jueves, 29 de mayo de 2014

La residencia (XVI): Resfriado


Los vi acurrucados en el rincón de siempre. Había en su expresión algo que no correspondía a su fisonomía característica. Posiblemente sea el tedio que lleva a cuestas el transcurso de una semana pesarosa, o que ahora, después de una larga y tormentosa noche, la pesantez del sueño desplome sus párpados desvelados.
A ver, cabrones, vengan acá silbé, como todas las mañanas, con ese sonido de serpiente tan característico al que los tenía acostumbrado. No se movieron. ¡Vaya!, pensé, un tanto sorprendido. ¿Qué les pasa a estos hijos de la chingada?
A ver niños, ¿quieren que les cante una canción de cuna o qué?
Nada. Su mutismo y estatismo iba más allá de cualquier broma. En conclusión: había algo que no funcionaba.
Preocupado, caminé descalzo hasta mi par de viejos tenis Le Coq. Estiré la mano y los toqué. Mi sorpresa fue mayúscula: ¡Ardían en fiebre! ¡Maldita sea!, rezongué. ¿Por qué demonios los lavé a media semana?
Ahora pagaría las consecuencias: acudir descalzo al hospital.

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