martes, 11 de febrero de 2014

La residencia (IX): La Cebra


Todos la conocían como la Cebra. No porque galopara a grandes velocidades ni mucho menos por la blanquecina coloración de su pelambre. El mote tenía su origen en la semejanza que la hermanaba con el asno y su empedernida costumbre a vestir con gruesas rayas. Puede decirse en su descargo que no era una cebra común: lo mismo la rodeaban franjas azules que verdes, rojas o amarillas. Y era precisamente este hecho el que la llevaba a ser rechazada por la manada, animales guiados por cánones preestablecidos que no veían con buenos ojos la desviación de uno de ellos. Y si a todo eso le agregamos que su fenotipo dejaba mucho qué desear... Su enorme altura y su flaca y alargada grupa, desataban el chismorreo de compadres y comadres:

¡Esta cabrona más parece una jirafa!

Sus más cercanas amistades muchas veces le sugirieron que mejor se pintara de manchas café y cambiara de manada. Pero en el fondo, a pesar de su innata rebeldía, la Cebra era insegura y prefería ignorar los comentarios hirientes. Hasta ese día en que su idiosincrática bestialidad se posesionó de su mente y, cansada de habladurías, mandó al demonio a toda la manada.

Me tienen hasta la rechingada dijo con su voz de siempre, mormada y cavernaria. Y se fue relinchando, pues hacía tiempo rumiaba que, en realidad, no era cebra, sino una yegua desproporcionada. Desde luego, teoría sustentada en el viejo cuento de El patito feo.


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