Se armó la revolución: la obstetra frunció el ceño, hurgó
intempestivamente debajo de los campos quirúrgicos y, al borde de la histeria, volvió a preguntar:
—¿Seguro que no están entre el material?
La instrumentista, ojillos de ratón hechizado, repasó mentalmente la cuenta del instrumental a su cargo. No,
las tijeras no aparecían por ninguna parte.
La obstetra metió la mano a la cavidad
materna, estrujó el útero, pellizcó en su prisa una tripa despistada y miró con
furioso rencor al residente que la ayudaba en la cirugía.
—¿Dónde demonios las dejaste, Castro?
—Yo ni siquiera las agarré, doctora... —chilló el residente cual osezno asustado.
A cada segundo transcurrido, la respiración de la
obstetra se hacía más difícil al interior del quirófano. Su última esperanza,
los benditos rayos x, demostraron que, efectivamente, las tijeras no se
encontraban en la panza de la parturienta ni se las había tragado el neonato. Por
lo que se procedió a cerrar a la madre, y a no abrir al recién nacido.
—A ver dónde aparecen después.
Nota de un camillero metiche: Las tijeras sí estaban en el
quirófano, o al menos ahí estuvieron un buen rato, después se supo que el
residente de ginecoobstetricia, supersticioso y temeroso de las brujas (la señora por operar era de San Francisco del Rincón, Guanajuato), tomó de la crilera las tijeras y, sin que nadie lo viera, las
colgó con tela adhesiva detrás de la puerta. Pero también se supo que la bruja, conocedora del
antídoto para alejarla de ahí, entró por la puerta de la sala contigua, las descolgó y las arrojó a
un bote de basura, rompiendo el hechizo. Después, tranquila y maligna como era, se
dispuso a operar. De alguna manera, el bisturí y el resto del instrumental, pero sobre todo su pericia, realizarían el trabajo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario