.
¡Extrañare
sobre manera, el silencio de mi oficina y la taza de café, puntual, a las diez
de la mañana!
Hospital Central Sur de Alta Especialidad
(Pemex-picacho) 1° de marzo de 1985 / 30 de septiembre de 2018
Y
de despedida tres breves Historias de Cirujanos
1. Algo
de la vista
Acomodó las lentillas de aumento y
utilizando la punta de una aguja enfocó el objetivo. Inyectó con el mayor de
los cuidados el anestésico local. Consideró la distancia adecuada e
inclinándose, aproximó su rostro al hermoso rostro de su paciente. El asunto
consistía en identificar meticulosamente las micro lesiones en la retina, al
fondo del ojo y una vez aisladas, efectuar disparos laser para eliminarlas.
Tenía perfectamente dominada la técnica. Se le reconocía como un experto.
El asombro de ayudantes y enfermeras, y
los exabruptos e improperios de la paciente, deben haberse dado porque a tan
estrecha cercanía, en vez de acercarse al ojo, se acercó prendiéndose a los
labios.
2. Lola
Lola se
recostó sobre la fría mesa, abrió los brazos en cruz y permitió que
los sujetaran a las braceras; entornó los ojos, paseó sensualmente la punta de
la lengua alrededor de sus labios y comentó al doctor con malicia: “Jovencita de diecisiete primaveras”. Pusieron la
mascarilla cubriendo nariz y boca, aspiró cuando le dieron la indicación que lo
hiciera; hizo un leve gesto de dolor al recibir la dosis de Pentotal sódico por
la vena; después se fue deslizando por el túnel de la inconsciencia.
Lola soñaba con la cirugía estética, con
la belleza recuperada, con los labios perfectamente delineados y sensuales, con
la nariz perfecta, con los ojos libres de las bolsas y las arrugas espantosas
que hacían las patas de gallo, con los pómulos tersos y la barbilla afilada.
Soñaba también con senos firmes y voluptuosos, areolas cuidadosamente
delimitadas, y pezones inquietos y traviesos. Lola caía irremediablemente en el
tobogán del sueño y las ilusiones y se veía de nuevo chiquilla de abdomen
plano, glúteos redondos y elevados, muslos firmes sin chaparreras, y piernas
sin estrías, ni varices. En una frase suya: jovencita de diecisiete primaveras.
Ni aquella era la sala de quirófanos, ni
aquel el cirujano plástico. El veredicto había sido unánime, la sentencia
emitida sin contratiempo ni revocaciones ni enmiendas: “Pena de muerte”,
dijeron.
3. En
el quirófano
Todo comenzó de la manera más inocente y
trivial que uno pudiera imaginar. Una sala de quirófanos espléndidamente
iluminada, las enfermeras y los jóvenes médicos, aplicados en el devenir del
procedimiento. Un paciente plácidamente acomodado bocabajo. El abordaje nítido
de la columna lumbar. El cirujano en jefe ensimismado en la meticulosa labor de
liberar raíces nerviosas. Y entonces, de pronto la exclamación que, ahora a la
distancia de este recuento, se tornó en absolutamente inoportuna.
-asómense, y observen, una raíz nerviosa
bífida, ¡un hallazgo sumamente raro! Una entre quién sabe cuántos casos- dijo,
emocionado.
Y entonces la doctora N. Anestesióloga,
excelsamente guapa, 34 años, madre esplendida de dos pequeñajos, esposa modelo
del Doctor R, -amigo cercano del cirujano en Jefe-; acercó un banco de altura
justo detrás del cirujano, subió a él (al banco, no al cirujano), colocó una
mano en el hombro del doctor, aproximó su cuerpo a la espalda y su rostro al
del jefe.
–No veo bien- exclamó.
Y repitió todo lo que he mencionado,
pero estrechándose los cuerpos hasta hacerse uno solo, hasta volverse una sola
unidad. Y se prolongó la explicación abundando en detalles, y la hasta ese
instante, firme mano del cirujano, fue invadida por un espantoso temblor, y se
estremeció su cuerpo al sentir el aroma de la hermosa doctora, y el roce en las
mejillas, y la voz cercana al oído, y los pezones que, como dagas, amenazaban
con perforar su espalda.
Y jamás volvió a ser todo como antes.
Hubo excesos al inicio. Cirugías
largamente retardadas con amplias y explicitas cátedras demostrativas, y
decenas de rarezas que ameritaban la observación minuciosa, hasta el vicio,
donde procedimientos verdaderamente comunes, daban pie a extensas divagaciones.
Siempre con el velado asombro y con la ansiada cercanía de la doctora, siempre
con la proximidad de aquel cuerpo hermoso y joven, siempre con el beneplácito
del resto de los concursantes, siempre con la jovialidad del cirujano en jefe,
y siempre con la oportunísima presencia de aquel banco de altura que,
notablemente, se había convertido en el más ruin de los cómplices.
4. Y
uno de caperucita roja
En aquellas ocasiones en las que él se
ponía muy feroz, caperucita corría a ponerse su baby doll rojo, y entonces
hacían de cuenta que andaban en el bosque y retozaban sin parar hasta que, la
abuelita, los invitaba a tomar chocolate o el leñador, con el ceño fruncido y
en tono amenazador, le advertía al que se ponía feroz: mucho cuidado con “comerse”
a caperucita. Y cuando dijo,
comerse, hizo las señas habituales de entre comillas, que consiste en
hacer orejitas de conejos con los dedos índice y medio de ambas manos.
© 2018 By Oscar Mtz. Molina
1 comentario:
Querido Oscar dejas una huella profunda que debemos seguir.....
Gracias. Felicidades en esta nueva etapa. Y a tu familia un gran abrazo
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