miércoles, 4 de septiembre de 2013

La residencia: (II) Carta de filiación



Querido Rey Herodes:

Nunca me pasó por la cabeza que ser hijo de la chingada fuese una característica propia de tu especie: decapitar a un sin número de niños bien pudo ser el primer acto de control de la natalidad del que el hombre tenga memoria (sin contar la guerra), o quizás la manera, no muy loable, de dejar un mundo más respetable a las generaciones futuras. ¿Cuántas madres no agradecieron, en la intimidad, tu gesto de caridad? ¿Cuántas madres solteras no vieron renacer con tus acciones la esperanza de un matrimonio feliz, y mantener intacta su doncellez? No me equivoco si digo que tu memoria es invocada cada noche por algunas jóvenes, angustiadas ante la tardanza de la mensual visita.
Por todo lo anterior, la membrecía a tu gremio (contradictorio si se quiere) hizo renacer en mí el instinto, profundo y primitivo, de los animales salvajes. ¡Cuántas noches me soñé galopando a cuatro patas por las llanuras inhóspitas en pos de una presa tierna! ¡Cuántas veces devoré salvajemente un cervato frágil y temeroso! ¡Cuántos litros de sangre espesa escurrieron por mis labios y humedecieron mi cuello palpitante...! Porque siempre se me enseñaron que se debe ser y no quedarse en el intento. Pero los sueños, por más que correspondan a la manifestación profunda de nuestro subconsciente, no siempre se concretan al despertar. Cierto: jamás tuve la fortuna de amanecer con un cuerpo destrozado entre mis brazos, ni esperé la vuelta de la oscuridad para correr a la cajuela de mi auto y sacar, al amparo de las sombras, los restos del banquete trasnochado. Entonces, ¿con qué cara puedo presentarme ante tus súbditos representantes? ¿Con qué carta de presentación llegarme hasta tu sucursal más cercana para firmar mi filiación a tu gremio maldito?
No obstante mi pobreza curricular, tuve la fortuna de ser elegido miembro de vuestra Sociedad de Pediatras en Formación. En poco tiempo podré contarme como miembro activo —en el sentido literal que la palabra guarda— y cada noche, cada día, y aún en cada sueño, podré ejecutar fielmente las normas y principios que nos rigen. ¡Me comprometo que al despertar cada mañana, antes siquiera de observar el reloj y disponerme al baño, ofrendaré a vuestro recuerdo infernal la sangre fresca de no uno, sino diez recién nacidos! ¡Me comprometo a que su llanto será el canto disarmónico más hermoso que hayan escuchado mis oídos! ¡Me comprometo a disfrutar cada muestra tomada, cada mano oprimida, cada cuello extendido, cada extremidad tensada, cada vez que una canalización se infiltre y el brazo se hinche como un globo! ¡Y ni hablemos de la alegría que oprimirá mi corazón al introducir por narinas o uretras el catéter que la enfermedad demande!
Por eso, Gran Herodes, agradezco la oportunidad que tus súbditos y servidores me brindan para que el próximo día primero de marzo me una al curso de Pediatría Médica, y ser oficialmente un miembro más de vuestra Sociedad Desquiciante.

¡Por que el llanto de los niños reviva nuestros marchitos corazones!

Dr. Anónimo Mongole Hijo de Pu*
Aspirante a Residente de Pediatría Médica



*Nota del editor: En realidad, el doctor Anónimo Mongole nunca quiso ser pediatra, lo suyo eran otras ramas de la medicina, pero una bruja buena metida a secretaria en las oficinas de la Secretaría de Salud lo condenó en vida al eterno chillido de los niños berrinchudos, a oler pañales con evacuaciones diarreicas y, en no pocas ocasiones, a ofrecer sus brazos y arrullar a un chiquillo malcriado que, socarronamente, le ofrecía entre sueños alguna sonrisa que él, oligofrénicamente, aceptaba complacido.

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