Festejamos la noticia: el elevador se había descompuesto y la doctora Graciela C. difícilmente cargaría sus obesos setenta y tantos años a través de cuatro pisos de rampas y escaleras tan sólo por el gusto de echarle a perder la tarde a sus alumnos. Por educación ―a pesar del poco riesgo que implicaba―, acordamos esperarla los treinta minutos reglamentarios antes de oficializar la suspensión de clases; ya después, con la conciencia tranquila, podríamos ir al estacionamiento a emborracharnos. Un tanto preocupados por la ausencia de la maestra (que nunca faltaba a sus clases), con sincera pesadumbre observábamos el reloj a intervalos regulares de cinco minutos, sólo para comprobar que el tiempo seguía honestamente su marcha, y se desvanecía entre el penetrante olor a formol y la presencia contundente de los cadáveres sin nombre, siempre puntuales a su obligatoria lección de anatomía.
¾A mí se me hace que la pinche viejita ya no vino ¾dijo el Ocho con su inconfundible acento costeño y su risa libidinosa¾. Pos nomás de intentar subir a pie tantos pinches pisos, seguro que se infarta.
A nadie emocionó aquel comentario tan fuera de lugar. La doctora C. ¾dada su avanzada edad¾ difícilmente podría subir un peldaño y respirar al mismo tiempo. Además, era un hecho científicamente comprobado que después de ascender diez escalones, la anciana desfallecería, caería pesadamente sobre el concreto, mientras un tumulto de jóvenes pre-médicos iría a su lado agitando sus batas, tratando de proporcionarle un medio ambiente mejor oxigenado. Por desgracia toda ayuda resultaría inútil. ¡Pobre doctora! Fallecer de esa manera, y todo por su amor a la enseñanza, por el deseo de no faltar jamás a una clase. Dejando en el pasado viejas rencillas, sobre todo por malas calificaciones, algunos alumnos nos sentíamos conmovidos, dispuestos a guardar luto riguroso a su memoria. En los tres meses que restaban del curso, no permitiríamos que un profesor más joven ¾seguramente un oportunista¾ ocupase la plaza que la doctora C. tan celosamente había logrado conservar durante cincuenta años.
¾Mus-chas-chi-tos... ¾retumbó su voz en mi memoria, áspera, fría como un recuerdo de ultratumba; pesada, entrecortada, agitada, derritiéndose en el sofocante calor de una muerte por obesidad y asfixia. De ninguna manera ¾me prometí¾ dejaría de recordar cada uno de sus comentarios y enseñanzas; el día de mañana no dejaría de exaltar su habilidad para realizar una disección sin más instrumento que sus agudas uñas amarillas, y qué decir de ese gesto tan característico que usaba para limpiarse el sudor de la frente con el dorso de una mano empapada de grasa y pedazos de tejido. Pero lo que más me dolía era imaginar a una multitud de gusanos hambrientos que estarían escarbando suculentamente su fofa inmensidad.
¾¡Pobre mujer! ¾dije en voz alta, llevado por el sentimentalismo, recordando que alguna vez me había ofrecido para vivir su penthouse (como reconocimiento a mis buenas calificaciones y a la carencia de familiares cercanos en la ciudad). Unas lágrimas amargas rodaron de mis ojos. ¡Sería preferible que su cadáver fuera donado al anfiteatro de medicina!, comenté, recordando el gran amor que ella profesaba a la anatomía. ¿Qué mejor destino para un cadáver cansado al que ¾en estos últimos años¾ ya nadie glorificaba, o, peor aún ni siquiera toleraban? Desde luego, pensé al recordar sus monumentales proporciones, para que su gloria sea todavía mayor, la disección deberán realizarla estudiantes de anatomía previamente seleccionados, los más chingones, las mejores calificaciones, los más cabrones de la generación...
¾Pool ejem-plo o túú, much cha chito... ¾ fui seleccionado, elegido por la voz de su recuerdo, tocado por su dedo como quien huye macabramente de la muerte. Escuchar su voz, después de muerta... O me estaba volviendo loco o yo era una especie de médium amateur, que había logrado hacer contacto con el alma de la doctora C. Mis ojos se abrieron desmesuradamente, observando las gavetas en las que reposaban los cadáveres. Y allí, ante una de ellas, con meditabunda rectitud, estaban reunidos mis compañeros de clase. Ya no tuve duda: el cadáver de la doctora C. dirigía en persona su propia disección. Horrorizado, quise salir corriendo de ahí, abandonar definitivamente aquel cuento de Allan Poe en el que me había introducido. El estruendo de las sillas al caerse me devolvió a la realidad: me había quedado dormido. Un tanto avergonzado, me concentré en la clase de anatomía que la doctora Graciela impartía diestramente, mientras limpiaba de su rostro el sudor, dejando sobre el pelo que le cubría la frente minúsculos pedazos de grasa y músculos acartonados.
Imagen: La anti-lección de anatomía del doctor Nicolás Tuulp.
2 comentarios:
Qué buen texto. Una sonrisa antes de dormir, es relajante... un abrazo Rub
Muy buen cuento, producto de las ensoñaciones y los recuerdos. siempre grato remontarse a traves del texto a lugares por los que uno se fue formando, añoranza al vapor del formol y al lugubre espacio de los anfiteatros.
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