Su nombre importa, pero se llamaba Alberto. Sus apellidos me los guardo porque aún vive, y no sea que se ofenda y me demande. Llegó al grupo a comienzos del tercer semestre y pronto su presencia bonachona nos fue familiar. Su apariencia era la de un joven estudioso y de buena familia; sociable y caballeroso, inteligente y honesto. Nadie entre sus nuevos compañeros se hubiera atrevido a poner en duda que se trataba de un alumno ejemplar, por lo que no tardó en ser disputado por todos los equipos. “Si se queda con nosotros, de menos tendremos coche para transportarnos”, pensábamos los jodidos. Con el apoyo de su dinero y de sus conocimientos el año sería menos pesado, y la vida más agradable.
Cuando Alberto reprobó el primer examen todos nos sorprendimos, pero aceptamos que cualquiera puede tener un tropiezo. “Sólo el que no camina no se cae”, filosofó Rodolfo Hau, padrote de la colonia Morelos y experto en este tipo de tropiezos. Cuando los exámenes reprobados se acumularon, la preocupación se apoderó de nuestro equipo, y lo que en un principio había sido admirada consideración conmutó en odio y desesperación: ya no era una sino cuatro las materias en las que el equipo naufragaba. El consenso general fue qué demonios hacer para que Alberto se largara de una vez y nos dejara a los demás estudiar para salvar con las uñas el año.
A todo esto, Alberto sólo sonreía y prometía estudiar y trabajar con ahínco. Sin embargo, su cinismo pronto fue substituido por la mediocridad y de la noche a la mañana ¾así como había llegado¾ a nadie le importó su desempeño académico y se le permitió seguir tal cual era (hasta se llegó a pensar en qué habría sido del grupo si él hubiera fallecido en el terremoto del 85).
¾¡Una pérdida irreparable! ¾musitaba Tenopala, los ojos anegados en lágrimas―. ¡Es ya el personaje más sobresaliente del grupo!
Imagen tomada de la red.
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