Orgulloso croaba un sapo sobre el dedo índice de la profesora de fisiología, se henchía orgulloso al saberse del color del oro. Atraído por el alboroto, un reloj observaba la escena desde la muñeca de la extremidad opuesta. Era uno de esos relojes de plástico que cualquier incauto puede adquirir por unos cuantos pesos en puestos callejeros; sin motivos para alardear, trataba de pasar desapercibido. El sapo ―mientras tanto―, continuaba pregonando a las cuatro paredes del aula su noble ascendencia áurea.
Tanta presunción terminó por molestar al reloj tepiteño que, incapaz de contenerse, exclamó furioso:
―¡Quieres callarte! Con tanto alboroto vas a provocar que mis circuitos electrónicos se descompongan.
El sapo, sorprendido, encaró al vacío.
―¿Y tú quién eres? ―dijo tan sólo por decir algo. Cuando sus enormes ojos saltones localizaron al enemigo resguardado bajo el puño de una manga, estuvo a punto de soltar una carcajada. ¡He ahí un relojillo demasiado simplón para ser de clase! ¡Y de color azul rey encendido!
―Supongo que eres nuevo, no recuerdo haberte visto por aquí ―agregó despectivo.
―¡A parte de parlanchín, ciego! Pues te equivocas, querido aristócrata: llevo tiempo viviendo en este mismo sitio. Sólo que... como no soy de esos que alborotan, suelo pasar desapercibido…
―Pues por el colorcito que te cargas, no me sorprende… ―murmuró el sapo entre dientes.
―…en cambio a ti ―que no sabes del silencio y el recato― te conozco más que a un amigo de toda la vida. Y sé algunas cosillas que…
El sapo se sintió ofendido.
―¿Qué insinúas, pitufo desgraciado? ―explotó, se retorcía de coraje.
―Nada, charlatán.
―¿Charlatán? ¿Yo charlatán? ¿Cómo te atreves a llamarme así? ¡Me estás insultando! ―y sin decir más, el anillo se puso a llorar.
Contrariado por la intempestiva reacción del sapo, el reloj terminó por ceder a los impulsos de su noble corazón asiático.
―Ni aguantas nada, sapito, sólo una broma
―Pues si me conoces también, deberías saber que no estoy para ese tipo bromitas. Heriste mis sentimientos.
―No fue mi intención ofenderte, te lo juro ―se disculpó el reloj azul en un tono sarcástico que dejaba mucho que desear.
―¿Acaso no insinúas que no estoy hecho de oro? ―insistió el sapo, herido en su amor propio.
El reloj no respondió, le costaba trabajo seguir con aquel juego, mantener viva una disputa que en el fondo no sentía propia (ni siquiera al recordar los orígenes fangosos de su contrincante) y decidió acabarla de una vez por todas.
―Sabes, Midas ―el sapo hinchó su pecho agradecido―, nuestra diferencia puede ser resuelta sin que nadie salga lastimado.
¾¿Y quién será el juez de paz?
¾Alguien que nos conoce muy bien y que no querrá dar lugar a suspicacias: la maestra, nuestra dueña.
El reloj activó su alarma y se escuchó una tonadita monótona que había hecho de la Séptima Sinfonía de Ludwing van Beethoven una vergüenza. Atendiendo al llamado, la maestra interrumpió su discurso y discretamente bajó la cabeza hasta la altura de la mano, en señal de confidencia.
¾¿Qué quieres? ¾inquirió.
¾El sapo y yo queremos hacerte una pregunta.
¾¿Qué no ven que estoy dando clase? Está bien, pero apúrense.
¾¿Es cierto que el sapo es de oro?
La maestra echó una rápida mirada a los alumnos, al ver que seguían plácidamente dormidos, contestó:
¾¡Desde luego que es de oro puro! ¡Me costó una fortuna!
Zanjado el incidente, la maestra continuó con la clase de fisiología.
Ciudad Universitaria, México, D. F. 1984.
2 comentarios:
Todo un gusto leer esta narrativa con un toque de fantasía.
Saludos.
saludos. resulta interesante el relato, al inicio oriantada hacia las fabulas y despues el giro. felicidades.
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