Los vi acurrucados en el rincón de siempre. Había en su expresión algo que no correspondía a su fisonomía
característica. Posiblemente sea el tedio que lleva a cuestas el transcurso de una
semana pesarosa, o que ahora, después de una larga y tormentosa noche, la
pesantez del sueño desplome sus párpados desvelados.
—A ver, cabrones, vengan acá —silbé,
como todas las mañanas, con ese sonido de serpiente tan característico al que
los tenía acostumbrado. No se movieron. ¡Vaya!, pensé, un tanto sorprendido.
¿Qué les pasa a estos hijos de la chingada?
—A ver niños, ¿quieren que les cante una canción de cuna o qué?
Nada. Su mutismo y estatismo iba más
allá de cualquier broma. En conclusión: había algo que no funcionaba.
Preocupado, caminé descalzo hasta mi par de
viejos tenis Le Coq. Estiré la mano y los toqué. Mi sorpresa fue
mayúscula: ¡Ardían en fiebre! ¡Maldita sea!, rezongué. ¿Por qué demonios los lavé a media semana?
Ahora pagaría las consecuencias: acudir descalzo al
hospital.
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