Sin gran delicadeza, la gorda mujer fue colocada sobre la
mesa de operaciones. El anestesiólogo —aún
con el reflejo del sueño sobre su cara izquierda— lavó
mecánicamente la región lumbar; colocó un punto de anestésico y dijo quien sabe
qué palabras (como quien habla dormido) y a continuación fue introduciendo
lentamente la monumental aguja. “¡Ay!”, se quejó la señora y se fue quedando
dormida. Lo último que alcanzó a decir fue que quería un hijo rojo —posiblemente remembrando sus clases de filosofía ceceachera.
Con la ayuda del residente de ginecoobstetricia y la enfermera circulante, pronto
le dieron vuelta, dejando que la prominente panza apuntar al techo, como una
diminuta montaña de carne oscura.
—¡Date prisa para lavarla! —gritó
el obstetra desde las profundidades del sueño, intuyendo que en menos de quince
minutos entraría en acción.
El larguirucho residente musitó un “sí
doctor, como usted diga” indefinido y tomó un cepillo, unos guantes rojos, una cubeta
de veinte litros y se dedicó a restregar la prominente panza, previamente untada
con detergente con penetrante olor a durazno.
En el fondo de la monumental barriga,
el chamaco no la pasaba del todo bien. Había tenido que soportar, sin protestar,
la reducción borisvianesca del útero a cada contracción. “Y no hay ni para dónde
hacerse”; pensaba que de un momento a otro el mundo se le vendría abajo. Pero
por más que trataba de oponer resistencia, su cuerpo cedía, cada vez más
enjuto. Cuando creyó encontrar al fin una salida, no tanteó bien las dimensiones
y su cabeza quedó atorada en medio de un camino de huesos y carne macerada. “Carajo.
¿Y ahora cómo demonios salgo de aquí?”. Quiso volverse atrás, pero el camino estaba
cerrado. No le quedaba más remedio que esperar un milagro. Cuando las
contracciones cedieron — por agotamiento— creyó que tras la luz vendría la calma.
—Ya nomás le doy otra pasadita... doctor. Luego la cera líquida
y quedará rechinando de limpia —escuchó gritar al residente en las
alturas.
Es cierto que el escuincle no tenía
forma de saber lo que es encontrarse atrapado bajo las ruinas de un terremoto
como el del “85”,pero por esos hechos inexplicables del destino, tenía la
sensación de que él ya había nacido aquel fatídico 19 de septiembre, y que el peso
que lo asfixiaba salvajemente, era resultado de las toneladas de escombros que
lentamente acabarían con su vida. “Sólo espero que estos cabrones que se oyen
allá afuera no tarden mucho en rescatarme, pues hace como cuatro días que se me
acabó el agua”. Tocó su cuerpo y no pudo percibir la humedad de antaño. Seco.
Árido. La piel a medio lacerar. Quiso orinar para humedecerse un poco, pero su
vejiga soltó un quejido y se quedó con las ganas. “Que no tarden tanto. Si no,
que mejor vuelva a temblar y esto se acabe de una vez por todas, chingada madre”.
En ese momento, el guante rojo ascendió
impávido entre la oscuridad de la carne: tres, cuatro restregadas más... y un
rayo de luz que penetró momentáneamente por aquella rendija se disipó en
silencio.
El nonato apenas pudo percatarse de lo
sucedido.
Jamás oyó el jadeo de los perros
amaestrados que los alemanes trajeron solidariamente. Jamás supo que existía el
topo de Tlatelolco. Cuando los rescatistas lo encontraron estaba flácido,
amoratado; su corazón apenas tenía la fuerza para maldecir entre lejanos
latidos. Fue necesario que lo despertara a gritos: “Despiértate hijo de la
chingada; ¿qué no ves que ya nos despertaste a todos y ahora quieres seguir dormido?
¡Pura madre, cabrón! Y le metí un tubo en la boca; le metí el oxígeno a la
fuerza, y no que no: el escuincle despertó chillando, amodorrado, encanijado,
pero si por su culpa me habían sacado de la cama para atenderlo, ¿creía que iba
a permitir que el muy cabrón descansara como bello durmiente?”.
Ya más tranquilo, con el neonato
envuelto en trapos azulosos, retorciéndose bajo la luz de una lámpara térmica,
me fui a dormir. ¡Eran cerca de las cinco de la mañana! ¡Buena hora para hacer
una cesárea!
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