lunes, 31 de enero de 2011

Dr. Arthur Conan Doyle



Sherlock Holmes como profesor de medicina
Recién egresado de la Facultad de Medicina de Edimburgo, Arthur Conan Doyle se encontró a sí mismo como un novel médico con poca clientela y mucho tiempo libre. Fue en estos largos períodos de obligada inactividad y forzada permanencia en su consultorio que empezó a escribir; quizás lo hizo como una forma de combatir el tedio o como un intento de incrementar su menguado ingreso personal; el resultado final fue la creación de uno de los más conocidos y célebres personajes literarios: el detective “amateur” Sherlock Holmes.
      Personaje de rasgos bien definidos y fuerte caracterización, Holmes es uno de los pocos hijos de la pluma que posee el don de ser tratado como si realmente fuera un hombre de carne y hueso.
      Alto y desgarbado, de nariz ganchuda y vivos ojos grises, frío y metódico, sagaz observador de activa imaginación, con amplios e inconexos conocimientos sobre química, anatomía, botánica, literatura sensacionalista, música y leyes, que por una parte, ni pretenden ser eruditos y por otra, superan ampliamente al promedio.
      Holmes es también ciclotímico: capaz de sumirse en la mayor abulia y de salir de ella en un santiamén con una verdadera explosión de actividad física y mental, vive en constante lucha contra el aburrimiento y utiliza cocaína endovenosa como estimulante mental. No le teme al esfuerzo físico, con frecuencia llega a la extenuación durante la investigación de un caso y no pocas veces debe utilizar la fuerza física para defenderse o para atrapar un criminal. Sin embargo, su más llamativa cualidad es su asombrosa capacidad deductiva, mezcla de trabajo mental e imaginación.
      Con todas estas características que lo convierten en el detective por antonomasia, es cosa por demás notable que no haya sido inspirado en algún personaje policíaco más o menos célebre de la época sino, por el contrario y casi naturalmente, dada la profesión de su creador, en un médico.
      Conan Doyle conoció al Dr. Joseph Bell en la escuela de Medicina donde este último era profesor y a la sazón gozaba de gran reputación por su ojo clínico. Observador cuidadoso y detallista, estaba dotado de algún grado de teatralidad que ayudaba no poco a su reputación; es bien conocida la anécdota aquella en que ponía en evidencia a un paciente alcohólico –que negaba rotundamente su dipsomanía– al acusarlo en voz alta de beber demasiado mientras tocaba con el dorso de la mano la pequeña cantimplora que éste escondía en el bolsillo interno de su saco. La entereza con que el Dr. Bell insistía en sus alumnos para que estos desarrollaran un profundo sentido de observación debió calar hondamente en el joven Arthur que fue algún tiempo su ayudante.
      Pasar de Joseph Bell a Sherlock Holmes quizás no fue demasiado difícil y el propósito de convertir a un “detective médico” en un detective consultante resultó en cambiar el acto médico en un acto policíaco, como el mismo autor lo anotó en El problema del puente de Thor: “Usted es como un médico que quiere enterarse de todos los síntomas antes de diagnosticar”.
      De este modo podemos ver que, siendo Holmes un detective que surgió de la Medicina, bien puede convertirse en un buen profesor de la misma.
      La práctica diaria y habitual de la Medicina radica en la semiología, que es aquella rama del saber médico que estudia los síntomas y signos de la enfermedad y la forma en que éstos pueden ser recabados, reunidos y relacionados a través de la historia clínica y el examen físico del paciente. Siendo el interrogatorio de víctimas y sospechosos y la recabación de hechos e indicios la base de la investigación criminal, lo que nuestro detective nos “enseñe” en esto último fácilmente lo podemos trasladar a lo primero. Sin embargo, la más profunda e importante enseñanza que nos deja Sherlock es la de la forma en que debemos pensar, porque de nada sirve recabar la información de la enfermedad del paciente si no logramos utilizarla correctamente.
      Y es que en Medicina, como en toda profesión y aunque en ella se haga más hincapié, la práctica profesional radica sobre un trípode de conocimiento adquirido, observación –entendido como el examen físico del paciente– y raciocinio. De cada una de estas bases, Sherlock Holmes nos da excelentes ejemplos como veremos a continuación, no sin antes mencionar que él mismo las cita directamente cuando comenta al doctor Watson sobre cierto detective francés a quien ayudó en un caso: “Cuenta con dos de las tres cualidades necesarias al espíritu investigativo: la facultad de observar y la facultad de deducir. Falla en cuanto a conocimientos, pero eso quizá le venga con el tiempo” (El signo de los cuatro).
      Hemos visto que los conocimientos de Holmes eran extensos y variados, pero enfocados de acuerdo a las necesidades de su trabajo, no pretenden ser absolutos o eruditos aunque ciertamente son bastante profundos; iguales deben ser los conocimientos del médico: ampliamente generales en muchos campos y finamente especializados en muy pocos, o en sus palabras: “nada más fácil que adquirir ciertos conocimientos y profundizar en las materias que comprende la profesión de cada uno” (K.K.K.). Sin embargo, es importante notar que, como no se puede guardar todo en la memoria, no debe dudarse en recurrir a adecuadas fuentes de información, como dice en la ya citada aventura titulada K.K.K.: “No todo puede conservarse en el cerebro; para eso están las bibliotecas”. Y es que en los más de cien años que han transcurrido entre el inicio de las aventuras del detective londinense y nuestro fatigado fin de siglo, hemos adquirido más fuentes de información que los simples índices y volúmenes de una biblioteca, sin olvidar que dicha información también ha aumentado exponencialmente. Hoy, más que entonces, dependemos de las bibliotecas y de cualquier otra forma de almacenamiento y consulta de datos que tengamos disponible. Y si el conocimiento de la materia de la profesión es importante, no por ello otro tipo de conocimiento lo es menos; así lo demuestra Sherlock que, entre matraces y retortas, lupas y pipas, crímenes y criminales, siempre tiene a la música, en la que está bien versado, como su descanso y catártico espiritual.
      La observación en el trabajo de campo policiaco del detective encuentra su símil en la exploración física del paciente por parte del médico; ambos comparten muchas cosas en común (incluyendo el hecho de que se va a la exploración luego de un buen interrogatorio). Deben ser extensos pero dirigidos, (hay saber que se busca, que se lo quiere encontrar o que no se quiere encontrar); deben ser decididos y nunca indolentes y siempre se debe estar dispuesto a tomar en cuenta todo aquello que se encuentre, porque siempre es posible hallar cosas inesperadas cuando se examina el lugar de un crimen…o a un paciente.
      El siguiente fragmento tomado de Estudio en escarlata ilustra a la perfección la acuciosidad y extensión que una adecuada observación merece: “…sacó de su bolsillo un metro y una lupa y se puso a examinar todos los rincones de la habitación silenciosamente, parándose aquí, arrodillándose allá, y algunas veces hasta tendiéndose cuan largo era en el suelo… Estas investigaciones duraron veinte minutos. Tan pronto Holmes medía con minuciosidad extremada la distancia entre dos señales casi invisibles, como aplicaba el metro contra la pared para medirla por extenso. Una de las veces cogió un puñado de polvo gris del suelo y lo metió en un sobre. Por último, examinó detenidamente con la lupa los contornos de las letras escritas con sangre. Y acabado este examen, dio por terminada su investigación y se guardó el metro y la lupa en el bolsillo… Después, dirigiéndose a los dos policías, añadió: Permítanme que les dé algún detalle que quizás pueda serles útil. Estamos en presencia de un asesinato, y lo ha cometido un hombre; este hombre tiene una estatura de un metro ochenta centímetros por lo menos, y está en la plenitud de la vida; sus pies son pequeños con relación a la estatura; llevaba calzado vulgar de punta cuadrada y fumaba pitillos de Trichinópolis”.
      La virtud más conspicua de Sherlock Holmes es su facultad de deducción, que es a su vez el más claro ejemplo de trabajo mental lógico y adecuadamente encauzado que sigue necesariamente a una apropiada observación. Es aquí donde Holmes no puede brindar más ayuda, pues si la labor fundamental del detective es la de atrapar al criminal, la del médico es llegar al diagnóstico y es en ello donde se hallan las mayores dificultades, porque no basta tener conocimiento y ser buen examinador, hay que saber sacar las conclusiones correctas. Él mismo así se lo advierte a su amigo Watson en El carbunclo azul: “Veo que, a pesar de ser buen observador, no sabéis razonar vuestras observaciones”.
      Claro que no basta con elaborar adecuadamente las observaciones; es necesario colegir lo que de ellas se desprende. Es frecuente realizar diagnósticos prematuros y llegar a conclusiones equivocadas cuando se analiza con rapidez y sin profundidad la información que se tiene, especialmente cuando no se tiene demasiada experiencia o cuando se insiste en negar las evidencias; lo primero es frecuente en los médicos más jóvenes y lo segundo, paradójicamente, en los médicos con mayor tiempo de práctica. Solamente con un correcto proceso lógico (o deductivo, si prefiere el lector) se puede evitar caer en dicho error, porque no siempre es fácil recordar que no hay que “ajustar los hechos a las hipótesis sino las hipótesis a los hechos” (Una aventura regia). Otro argumento similar a esta “pequeña máxima” se puede leer en El valle del terror : “La tentación de formar hipótesis prematuras, partiendo de datos insuficientes, es el veneno de nuestra profesión”.
      Holmes nos enseña también que si uno está seguro de sus razonamientos, siempre y cuando haya hecho el adecuado proceso deductivo que se inicia desde los conocimientos adquiridos previamente, se encauza al hallar el problema, se confirma con la observación y, finalmente, produce conclusiones, no se debe temer el apegarse a ellos; y no es que existan en Medicina “misterios” difíciles de resolver o que las enfermedades se comporten siempre como un teorema euclidiano; es simplemente que el adecuado razonamiento da bases seguras sobre las cuales trabajar. Nuestro detective lo expresó así en El soldado que perdió el color: “Una vez que se descarta lo imposible, lo que queda es la verdad por improbable que parezca. Puede ocurrir que queden varias explicaciones en pie, en cuyo caso se les somete sucesivamente a todas las pruebas, hasta que una de ellas resulta con mayor fuerza de convicción”.
      Desarrollar esta disposición mental para enfrentar y alcanzar un diagnóstico no es un proceso rápido; muchas veces se desarrolla por la simple práctica y, en otras, por la necesidad, precisamente, de hacer un diagnóstico. Muchos médicos llegan a un momento en su carrera en que se encuentran a sí mismos como los únicos responsables de un paciente; si aquí no se llega a completar este proceso que hemos venido comentando, no se llegará nunca a él. El verdadero mérito radica en alcanzar esta forma de epistemología médica por pura formación autopersonal, a fuerza de desarrollar las propias capacidades, un buen nivel de autocrítica, de incrementar los conocimientos, y de ganar confianza en sí mismo; es más difícil, pero es más satisfactorio para el médico y para sus pacientes.
 TOMADO DE …http://usuarios.lycos.es/victor22/medicina.htm

2 comentarios:

gremlin dijo...

¿Cómo olvidar a tan ilustre médico y escritor, inspirador y compañero, a traves de sus historias, de tantas tardes y noches? Gracias por esta entrada.

sendero dijo...

Es imperdible para todo aquel que se interese por la literatura y un maestro en la observación, que los médicos a diario aplicamos. Un abrazo y gracias por dejar tu opinión Rub