Es tan pendejo, pero tan pendejo,
que difícilmente puede ser un buey completo;
es apenas un minorrés.
Eric Hazán.
El anciano movió la cabeza tres veces, asintiendo. Los alumnos se distribuyeron sobre las camas improvisadas como butacas. A esa hora los pacientes tomaban el sol en las jardineras del hospital, por lo que no había de qué preocuparse. La voz del viejo profesor se escuchó lejana, cual si no se encontrara ya entre nosotros, y sólo fuera producto de un hecho macabro. Pero su figura, antes que asustar a nadie, apenas conseguía arrancar al más duro corazón una risa tímida.
Una mosca grande y verdosa abandonó la cama 65 y cruzó la habitación con un ruido zonzo de bombardero de la Segunda Guerra Mundial. Precautoriamente, Magdalena agachó la cabeza, esquivándola, salvando de la colisión su ensortijado pelo. El frustrado aterrizaje apenas inmutó al insecto, que dio tres vueltas en círculo antes de ubicar otro sitio de descenso. Cuando observó la calva amarillenta del anciano profesor, emitió un chillido salvaje: bajó las patas y apuntó su hocico negro en la dirección correcta, aterrizando en aquella zona despoblada sin ningún contratiempo. El primer impulso del maestro fue agitar la cabeza y arrojarla al vacío, pero la mosca ya mordía una escama seborreica y difícilmente abandonaría su manjar ante tan sutil protesta. Luego del tercer piquete la inconformidad del huésped era mayor, y ahora fueron sus dos enormes orejas las que se agitaron, acuchillando el vacío y provocando un sonido de cartón que se desgarra, pero ni así las contracciones defensivas pudieron llegar hasta el insecto. Para entonces los ojos frambuesa del profesor se encontraban desorbitados, chorreando algunas lágrimas como muestra de su malestar; sus belfos resoplaban, furiosos, salpicando a los alumnos con viscosas gotas de saliva espesa. Por su espina dorsal corría un temblorcillo insistente que erizaba su pelambre, dando la impresión de un gigantesco perro furioso. Sus costados huesudos permitían ver como la piel se metía entre las costillas, dejando imaginar los órganos internos. Sus ancas parecían dos diminutas torres de juguete, embarradas de excremento amarillo verdoso; de entre ellas emergía una enorme y rígida cola lampiña que hacía esfuerzos suprahumanos para elevarse, agitarse y estrellar el escuálido pompón de su raquítica pelambre sobre su cabeza, donde la mosca picoteaba por enésima vez la escama seborreica, sin percatarse de la mole que se le venía encima. Después de un “¡ah!”, el bicho cayó inerte al piso.
¾¡Muuuuuuuuu! ¾mugió el profesor de Gastroenterología, satisfecho de la demostración brindada. Admirados y complacidos, los alumnos, dimos por concluida la clase y nos fuimos a las jardineras a practicar la lección aprendida.
Imagen tomada de la red.
3 comentarios:
Saludos Manolo. muy buena analogia. y la historia bien montada.
El tezón llevó la mosca a la muerte. Bien , un abrazo Rub
Esta historia me gustó mucho. Ta muy divertida.
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