Alberto nos presentó a su mamá y a su hermana. Su papá, un prominente cirujano, hacía tiempo que vivía en Guadalajara. Subimos a su Crown Victoria y salimos a la tarde tibia de la colonia Roma.
―¿Qué plan, Alberto? ―preguntó Eric, comenzando nuestro habitual interrogatorio.
―Todo está en orden. Dije que somos de la Secretaría de Salud. La dueña se asustó al principio, pero se acordó que soy cliente distinguido y se tranquilizó ―a continuación nos repartió a cada quien su especialidad―. Yo soy el ginecólogo ―se agandalló.
Tenía mis dudas sobre ser especialista al vapor; dejar el uniforme blanco de estudiante por bata y ropa de vestir no agregaba años a nuestra apariencia. Seguíamos siendo los mismos chamacos de tercero de medicina, pero disfrazados.
―¿Ven aquella muchacha con la niña? ―mis cavilaciones fueron interrumpidas por la voz de Alberto, que señalaba a una mujer al otro lado del crucero―. Vamos a divertirnos.
El chirrido de las llantas al frenar hizo que la gente buscara instintivamente de dónde provenía. Antes de que la mujer con la niña se diera cuenta de que el motivo de aquel alboroto ella, Alberto le había cerrado el paso con el choche, subiéndolo a la banqueta.
―¡Ella fue la que se robó a la niña, señor agente! ¡Ella fue! ¡Deténgala! ¡Deténgala! ¡Llévesela a la cárcel!― gritaba Alberto a un imaginario policía que debía estar entre nosotros. La joven mujer, llorosa y sin comprender qué sucedía, negaba ser secuestradora e imploraba que se trataba de un error: ella sólo era la sirvienta y llevaba a la niña del parque a su casa. Cuando la gente comenzaba a acercarse para ver que sucedía, Alberto, que no había soltado el volante, metió el acelerador y desaparecimos del lugar.
―¡Pinche Alberto, estás bien loco! ―exclamó Jesús. Le dimos la razón. Alberto reía como orate.
Imagen tomada de la red.
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