El profesor levantó sus ojos cadavéricos al cielo y un
filosófico reproche emanó de sus pútridas entrañas. Fue una especie de científica maldición que nadie en el
presidium trató de entender (pues era de todos sabido que el lenguaje de los hombres sabiospedus era incomprensible para el
resto de los mortales). Luego dejó escapar una retahíla en
la que trasportaba al susodicho erretrés desde su origen humanoide hasta la intersección
prehistórica pediatrus generalus. Llevado
por la ligereza incuestionable de su lengua, el profesor lo confrontó con su origen divino y extraterrestre. Pero el
erretrés en cuestión hacía rato que había dejado de prestar atención a las
palabras del decano; de vez en cuando, unos sonidos guturales lograban introducirse en la
maraña de sus pensamientos adormilados. Hacía más de hora y media que se concentraba exclusivamente en la habilidad de aquella lengua reptiliana para decir estupideces.
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