viernes, 22 de noviembre de 2013

La residencia: (VI) ... perros hambriados

Sábado. Apenas habían transcurrido 12 horas de guardia, de las 48 presupuestadas para el fin de semana; pasaba de las ocho de la noche y la puerta del comedor continuaba cerrada. En la larga fila, todos nos mirábamos entre sí, impacientes, sin alcanzar a comprender qué carajos sucedía. Quince minutos después, al fin se abrió la puerta y asomó la dietista. "Sírvanse lo que encuentren...", dijo entre dientes, con voz áspera y despectiva. Yo estaba el primero en la fila y entré al comedor. El lugar se veía desolado y deprimente, casi en penumbras y con las mesas y sillas vacías. Detrás de la barra no atendía nadie, solo había un par de bandejas con quesadillas de queso, jamón y una rebanada de jitomate; un galón de salsa de tomate y una olla de plástico, de unos veinte litros de agua de Jamaica descolorida, complementaban la cena. Estaba por servirme dos quesadillas, cuando la voz de la dietista me pateó en los riñones: "No más dos...". Pensé en contestarle que solo tomaría dos —aunque mi hambre y mi cansancio daban para zamparse una docena—, pero el rictus de su cara de gendarme me mandó callar y seguir mi camino hacia la mesa. Me pareció notar algo raro en el bote de la salsa cátsup, pero en ese momento no supe qué podría ser. No soy alguien antisocial —como afirmarían después algunos de los presentes, igual o más enfadados que yo por el retraso de la cena, lo jodida de ésta y las condiciones en que se estaba desarrollando—. Mi relación con el servicio de dietología de los hospitales en los que he estudiado deja mucho qué desear, lo sé, pero sin ponernos a ver de quién ha sido la culpa, hasta ese día conseguimos llevar las cosas por lo sano: tú me sirves de comer porquerías, yo hago como que no me doy cuenta y me lo como; después de todo, mi precaria economía —y el tiempo— no me permite salir a un restaurante, a una fonda o a los tacos y tortas de allá afuera. "¿Qué no estás oyendo...", tronó la mujer. “¿Y en qué quiere que me sirva el agua? ¿En la mano?”, bufé. "Ese es tu problema; no hay vasos; yo vine sola a la guardia". “Pues ese es su problema”, ladré, a punto de lanzarme a su yugular, pero me contuve. Ladee la cubeta del agua de Jamaica y vertí su contenido en la cuenca de mi mano izquierda. El silencio abismal que se hizo en el comedor, fue roto por la voz de la cocinera. "¿Qué haces...?". “Me sirvo el agua en lo que tengo”, respondí con voz no menos chillona. La carcajada ruidosa que soltó el bote de salsa cátsup fue la gota que derramó el inexistente vaso. No estaba para soportar sus burlas y lo estrellé contra la pared. "Y sí: somos perros hambriados, pero su trabajo es darnos de comer dignamente, vieja huevona". Me olvidé de la charola con las quesadillas y salí del comedor. 

Aquella sería la primera vez que estuve a nada de ser expulsado de la residencia.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Sick bat

Merodea entre los árboles del vecindario y la luz del sol lo obliga a regresar a su cueva. Él solamente vuela cuando cae el día. Algo le pasa, se distrae, siente que no es el mismo y eso le da rabia.
Afuera un niño juega desnudo en un chapoteadero. Escucha sus risotadas y su piel rosada despierta su apetito bermellón. Se lanza en picada desafiando al sol de la tarde.
Su vuelo torpe lo hace caer en la orilla del chapoteadero. El niño grita angustiado a la madre y ella, enardecida, lo toma del ala y lo arroja hacia la perrera.
-¿Qué hago aquí? ¿Qué me pasa? -se pregunta con chillidos.
Los mastines se pelean, lo muerden.
-¡Qué dolor! ¡Qué náusea!
Cuando lo despedazaron, ya había muerto de rabia…

lunes, 4 de noviembre de 2013

La residencia: (V) La caballa del diablo


De ancas descomunales, el animal era poseedor de una estupidez a toda prueba. La curvatura insultante de sus muslos materializaba la expresión suprema del valemadrismo mexicano “me lo paso por el Arco del Triunfo”. Y efectivamente: bajo su curvatura bien templada podía pasar, sin contratiempos, una peregrinación a la Basílica de Guadalupe.
—¡Putacaballadelachingada! exclamé al sentir bajo mis nalgas la pétrea y rasposa osamenta de su columna vertebral.
Con rencor rezagado, espoleé sus ijares hasta hacerlos sangrar. Un jadeo gutural emanó de sus entrañas cavernarias, y un hongo de espuma sulfurosa adornó sus belfos. Sus ojos, inyectados de sangre oscura, parecían la calca exacta del mítico Caballo del diablo. Un sudor pegajoso hirió con su humedad sádica mis genitales, mientras la espoleaba tratando de ganar la otra orilla de ese pinche primer año que, a pesar de haber vendido mi alma al diablo, se negaba a terminar.