Querido Rey Herodes:
Nunca me pasó por la
cabeza que ser hijo de la chingada fuese una característica propia de tu
especie: decapitar a un sin número de niños bien pudo ser el primer acto de
control de la natalidad del que el hombre tenga memoria (sin contar la guerra),
o quizás la manera, no muy loable, de dejar un mundo más respetable a las generaciones
futuras. ¿Cuántas madres no agradecieron, en la intimidad, tu gesto de caridad?
¿Cuántas madres solteras no vieron renacer con tus acciones la esperanza de un matrimonio
feliz, y mantener intacta su doncellez? No me equivoco si digo que tu memoria
es invocada cada noche por algunas jóvenes, angustiadas ante la tardanza de la
mensual visita.
Por todo
lo anterior, la membrecía a tu gremio (contradictorio si se quiere) hizo
renacer en mí el instinto, profundo y primitivo, de los animales salvajes. ¡Cuántas
noches me soñé galopando a cuatro patas por las llanuras inhóspitas en pos de
una presa tierna! ¡Cuántas veces devoré salvajemente un cervato frágil y temeroso!
¡Cuántos litros de sangre espesa escurrieron por mis labios y humedecieron mi
cuello palpitante...! Porque siempre se me enseñaron que se debe ser y no
quedarse en el intento. Pero los sueños, por más que correspondan a la
manifestación profunda de nuestro subconsciente, no siempre se concretan al
despertar. Cierto: jamás tuve la fortuna de amanecer con un cuerpo destrozado
entre mis brazos, ni esperé la vuelta de la oscuridad para correr a la cajuela de
mi auto y sacar, al amparo de las sombras, los restos del banquete trasnochado.
Entonces, ¿con qué cara puedo presentarme ante tus súbditos representantes?
¿Con qué carta de presentación llegarme hasta tu sucursal más cercana para firmar
mi filiación a tu gremio maldito?
No
obstante mi pobreza curricular, tuve la fortuna de ser elegido miembro de vuestra
Sociedad de Pediatras en Formación. En poco tiempo podré contarme como miembro
activo —en el sentido literal que la palabra guarda— y cada noche, cada día, y aún
en cada sueño, podré ejecutar fielmente las normas y principios que nos rigen. ¡Me
comprometo que al despertar cada mañana, antes siquiera de observar el reloj y
disponerme al baño, ofrendaré a vuestro recuerdo infernal la sangre fresca de
no uno, sino diez recién nacidos! ¡Me comprometo a que su llanto será el canto
disarmónico más hermoso que hayan escuchado mis oídos! ¡Me comprometo a disfrutar
cada muestra tomada, cada mano oprimida, cada cuello extendido, cada extremidad
tensada, cada vez que una canalización se infiltre y el brazo se hinche como un
globo! ¡Y ni hablemos de la alegría que oprimirá mi corazón al introducir por
narinas o uretras el catéter que la enfermedad demande!
Por eso,
Gran Herodes, agradezco la oportunidad que tus súbditos y servidores me brindan
para que el próximo día primero de marzo me una al curso de Pediatría Médica, y
ser oficialmente un miembro más de vuestra Sociedad Desquiciante.
¡Por que
el llanto de los niños reviva nuestros marchitos corazones!
Dr. Anónimo Mongole Hijo de Pu*
Aspirante a Residente de Pediatría
Médica
*Nota del editor: En realidad, el doctor Anónimo Mongole
nunca quiso ser pediatra, lo suyo eran otras ramas de la medicina, pero una
bruja buena metida a secretaria en las oficinas de la Secretaría de Salud lo
condenó en vida al eterno chillido de los niños berrinchudos, a oler pañales
con evacuaciones diarreicas y, en no pocas ocasiones, a ofrecer sus brazos y arrullar
a un chiquillo malcriado que, socarronamente, le ofrecía entre sueños alguna
sonrisa que él, oligofrénicamente, aceptaba complacido.
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