Por las tardes deambulaba por el parque, la iglesia o el palacio municipal y al saludarlo, sabías que su mano era una pinza revestida por piel gruesa. Traía cabello corto, que lo cubría con su sombrero de palma; la frente, surcada por hondos canales, servía de marco para unos ojillos que ven mejor cuando los entrecierra, pero que no adivinas qué hay detrás; sólo una gran carnosidad, que amenaza con saltar.
Las fiestas del pueblo estaban por terminar. En la plaza había ruido de tambores, violines. Sobre la gente arremolinada pude atisbar entre la cerca de hombros y sombreros, el baile del payaso
En medio del cuadrado estaba él, vestido de payaso; en cada ángulo un bailador. Movía hombros y piernas con la gracia y elasticidad; se acercaba a cada uno de los danzantes y, bajo el influjo de la música, estremecía su cuerpo, lo hacía temblar durante unos minutos y, con vertiginosa armonía, saltaba de una esquina a otra. Tal parecía un reto, que finalizaba consigo mismo. Bailaba solo; sus acompañantes habían desaparecido y entre el silencio y la risa destacaba más su profunda soledad: se hacía irreal, sin tiempo, y era un espíritu libre, lejos de la pobreza y la miseria diaria. Poco a poco doblaba su cuerpo con finos estertores, llegaban las convulsiones y, la muerte que coincidía con la nota aguda y lastimera del violín. El público le miraba con tristeza, como viendo parte de su vida en la muerte del payaso. Poco después cada quién seguía su camino.
Jamás me hubiese imaginado que aquel aserrador con ojillos de camaleón y manos de madera fuese un bailador que tuviese la gracia de un colibrí.
Un mes después supe que estaba en el penal; su hijo, Nemesio, me contó que los militares supieron donde estaba aserrando, porque quien lo había contratado, se encargó de decirles, para evitarse el pago de su trabajo.
Le dejé unos centavos, y la promesa de estar pendiente de su familia. Salió un año después. Volvió a aserrar; sólo que ahora lo hacía por encargo de la autoridad; nadie como él para sacar la tabla: tan recta, tan limpia. Cuando llegaron de nuevo las fiestas, aquel payaso con cuerpo de potro y alas de colibrí, ya no daría más saltos de felino.
Un mes después supe que estaba en el penal; su hijo, Nemesio, me contó que los militares supieron donde estaba aserrando, porque quien lo había contratado, se encargó de decirles, para evitarse el pago de su trabajo.
Le dejé unos centavos, y la promesa de estar pendiente de su familia. Salió un año después. Volvió a aserrar; sólo que ahora lo hacía por encargo de la autoridad; nadie como él para sacar la tabla: tan recta, tan limpia. Cuando llegaron de nuevo las fiestas, aquel payaso con cuerpo de potro y alas de colibrí, ya no daría más saltos de felino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario