domingo, 24 de noviembre de 2019

La frontera sur

Parque central Tapachula Chis. imagen tomada de Internet



I
El último tramo lo habían hecho en una destartalada camioneta nissan, por una carretera llena de hoyancos brincoteando a uno y otro lado; se habían apretujado doce en la caja, entre maletas y mercancías varias desde Mazatenango en Guatemala con la promesa de llegar a Tapachula, la perla del sur o el infierno, con aquellos cuarenta grados de temperatura. La nostalgia de haber dejado Honduras cuatro días atrás. Por un lado su hijo de quince años, por el otro su hermano de veinte. La hija que decidió quedarse en Tegucigalpa. 
-Ma, había dicho, malo por conocido, allá en México pasan cosas muy feas, mejor quedarse acá. Y se quedó sola peregrinando.
Alicia miró a su hijo, -ya casi llegamos, le dijo. 
Una nube de polvo de la carretera los cubrió empanizando sus sudorosos rostros. Alicia de treinta y cinco años, morena, alta, de un metro y sesenta y ocho de estatura, ojos negros, vivaces. Guapa.
Revivió el ingreso a México, aquel calvario de nueve o diez horas esperando turno, la angustia ante los rumores corriendo de uno a otro lado. Ya no van a poder pasar, el gobierno de México está rechazando a todos, parece que van a echar la guardia Nacional, etcétera.
Finalmente pasaron Alicia y su hijo y su hermano. La apartaron a ella y la llevaron a un pequeño salón, el jefe de la garita y dos o tres agentes policíacos. Una propuesta, hecha así sin rodeos fue que se acostara con ellos, el jefe primero y así después de acuerdo a jerarquías. No fueron tan sutiles con que se acostara, directamente le dijeron que tenía que coger con ellos. 
Terminó aceptando la segunda propuesta, allí despachó quinientos dólares por cada uno para poder entrar al país. Mil quinientos dólares que bien hubieran servido para tantas otras cosas. Entre tales pensamientos siguieron su camino y dos o tres horas después fueron detenidos por un retén de la guardia Nacional. 
-A Tapachula, escuchó que respondía el chófer de la camioneta. Todos venían o del Salvador o de Honduras. 
- Al centro de refugiados, escuchó esta vez. Se esfumaba la promesa de llegar al centro de la ciudad. Los bajaron a todos. Por allí cada uno deslizó algunos billetes para evitarse todo aquello de las revisiones y las interrogantes. Allí fue cuando Alicia, se dio cuenta de que en la garita, el agente fronterizo le había entregado documentos falsos, copias inservibles. Llorando explicó una y otra vez lo de las propuestas de los oficiales y el pago de mil quinientos dólares, el robo de sus papeles, allí también la invitación formal de las autoridades, a retractarse de sus dichos. Renovación moral y el término de la corrupción por decreto.
Pudo ser la oportuna presencia de medios de comunicación, o de miembros de alguna asociación civil, o el alborotado grupo de hondureños que reclamaba airado, el caso es que bajo el cielo azul de Tapachula, a cuarenta grados y alrededor de las cuatro de la tarde ingresaron al centro de refugiados.


II
Algo de fruta, mitades de naranja, mango. Agua de limón. Arroz con puchero. El baño en regaderas múltiples. Hombres y mujeres. Aquel griterío. Al fondo, los negros de distintas partes de África, algunos sentados en las banquetas otros en cuclillas, los ojos desorbitados. Alicia y su hijo y su hermano recién agrupados, reconociéndose entre otros paisanos. 
-Maestra de educación primaria, respondió ella, cuando se le preguntó a qué se dedicaba en Honduras. El calor en ascenso en aquella galera de techo de lámina. Los administradores del galpón aquel y el infame discurso de bienvenida. México y su larga historia de refugio y asilo, nuestros hermanos y hermanas de Centroamérica, abrigo y comida, asistencia médica, desistir de seguir hacia el vecino país del norte, etcétera. Alicia y de nuevo la angustia al pensar en sus papeles extraviados, no robados según las recomendaciones recibidas en el retén. El hijo durmiendo de cansancio, el hermano con la mirada perdida al horizonte.
-¿Qué no traen sus documentos? Eso sí que se trata de un problema grave, un delito mayor aquí en México, expulsión inmediata o cárcel, le dijo la mujer aquella, licenciada Amanda quién sabe qué, asignada al centro de refugiados. 
-Seguro los confinaran por separado. Dios quiera que aparezcan sus papeles. Caer en manos de delincuentes y así, la licenciada dejando caer cada frase ante la mirada de asombro y miedo de la maestra Alicia. 
-Ni se le ocurra ofrecer dinero, sería además de asuntos migratorios graves un problema de soborno, de corrupción y eso ya no existe, agregó.
Y hasta ellas el murmullo en ascenso, los gritos y los acalorados exabruptos, el corrillo de jóvenes hondureños sin camisas, salvadoreños tatuados, otra vez los pinches negros y sus exigencias ¡Hijos de su puta madre! Si no estuviéramos tan observados, pensó la licenciada Amanda.
-Bueno Alicia, veremos qué se puede hacer, dijo la licenciada, dices que fue en la garita de entrada donde se extraviaron sus papeles agregó. Ya no se puede Alicia, ya tenemos una política moral, pero con mil dólares lo podemos ir considerando. Alicia con los ojos anegados en lágrimas. Mil por cada uno y con la mayor discreción. Son otros tiempos maestra, son otros.

III
-¿Mil por cada uno? Dijo su hermano y comenzó a llorar. Alicia lo justificó diciendo que de ese modo se mantendrían juntos y que, seguro, los documentos estarían allí al día siguiente. Los documentos de vuelta y con ellos, los sueños de trabajo en México, así era la promesa del gobierno. Esa también había sido la palabra dada por la licenciada. Durmieron llevados por el cansancio después de haber tomado cualquier cosa en la cena, un poco de avena con leche y un poco de fruta. Alicia tomó un poco de café. La madrugada le llegó entre los gritos de sus paisanos y la algarabía de los negros. 
-Aprovecha la madrugada para hacer tus necesidades en el baño, a esa hora ni quien te moleste, le había recomendado una paisana y así lo hizo.

El desayuno llegó puntual a las ocho y media, la promesa de la licenciada, -una vez se guardó los tres mil dólares-, de verla a las nueve y asegurándole llevar los papeles. Dos horas después y la licenciada sin dar rastro. Aquellas miradas entre Alicia y su hijo y su hermano. Casi al mediodía y con la ciudad de Tapachula rozando los cuarenta y dos grados se asomó la licenciada, la sonrisa y los ademanes cariñosos. 
-Se están poniendo rejegos, viera usted maestra que quieren una untada más de las manos, unos setecientos más para que busquen bien sus papeles y que por la tarde. Alicia y de nuevo la angustia y la intención de rogarle a la licenciada. Sacó los setecientos dólares y los entregó a la mujer aquella, la licenciada se quedó con la mano estirada, setecientos por cada uno mamita, dijo.
De nuevo la eternidad en la espera, la licenciada salió a su hora de comer, a veces ya no regresa hasta la mañana siguiente, anda como loquita la pobre entre tantos asuntos que lleva y entre tantas personas por las que se desvive ayudándolas.
Alicia medio comió, nuevamente mango y mitades de naranja, y puchero con arroz, y agua de limón. Iba y venía de uno a otro lado. En su cabeza vueltas y vueltas la visión de la manita alargada de la licenciada. Como a las ocho de la noche el fresco airecito de la ciudad, tal vez treinta y cinco grados. 
-Que dice la licenciada que no se preocupe, surgió un asunto con lo de sus papeles pero ya lo está viendo ella, dijo el hombre mientras le ofrecía a la maestra un vaso con agua. Duerma usted tranquila, agregó y se dio la vuelta.
No pegó pestañas en toda la noche. De nuevo el wc al alborada.

A las once menos diez la licenciada y su sonrisa, y sus gestos de mamá bondadosa. 
-Que no los encuentran mamita tus papeles, dijo, y Alicia sintió cómo le movían el piso. 
-Ellos me los robaron, respondió Alicia, y la mirada de enojo de la licenciada. 
-Maestra, le dijo, esta vez en tono de enojo, habíamos quedado en que se le habían extraviado, ahora que si usted dice que se los robaron la cosa es diferente, habrá que integrar una denuncia y usted deberá sostener que, los agentes de la garita, son los culpables, agregó. Cómo usted me diga, pero para qué meterse en esas honduras. Quizás sólo sea de quinientos dólares más para que se pongan las pilas, si usted los perdió allí seguro los encuentran y de nuevo estiró la manita. Por cada uno, dijo, por si Alicia tenía dudas.

IV
-Cómo que se acabó el dinero, preguntó su hermano, ella le hizo señas para que no se enterara su hijo. 
-Ya queda muy poco, respondió Alicia. Dios quiera que mañana lleguen los papeles, dijo, con estos hijos de puta no se sabe, agregó. 
El jueves y el viernes se fueron en una larga desesperación, la licenciada no se apareció, la habían citado en gobernación, un ascenso por su desempeño, hay que decir que algunos administrativos se sentían realmente felices por aquel rumor muy bien merecido, apuntaban.
A las diez y media de la noche del domingo, totalmente a deshoras la licenciada y su presencia en aquel centro desde el que despuntara hacia las grandes ligas de la política contra los migrantes, el mero mero del país del norte había pedido que nadie más intentara pasar. 
-Alicia, dijo, ya casi lo tengo arreglado, bueno hasta ya me permití ver sus papeles, la sonrisa en el rostro de la maestra. 
-Hablé personalmente con el agente fronterizo, es mi amigo y me dijo que afortunadamente ya recuperó todo. Aquella mirada de la licenciada y de nuevo sus gestos de madre buena, además, dijo la licenciada, a como están las cosas con los gringos, agregó. Pero así sin papeles ni para atrás ni para adelante, y luego su hermano y su hijo de por medio. El agente me dijo que se acuerda muy bien de usted porque fue muy educada y muy amable y sobre todo porque es muy hermosa, si hasta sus ojitos brillaban cuando le hablé de usted, agregó.

En silencio, Alicia acompañada de la licenciada abandonando el centro de refugiados, noche fresca en Tapachula, la recomendación al hermano, mientras voy por los papeles, dijo.
Del centro para refugiados no más de trescientos metros, un caserío dispuesto entre árboles de mango ataulfo. Al fondo tres o cuatro casas y a esas horas algunas mujeres entrando y saliendo, reconoció a más de una por haberse visto en el desayuno o la comida. La licenciada y aquella parsimonia al encuentro con su amigo el agente fronterizo, la bienvenida, la presentación formal. 
-La maestra Alicia, dijo la licenciada, al fondo los dos o tres asistentes del agente, los mismos del primer encuentro en el puesto fronterizo.
-Alicia, dijo la licenciada, a partir del lunes asumo el nuevo nombramiento y no quisiera dejar pendiente su asunto. Aquí mi amigo y sus ayudantes quisieran pedirle algo por haberse esforzado en la búsqueda de sus papeles, agregó. Enseguida, la licenciada recibió el folder con los documentos. 
-La espero afuera maestra, dijo, mientras se daba la vuelta; al salir de la habitación hizo un guiño a uno de los ayudantes y enseguida la siguió.
Con los nuevos lineamientos..., empezó diciendo la licenciada mientras devolvía la carpeta al ayudante.
-Hay que acompañarlos ahora mismo hasta Guatemala, pasen por su hermano y su hijo, y le explican todo lo de la deportación y un poco también lo de que aquel país ya firmó con los gringos lo del asunto de país seguro, concluyó. 
Dentro de aquel cuarto Alicia cerró los ojos y pensó en que al día siguiente y Dios mediante, conocería por fin el centro de Tapachula, después, ante la mirada del agente en jefe, el primero en turno, comenzó a desnudarse.

©2019 by Oscar Mtz. Molina

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