Todos la conocían como la Cebra. No porque galopara a
grandes velocidades ni mucho menos por la blanquecina coloración de su
pelambre. El mote tenía su origen en la semejanza que la hermanaba con el asno
y su empedernida costumbre a vestir con gruesas rayas. Puede decirse en su
descargo que no era una cebra común: lo mismo la rodeaban franjas azules que
verdes, rojas o amarillas. Y era precisamente este hecho el que la llevaba a
ser rechazada por la manada, animales guiados por cánones preestablecidos que no
veían con buenos ojos la desviación de uno de ellos. Y si a todo eso le agregamos
que su fenotipo dejaba mucho qué desear... Su enorme altura y su flaca y
alargada grupa, desataban el chismorreo de compadres y comadres:
—¡Esta cabrona más parece una jirafa!
Sus más cercanas amistades muchas veces
le sugirieron que mejor se pintara de manchas café y cambiara de manada.
Pero en el fondo, a pesar de su innata rebeldía, la Cebra era insegura y prefería
ignorar los comentarios hirientes. Hasta ese día en que su idiosincrática bestialidad
se posesionó de su mente y, cansada de habladurías, mandó al demonio a toda la
manada.
—Me tienen hasta la rechingada —dijo con su voz de siempre, mormada y cavernaria. Y se fue
relinchando, pues hacía tiempo rumiaba que, en realidad, no era cebra,
sino una yegua desproporcionada. Desde luego, teoría sustentada en el viejo cuento de El patito feo.
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