Después de tres semanas de clases no habíamos puesto un pie en el área de quirófanos y los alumnos del grupo l316 empezábamos a perder la confianza en el ser humano, sobre todo porque siempre creímos que en una materia como Técnicas quirúrgicas habría más práctica que teoría. Casi al borde de la desesperación colectiva, una mañana un comentario de Eric Hazán a Jesús Takajashi me hizo abrigar nuevas esperanzas sobre mi enseñanza quirúrgica y, desde luego, sobre un provechoso futuro como médico cirujano: la profesora ¾mujer soltera, rebasando ya la mitad de la vida¾ ocultaba detrás de sus gruesos lentes y su indumentaria de monja frustrada, cierto misticismo de coneja de Alicia en el País de las Maravillas. Y como si aquel descubrimiento fuese parte de un encantamiento ¾en un acto de abrir su corazón al nuevo grupo de alumnos y despojándose de falsas máscaras y añejos prejuicios¾, su sonrisa apareció ante nosotros como la de una dulce y tierna conejita rosa. Sus enormes dientes blancos y brillantes se mostraron sin conmiseración ni reticencias y aún los alumnos de la décima fila pudieron ver su brillo de anuncio televisivo y constatar su fortaleza. Sus cejas se arquearon dando a los profundos ojos rojos una expresión vivaracha y entrañable, mientras su par de orejas crecían aritméticamente hasta alcanzar las proporciones adecuadas para cubrir la última fila, así fuera de comentarios entre dientes. Ya sólo le faltaban unos blanquecinos y rígidos bigotes que dieran a su nariz el carisma y el encanto de las conejillas al olisquear su entorno o mascar displicentes un chicle de tutifruti.
¾No hay duda ¾sonrió Alejandro Membrillo al contemplar la metamorfosis¾: el amor de esta mujer por sus alumnos la ha transformado en una coneja de prácticas. ¡Ella es el conejo que por tres semanas nos habían negado!
¾¡Finalmente hoy operaremos! ¾ gritamos todos, satisfechos.
Cuando el primer equipo quirúrgico pasó al frente la doctora había completado la metamorfosis y movía coquetamente su diminuta y esponjada cola. Eric la tomó en sus manos y la acarició rítmicamente; mientras le demostraba nuestro aprecio, la depositó sobre la mesa de operaciones improvisada en el aula.
―¿Todo listo? ―pregunté a Fabiana Ballesteros, que hacía de anestesióloga.
―Sí.
Las inmensas orejas de la coneja se elevaron como torres expectante, pero ni el gran amor a la enseñanza ¾del que tanto hablaba la maestra y del cual habíamos recibido ya una muestra en su metamorfosis¾ fueron suficientes para evitar que escapara cuando Fabiana acercó a su rostro la mascarilla con el cloroformo y Bongo ¾el primate más torpe del equipo¾ empuñó el filoso bisturí con el que habría de explorar sus entrañas.
Imagen tomada de la red.
1 comentario:
Manolo... recuerdos de aquellos tiempos y después ... un abrazo Rub
Publicar un comentario