De ancas descomunales, el animal era poseedor de una
estupidez a toda prueba. La curvatura insultante de sus muslos materializaba la
expresión suprema del valemadrismo mexicano “me lo paso por el Arco del Triunfo”. Y efectivamente: bajo su curvatura bien templada podía pasar, sin contratiempos, una peregrinación
a la Basílica de Guadalupe.
—¡Putacaballadelachingada! —exclamé
al sentir bajo mis nalgas la pétrea y rasposa osamenta de su columna vertebral.
Con rencor rezagado, espoleé sus ijares
hasta hacerlos sangrar. Un jadeo gutural emanó de sus entrañas cavernarias, y un
hongo de espuma sulfurosa adornó sus belfos. Sus ojos, inyectados de sangre
oscura, parecían la calca exacta del mítico Caballo del diablo. Un sudor
pegajoso hirió con su humedad sádica mis genitales, mientras la espoleaba tratando de ganar la otra orilla de ese pinche primer año que, a pesar de haber vendido mi
alma al diablo, se negaba a terminar.
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