miércoles, 1 de junio de 2011

Una historia psiquiátrica (VIII)



―Lo de prenderle fuego al periódico, ya fue otra cosa. Creo que estaba medio molesto porque no me quiso comprar un juguete. No me acuerdo qué. Le dije que entonces quemaría la casa. Se me quedó viendo muy seria, luego me dijo: “Lo tendré que platicar con tu padre, Alberto”. No me quedó muy claro a qué se refería. Si le iba a contar lo incendiar su casa o, lo que es más seguro, que le disparaba diábolos a la gente. ¡Pinche bruja traidora! Si antes no la quería, después de amenazarme, menos. En la siguiente visita me llevé una caja de cerillos y cumplí mi palabra: le prendí fuego el periódico que tenía amontonado en un cuarto de las cosas viejas. Por un momento me quedé ahí contemplando como las llamas avanzaban devorando el papel, acercándose a las sillas viejas y cortinas. En un rato arderá todo, pensé, y tuve miedo; salí corriendo en busca de la sirvienta. Entre la abuela, la sirviente, unos vecinos y yo, logramos controlar el fuego. Tenía miedo que se fuera la gente, pues sabía que en cuanto nos quedáramos solos me iba a regañar. Pero no dijo nada, tomó el teléfono y llamó a mi mamá para que viniera por mí. No me quitaba el ojo de encima.               
 “Será mejor que no me vuelvas a traer a este muchacho a la casa ―dijo con voz grave y seca―. A menos que vengas tú con él, para que lo cuides”.
            La viejita sabía guardar un secreto: nunca contó a nadie lo sucedido.
Imagen tomada de la red.

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