Sábado. Apenas habían transcurrido 12 horas de guardia, de las 48 presupuestadas para el fin de semana; pasaba de las ocho de la noche y la puerta del comedor continuaba cerrada. En la larga fila, todos nos mirábamos entre sí, impacientes, sin alcanzar a comprender qué carajos sucedía. Quince minutos después, al fin se abrió la puerta y asomó la dietista. "Sírvanse lo que encuentren...", dijo entre dientes, con voz áspera y despectiva. Yo estaba el primero en la fila y entré al comedor. El lugar se veía desolado y deprimente, casi en penumbras y con las mesas y sillas vacías. Detrás de la barra no atendía nadie, solo había un par de bandejas con quesadillas de queso, jamón y una rebanada de jitomate; un galón de salsa de tomate y una olla de plástico, de unos veinte litros de agua de Jamaica descolorida, complementaban la cena. Estaba por servirme dos quesadillas, cuando la voz de la dietista me pateó en los riñones: "No más dos...". Pensé en contestarle que solo tomaría dos —aunque mi hambre y mi cansancio daban para zamparse una docena—, pero el rictus de su cara de gendarme me mandó callar y seguir mi camino hacia la mesa. Me pareció notar algo raro en el bote de la salsa cátsup, pero en ese momento no supe qué podría ser. No soy alguien antisocial —como afirmarían después algunos de los presentes, igual o más enfadados que yo por el retraso de la cena, lo jodida de ésta y las condiciones en que se estaba desarrollando—. Mi relación con el servicio de dietología de los hospitales en los que he estudiado deja mucho qué desear, lo sé, pero sin ponernos a ver de quién ha sido la culpa, hasta ese día conseguimos llevar las cosas por lo sano: tú me sirves de comer porquerías, yo hago como que no me doy cuenta y me lo como; después de todo, mi precaria economía —y el tiempo— no me permite salir a un restaurante, a una fonda o a los tacos y tortas de allá afuera. "¿Qué no estás oyendo...", tronó la mujer. “¿Y en qué quiere que me sirva el agua? ¿En la mano?”, bufé. "Ese es tu problema; no hay vasos; yo vine sola a la guardia". “Pues ese es su problema”, ladré, a punto de lanzarme a su yugular, pero me contuve. Ladee la cubeta del agua de Jamaica y vertí su contenido en la cuenca de mi mano izquierda. El silencio abismal que se hizo en el comedor, fue roto por la voz de la cocinera. "¿Qué haces...?". “Me sirvo el agua en lo que tengo”, respondí con voz no menos chillona. La carcajada ruidosa que soltó el bote de salsa cátsup fue la gota que derramó el inexistente vaso. No estaba para soportar sus burlas y lo estrellé contra la pared. "Y sí: somos perros hambriados, pero su trabajo es darnos de comer dignamente, vieja huevona". Me olvidé de la charola con las quesadillas y salí del comedor.
Aquella sería la primera vez que estuve a nada de ser expulsado de la residencia.
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