lunes, 15 de noviembre de 2010

Una operación cesárea de emergencia


El obstetra pegó la oreja al estetoscopio de Pinar. Luego de unos segundos en que la angustia escurría por su frente en forma de tortuosos arroyuelos de sudor, el latido fetal brotó por fin de las profundidades maternas. Aunque débil y frágil, era el signo de vida que él tanto necesitaba. “¡Está vivo!”, gimió, trató de contabilizar el número de latidos por minuto del corazón atrincherado al interior de la enorme barriga. Varias veces comenzó la cuenta y otras tantas debió suspenderla,  atolondrado por el desafío de tener que conjuntar minutos y foco fetal, contracciones uterinas y quejidos de dolor. Con el tufo sombrío de la muerte golpeando su nariz, no necesitaba ser genio matemático para comprender que el nonato sufría y que, para salvarlo, debía interrumpir el embarazo.
            —¡Pasa cesárea! ―anunció el obstetra con voz de barítono microbusero.
De entre las camas de recuperación apareció un joven camillero de rostro bovino y andar desgarbado.
—Cama quince ―ordenó la enfermera a cargo del área.
El joven bovino condujo la camilla hasta la sala de quirófano y, con la habilidad del cargador experimentado, depositó a la parturienta sobre la mesa de operaciones.
—¡Ya estese quieta, señora! ―gruñó el anestesiólogo cuando una contracción estuvo a punto de hacer caer a la mujer de la mesa. Un poco más calmado, agregó―: Mire, madrecita, vamos a empezar de nuevo, preste mucha atención a lo que digo: dóblese toda, pegue la barbilla a la panza y flexione las rodillas, ¿sí?, pero por ningún motivo se vaya a mover. ¿De acuerdo?
Con la ayuda de la enfermera dobla a la paciente por la cintura, baña en merthiolate su espalda baja, tienta entre las vértebras lumbares y marca con la uña el sitio preciso a puncionar. Pinches viejas, maldice, añora el sueño tibio de casa; no concibe que alguien que ha pasado la mitad de su vida embarazada sea incapaz de seguir instrucciones tan simples. Debe ser que el embarazo las apendeja, si no ¿cómo explicarlo?
—No se mueva, madrecita. Sólo otro piquetito y acabamos.
Tras casi veinte horas de trabajo de parto, la mujer está cansada y fastidiada. A estas alturas no sabe qué le duele más: si la espalda agujerada, el abdomen contraído o la vagina distendida por la enorme cabeza del chamaco, que insiste en salirse por abajo. Quisiera mandar todo al carajo… pedir que ya termine este tormento.
—Tranquila, madre, no te desesperes ―el obstetra palpa la barriga, zangolotea el témpano de carne ahora flácida, se preocupa: sabe que con la anestesia han desaparecido las contracciones, pero con ellas se fue el latido fetal. El silencio de aquel vientre inerme espanta―. ¡Bisturí! ―grita, exige, observa hipnotizado la panza amarillenta, cual joroba calva de dromedario; siente pulsar los testículos, hechos nudo en la garganta.
Al paso del acero inoxidable, la carne se abre complaciente. A través de la enorme herida asoma el útero gestante, cubierto por una madeja de varicosas serpientes venosas que, cual medusa funesta, parece presagiar la desgracia. El obstetra hace una pausa en busca de una calma que no siente, pero luego vuelve y las decapita de un tajo horizontal. A punto del colapso, tantea el pantano sanguinolento y se aferra a un par de pies babosos que arrastra sin conmiseración fuera de la prisión materna; asoman los muslos, las nalgas, y un churrito de mierda verde oscura que se desparrama sobre el campo quirúrgico.
—Sólo un poco más…  ―se anima, hala con fuerza la cadera engarrotada.
Pero el niño (“¡Es un niñito, señora: ya le vi los güevitos!”, dice el anestesiólogo, madrugando a todos con la noticia) se niega a continuar naciendo. No valen jalones, gritos, maldiciones, súplicas, promesas… el chiquillo se resiste a dejar el hogar que por cuarenta y dos semanas lo ha albergado. Por toda la sala se respira el aroma denso de la desgracia. Agotados los recursos, el obstetra sólo acierta a suplicar a un ser supremo que ilumine su cerebro nublado: “Dame un poco de luz, Señor… y te juro por mi santa madre que dejaré de ser el hijo de puta que he sido hasta ahora”. La lámpara se cimbra sobre su cabeza y él devuelve la mano exploradora a las entrañas cenagosas. Indaga, palpa la oscuridad rojiza y de pronto encuentra el porqué de la distocia: dos enormes prominencias escapulares impiden la salida del chamaco. ¿Será otro par de brazos? ¿Otro cuerpo? ¿Acaso asiste el nacimiento de un monstruo?
—¡Carajo! No tengo idea qué puedan ser, pero tampoco tienen por qué estar aquí. Mejor las corto y que sea lo que Dios quiera ―de
una cuchillada secciona los apéndices rebeldes.
Por fin libre del anclaje ―náufrago al que la gentileza de la vida ofrece otra oportunidad―, el chiquillo emerge del abismo. Ajeno a la algarabía que suscita su nacimiento, suelta el llanto.

Imagen tomada de la red.

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