I
La luz roja se prendió tres veces en el ojo izquierdo de la
cigüeña y por el altavoz se escuchó la voz del Señor: “En cinco segundos, llegarás a....” y un coro de ángeles inició gregorianamente la cuenta regresiva.
Cuando el conteo estuvo en cero, la cigüeña echó una última mirada al paquete.
¡Tantos años transportando para la compañía Cigüeñaire du Ciel! Ahora sólo era
cuestión de terminar la entrega y después la feliz jubilación. Por eso — contrariamente a los principios de la compañía, volvió sus
ojos rojos, como si hubiera estado fumando marihuana toda la noche, para
observar por última vez en su vida profesional, la neonata carga...
II
Por enésima vez la Gordamadre hizo acopio de fuerza. Su rostro
jugueteó del rosa al rojo al morado al azul profundo, mientras gruesas gotas de
sudor rodaban como aludes por su cara, arrastrando todo fenotipo humanoide. Un
pujido más, trataba de concentrarse, pero sus pensamientos revoloteaban en su
cerebro como oscuros zopilotes a la espera del deceso de su presa. Un pujido
más… y la cosa no andaba para ningún lado. Hacía ya media hora que había
empezado a desesperarse, y en este momento sus angustiadas manos no tenían
sitio sano que explorar, por lo que se aferraron al campo azul marino que
cubría la mesa de expulsión. Sus pies, sujetados fuertemente por las correas de
piel de cerdo, hacían desesperados esfuerzos por liberarse y patear la cara del
internobstetra, pero lo único que conseguían era que las correas se clavaran en
su carne edematosa cual colmillos de una fiera hambrienta.
—¡Ya no, dios mío, ya no! ¡No aguanto más! —y su cuerpo se retorcía
sobre la mesa como una gruesa babosa atada a un comal ardiente. Rítmicas
y disparatadas convulsiones iban desde las agudas puntas de su pelo gelificado
hasta las retorcidas uñas de sus pies. Algunas veces, después de la convulsión
lograba calmarse, permaneciendo inerte unos siete u ocho minutos, hasta que
pasaba el periodo postictal
Era este tiempo el que aprovechaba el internoobstetra
para relajarse y dar descanso a sus atolondrados sentidos. Era el tiempo
necesario en que podía prestar serenamente atención a la eterna disputa entre
su demonio y su ángel de la guarda. Firmemente posesionado cada uno de su
respectiva oreja, contaban largas y excitantes historias, tratando de ganar su
atención y que olvidara la de su rival. En este momento, el diablillo llevaba
la delantera con una narración eróticosicodélica en la que el protagonista (alter
ego del internoobstetra, desde luego) se enfrentaba en un combate
lúdicoesquizofrénicosadomasoquista con la estrella rock del momento: Sex Madonna
Punk. Y de continuar las cosas como hasta ahora, la historia no podía terminar
en la cama.
III
La cigüeña pasó de largo por enésima vez, ignorando las
instrucciones del controlador de vuelo, que volvió ordenar con insultos la entrega inmediata de la carga.
La cabeza le daba vueltas. Prendió un cigarro para mantenerse despierta. Allá
abajo, la ciudad se veía como un montón de pequeñas lucecitas multicolores
“como si el cielo hubiera cambiado de lugar, y todo el universo se hubiera
apretujado”. Y siguió volando, en su intento por prolongar lo inevitable.
IV
En una habitación del Cunero Celestial, el pequeño Cocús estuvo
de acuerdo en no tomar el vuelo que lo llevaría a su nuevo hogar.
—Aquí se está de poca madre —le había
dicho el pequeño Walterio, un minúsculo feto blanquecino de pelo rubio—. Ni dan ganas de marcharse.
—Además, para esta noche hemos preparado un reventón que estará de primea —había agregado el Rompecorazones Bazae,
mientras afinaba su guitarra.
—A final de cuentas —musitó
Tanamast Bronson— ¿cuándo un miembro de la Cofradía ha
pedido permiso a nadie?
Solemne Primero se encogió de
hombros:
—A mi no me metan en sus broncas, pero los acompaño en su desmadre.
De la nada apareció una botella de
ron que Pedrozoa el Bailador había introducido ilegalmente a las suites del Cunero
Celestial.
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