Por si fuera necesaria, una breve introducción…
Los Cuentos para leer en clase son resultado del tedio; son los hijos bastardos que la necedad llevaba a cuestas, hijos procreados entre el falso estudio y la no menos falsa enseñanza. Son producto de la amnesia que convoca el ronroneo soporoso de un reloj en el interior de un aula y que, entre bostezos, obscenamente se posa sobre los cráneos desnudos con la insistencia de una mosca terca que revolotea, desciende y hunde su trompa lo mismo en un manjar suculento que en un plato de excremento.
Los Cuentos para leer en clase fueron escritos al interior de un aula en horas de enseñanza, guiados cuidadosamente por el cuchicheo monótono de un profesor entorpecido por la edad burocrática y el creciente rencor a una sociedad cruel y despiadada que en el fondo no ceja de mofarse de sí misma.
¡Son los hijos ocultos en las cloacas de la casa vecina! Los monstruos acéfalos que ocultamos bajo la cama al oír los goznes de la puerta; los siameses que se entierran bajo el patio (a resguardo de los perros hambrientos). Son la sátira perversa que la desgana convoca con un no fingido encono malintencionado. Son el vómito repugnante que siguió al bacanal incontrolable…
No son, sin embargo, consecuencia de rencores incontrolables a la medicina o la enseñanza, porque jamás el sueño o el hastío nacieron de ellas; simplemente, fungieron como el medio propicio para que algunos entes llamados profesores acrecentaran su güevonería parásita a costa de estudiantes no menos güevones y valemadristas, que no tuvieron reparo en desperdiciar tiempo y juventud sin que el menor remordimiento les punzara el alma.
―¡Un momento hijo de puta! ―grita desde su tumba en vida el Dr. Mario Testelli Matarelli (sic), emergiendo desde lo profundo como un recuerdo punitivo y quisquilloso. Sabias sus palabras, terribles sus arranques―. ¿Y dónde quedamos los profesores más cabrones, aquellos que nunca los dejamos dormir en clase? ¿Aquellos desgraciados que con sorna picamos sus ojos, pateamos sus huevos y escupimos su rostro, por pendejos? ¿Acaso nuestro empeño no fue digno de tomarse en cuenta? ¡Litros de bilis derramada en vano, me cae de madre!
Se necesitan más de unos segundos para digerir su resurrección. Luego, con la seriedad y la desconfianza que exige siempre su persona, respondo:
―Cierto. Cuando la clase demanda en demasía no sobra tiempo para dormir sobre los libros. Tampoco alcanzan los sarcasmos para mitigar la angustia. Y, por desgracia, Maestro, toda regla tiene su excepción ―que generalmente se olvida―. Sus clases, aunque magistrales, no fueron más que una breve pesadilla que los psiquiatras habrán de exorcizar.
―Entonces, pinche Manolo, sé congruente y no generalices. ¡No todos fuimos hechos de la misma mierda! Por favor di a tus lectores (si es que hay alguno que no sea producto de tu imaginación calenturienta) que no todos tus profesores fueron mediocres, que hubo sus contadas y sobresalientes excepciones (como la de un servidor y otros cabrones que andan por ahí). ¡Y por favor, déjame morir en paz, no quiero seguir oyendo estupideces!
(Y el mal sueño en que se convirtió para muchos estudiantes de fisiología el fantasma del doctor Mario Testelli, regresa al subconsciente del que nunca debió haber salido.)
Por eso, curioso lector, al escrutar el origen de estos cuentos no puedo olvidar a la bella, cordial, buenota y joven profesora de fisiología ―¡miembro del equipo de profesores del doctor Testelli!― por ser la musa que una tarde me tocó con su aura inspiradora. No habían transcurrido ni diez minutos de clase y ésta ya era un desastre. Antes de los veinte minutos de perorata insufrible, presa de convulsos desasosiegos, caí en un sopor indomable. No valieron tallones de ojos, piquetes de costilla o apretón de huevos. Aquel bostezador irreal y grotesco no podía ser yo. Sin embargo, tras una peyótica y prolongada ausencia, y contra toda esperanza inicial, luego de sobrellevar (¡Dios sabrá cómo!) la hora y cuarenta minutos que duró aquel sufrimiento: ¡el primer cuento de este libro estaba escrito!
Por desgracia, debo dejar en claro, no fue la belleza desbordante de la profesora la que me atrajo y saturó mis sentidos, sino la ocre monotonía en que tanto empeño puso para que sus alumnos tuviéramos un merecido descanso. Es por eso que, años después, admiro y agradezco esa su habilidad para entretejer y destejer ―cual moderna Penelopea― el principio sin fin de sus clases; las casi dos horas de sueño que nadie estaba dispuesto a desaprovechar. Estoy seguro que sin ese noble gesto de su parte ―lo digo de corazón, sin sarcasmos―, este libro jamás hubiera sido posible. Por eso agradezco su desfachatez para ser una ignorante perfecta, el histrionismo que usó para modular su voz y no despertarnos intempestivamente; a su mal gusto en el vestir, y a tantas y tantas cosas a las que no presté atención por causa del sueño. Pero sobre todo, reconozco su valentía pues sabiendo que carecía de la mínima pizca de pedagogía, por seis largos meses se empeñó en brindarnos ―con puntualidad inglesa― las clases más tediosas, aburridas e insufribles que jamás recibí durante mi formación como médico.
A esta noble médico (de la que he olvidado el nombre, por razones obvias), dedico este mi más puro y sentido libro Cuentos para leer en clase. Su enseñanza fue extrema y sin ella este libro habría sido una alucinación más.
j. m. ortiz soto, hospital lic. adolfo lópez mateos, méxico, d. f., 1995.
*Forma parte del libro Cuentos para leer en clase.
4 comentarios:
Me ha encantado este escrito
Cuando estaba en el secundario tuve los peores profesores de literatura que puedan concebirse. Tal era el desfasaje entre mi amor por los libros y lo que ellos enseñaban, que llegué a creer que 'la literatura' era un castigo!!!
No pongo sus nombres en mi página (faltaría que los anote en la vuestra) porque en verdad los he olvidado.
Empeñado en seguir leyendo y solo me queda esperar. Un abrazo Rub
Patricia, como suele suceder, tuve buenos y malos maestros. Irónicamente, recuerdo más a los malos, sobre todo porque aprovechaba sus clases para escribir mis cuentos. Debo decirte que el Dr. Mario Testelli fue uno de los profesores más tiranos que tuve. Una vez hizo una pregunta y pasé al frente del aula, cuando me quise hacer a un lado para que mis compañeros vieran lo que escribíamos en el pizarrón, me dijo: "La clase es entre tú y yo, esos pendejos no estudiaron". Así pasamos la hora. Ya lo conocía yo cómo profeso: dio clases a dos de mis tíos. Aún así, aprobamos el curso tres alumnos, con califiación de 6 (la mínima aprobatoria). Saludos.
Rubén, hoy que platicábamos de libros que hemos escrito me hiciste recordar Cuentos para leer en clase, donde recojo los momentos de mi formación como médico: carrera, internado, servicio social, pediatría y cirugía pediátrica. Desde luego, todo desde una óptica sarcástica a veces, y otras cruda y rencorosa, sobre todo en los malos momentos con aquellos profesores (as) hijos de... sabemos el resto. Con gusto los iré presentando. Saludos.
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